II
La villa de los Radjik tenía un aire de palacio tirolés, sobre todo por el tejadillo de exótica silueta -cónico o hexagonal-, rematado en una cofa acristalada que coronaba la torre central y se elevaba por encima de los árboles como un faro. A lo lejos, Tirana y sus luces. La Rotonda, que era como llamaban todos al cuarto de la torre, era uno de esos espacios que se mantenía al margen de la vida cotidiana, quizá por la incomodidad de su acceso a través de una estrecha escalera de caracol, quizá porque la instalación eléctrica no llegaba hasta arriba o quién sabe si por alguna otra razón. En todas las casas antiguas suele haber un lugar así.
Ismaíl solía pasar allí mucho tiempo, hasta que la oscuridad se le agolpaba en la ventana y entonces tenía que encender una linterna pequeña con acanaladuras cromadas que proyectaba un redondel de luz sobre la pared y acentuaba todavía más el carácter de círculo encantado que poseía todo el recinto. Una grieta bajaba desde el techo en diagonal y cerca de la ventana se desgajaba en una red de pequeños afluentes. Su trazado recordaba el curso del Drina, que rodea con su caudal negro toda Albania, hasta el lago de Ohrid. Del mismo modo que cualquier río contiene el rumor denso de la historia, acaso también aquella grieta escondiera el eco de otras voces anteriores a la suya. En una ocasión, Ismaíl encontró sobre el suelo, junto al zócalo gris, un diminuto ovillo de membrillo seco, muy apretado, que quizá alguien utilizó alguna vez como mecha.
Como en todos los desvanes, en aquel altillo redondo se arrumbaban numerosos trastos inservibles, herramientas de jardinería, muebles viejos… Bajo la ventana había dos arcones en cuyo interior se almacenaban todo tipo de tejidos en desuso: mantas ucranianas muy pesadas, enaguas antiguas, un curioso abanico de madera de sándalo entreverado con incrustaciones de nácar, los pañuelos de seda estampada de Macedonia que el viejo Zanum había heredado de su madre y que después le había regalado a su mujer y hasta el echarpe azul de gasa que ésta llevaba puesto el día de su muerte.
El resto de las dependencias de la villa también estaban impregnadas de cierta memoria encostrada que se ocultaba en los recovecos de las habitaciones, unos recuerdos que se adherían como hiedras a la fachada y crecían igual que el verdín sobre los muros demasiado húmedos y sedimentados por el rumor de inviernos muy lentos.
En las casas donde ha vivido gente tocada por la pasión más fuerte, el aire queda profundamente alterado. Las paredes, los pasamanos, las puertas, los baúles, todo está cargado de una aura imprecisa cuyo contenido nadie puede explicar.
Cuando Helena llegó a la villa por primera vez, en seguida percibió el soplo del pasado. Lo que más le llamaba la atención era el retrato de la mujer que presidía la pared principal de la biblioteca, cuyajuventud no parecía mortal y cuyo nombre español nunca se había vuelto a pronunciar en aquella casa. Hasta Ismaíl utilizaba para referirse a su madre el pronombre personal Ella. Durante los primeros días, Helena se pasaba horas observando los rasgos de aquel rostro extranjero que tanto la intrigaba. Era un rostro singular, sin ser propiamente bello. La curvatura de los párpados le daba a la mirada una expresión aterciopelada y soñadora, de una intensidad casi hipnótica. Helena se cegaba hasta tal punto en la contemplación del retrato que a veces le parecía que podía entrar en los pensamientos de aquella desconocida, como si de algún modo la imagen tuviera el poder de labrar caminos moleculares hacia el interior de su mente, entonces llegaba a sentir verdadera inquietud. Pero luego trataba de tranquilizarse y se decía a sí misma que todo era debido a su naturaleza sugestionable y a las muchas historias del kanun que le habían contado de niña. El cuadro parecía inacabado y representaba a una mujer muy joven leyendo un libro en una terraza, los labios púrpura y ¡Os pómulos ligeramente azules, sonriendo un poco, desordenándose el pelo con la mano en que apoyaba la cabeza, instalada en la lectura y en la soledad como una diosa en un reino invisible.
Cuando su madre murió, Ismaíl apenas tenía cinco años y a esa edad los recuerdos no pasan de ser pinceladas difusas, tan fugaces como la brisa repentina que hace pasar de golpe las páginas de un libro o levanta el vuelo de un vestido de flores verdes o amarillas quizá, o azules… aunque tal vez no fueran flores, sino hojas muy pequeñas, diminutas. La tela le dejaba al descubierto los hombros y terminaba en un volante que le llegaba un poco más abajo de la rodilla. Ciertamente no era un vestido albanés. Una vez, Ismaíl vio a su madre así ataviada en la playa de Dürres, al final del verano, con los pies descalzos metidos en el agua y la brisa ondulándole el borde de la falda, o eso le parecía recordar, porque los niños, como se sabe, construyen muchas veces sus recuerdos sobre lo que imaginan o lo que alguien les ha contado más tarde. Perfilan la escena en su memoria como sí pintaran en un papel en blanco, y tal vez lo que Ismaíl recordaba era ese dibujo infantil hecho algún tiempo después con lápices de colores, cuando su madre ya estaba muerta: un sol esquinado de rayas anaranjadas y un mar sin barcos. Ella miraba a lo lejos, muy seria, como si pudiera alcanzar la otra orilla, y esa mirada la mantuvo durante el camino de regreso a Tirana, por toda la carretera cargada con el aire agonizante de setiembre, que hinchaba la paja de los establos, enlodaba el vellón de las cabras y ponía acres humaredas de rastrojos en los caminos, por donde iban mujeres campesinas vestidas de negro, encorvadas por el peso de las lecheras de estaño. Cuando después de una curva dejó de verse el mar, Ella apoyó la cabeza en el respaldo del asiento con las manos sobre el regazo y empezó a llorar despacio, sin hacer ningún ruido. Lágrimas.
Es curioso cómo se difuminan las facciones de los ausentes o cómo son sustituidas por imágenes de un solo día y por instantáneas fotográficas, o por cuadros siempre extraños. A veces también ocurre que, al cabo del tiempo, nos viene a la cabeza un rayo de luz, detalles insignificantes, apartados en un rincón de la memoria, palabras, retazos de conversaciones escuchadas antes de que nuestra mente pueda darle un sentido, y sólo mucho tiempo después llegamos a recordar plenamente, cuando podemos interpretar su verdadero significado. Sin duda era lo que le estaba ocurriendo a Ismaíl con todo lo referente a su madre. Probablemente, la presencia de Helena en una casa habitada durante demasiados años sólo por hombres contribuyó a disparar los mecanismos de la memoria. Verla sentada en la biblioteca, en el mismo sofá en el que ella solía sentarse, con el cabello sobre los hombros y las piernas cruzadas junto a la veladora de pantalla rojiza; espiarla mientras se inclinaba sobre una cama para arreglar el embozo de la sábana; o verla abrir un balcón para ventilar el cuarto, que quedaba de pronto inundado por una luz tibia y rosa, que era también el color de las mañanas casi olvidadas en que su madre entraba en la habitación para despertarlos a él y a su hermano… Gestos que venían de un mundo pasado, pero que irrumpían en él tan tumultuosamente como la vitalidad con que se inflama la rama de un árbol que parecía muerta por una subida congestiva de savia. «Fueras como la perla de agua en el corazón de la ortiga», escribió en uno de sus poemas.
Las ortigas crecían al fondo del jardín, contra la tapia y la verja, junto a un nudo de maleza. La primera vez que Ismaíl vio a Helena sintió en las manos los pinchazos espasmódicos de miles de agujas que le enrojecían la piel hasta la muñeca con un violento sarpullido: había rozado descuidadamente las malas hierbas al intentar abrir la cancela exterior. Acababa de regresar a Tirana, después de ocho larguísimos meses de campamento militar, y cuando llegó a la villa con una alforja de soldado colgada al hombro, ella misma le abrió la puerta.