Con mayor fijeza, sin embargo, le quedaba en la memoria aquella tregua del final del día, cuando su madre, antes de enviarlos a la cama, les lavaba las rodillas en un balde de agua templada y les curaba los arañazos que se habían hecho al saltar los vallados y las ampollas formadas en los talones. Pies pequeños, acostumbrados a la lisura del asfalto y curtidos ahora en las piedras de los senderos que llevaban a los pastos, pies hollados por la naturaleza, comprometidos con el humus grumoso de la tierra, con las raíces y las agujas de los abetos. El doctor Gjorg le había enseñado a rastrear el camino de los perros oliendo sus patas entre las almohadillas grises de las pezuñas: una carrera por el medio de un maizal, olor a hierba segada y a forraje, la veta acre del suelo de los establos, el rastro de las caléndulas que florecen entre los riscos, resonancias de todos los vagabundeos que el animal había seguido durante su jornada, la impronta del anhelo y de la distancia entre las uñas, cientos de rutas… Sentaba al niño y le acariciaba la cabeza como si tuviera un cachorro cobijado entre las piernas.
Pero Viktor le había descubierto un mundo todavía más fascinante: los gusanos de seda. Todos los días observaba la huella que dejaban en las hojas de morera, dentelladas brillantes y picudas. En las esquinas segregaban un hilo de plata y por toda la caja iban apareciendo diminutos ovillos que crecían lentamente. No se detenían nunca. Tejían y tejían. Un día detrás de otro, sin que nada los entorpeciese, cuarenta y cinco días en total. Cuando salían las mariposas, las sentía aletear torpemente por la caja, los capullos quedaban desinflados y grises. Ismael pensaba que crecer era algo realmente extraño. No maravilloso, ni difícil, sino solamente extraño. Él se esforzaba en crecer, pero no sabía aún cómo pensar el tiempo. Andaba cabizbajo con estas ideas.
Viktor era mucho más alto, sin necesidad de hacer ningún esfuerzo; sin embargo, él luchaba desesperadamente por cada centímetro, como un corredor que siempre jugase con desventaja. Viktor se desenvolvía con facilidad en todas partes de un modo natural e innato. Él siempre tenía miedo de cansarse en una caminata y tener que ser llevado a hombros por el doctor Gjorg o de perder el equilibrio y caerse de bruces, y de que lo paralizase el miedo al entrar en una cuadra, como una vez que, al ver a menos de medio metro de su cara unos ojos globulosos que lo observaban jadeantes, permaneció arrinconado contra la puerta del establo durante unos segundos, oyendo los mugidos desarmados del animal, hasta que la ternera, también asustada, tropezó con sus propias patas y fue entonces cuando Ismaíl sintió el cabezazo de un hocico mojado junto a la cara.
Viktor tenía el don de acercarse a la gente con facilidad, poseía la espontaneidad de un conquistador que despertaba la simpatía de todos cuantos lo escuchaban; sin embargo, cuando Ismaíl trataba de imitarlo, sus hazañas resultaban tan nimias que nadie reparaba en ellas. Viktor sabía muchas cosas sin darle importancia a su conocimiento; él, en cambio, se aferraba a la curiosidad con codicia, porque todo lo que ignoraba lo atraía y lo aterraba al mismo tiempo, igual que el sonido ahogado de los gusanos de seda en el interior de su caja, tan diminutos y blancos. Tejiendo y tejiendo. Si pegaba el oído, casi podía oír cómo mordían las hojas, las devoraban, dejando sólo la nervadura de la morera. Los sentía respirar, un gemido oscuro.
Ismaíl aprendió muchas cosas aquel mes en las montañas, cosas esenciales de la vida, que es la clase de aprendizaje que hace crecer a las personas. Los dos niños vivían según las leyes de la simbiosis que rigen la evolución de algunos organismos vivos, en un estado casi biológico. El afecto que se profesaban era para ambos imprescindible, como cualquier sentimiento que no se decide ni se adquiere, sino que bulle en la sangre con todos sus matices y viene dado por sí mismo. Una cosa íntima e instintiva. Pero su naturaleza, lejos de ser sencilla, resultaba muy complicada.
Cuando tuvieron que emprender el viaje de regreso, los cuatro se sintieron tristes y cohibidos, igual que si tuviesen que guardar un secreto del que nunca pudiesen volver a hablar. Se hicieron silenciosos.
El doctor Gjorg se acercó a la ventana y se puso a mirar las montañas despacio, muy serio, dejando que pasaran así las últimas horas. Lejos, como un altar para almas violentas, se levantaban las cumbres de diferentes alturas, entre precipicios empeñascados sobre los que pendían unas nubes muy densas. Permaneció allí de pie, con toda su corpulencia inmóvil, las manos hundidas hasta las muñecas en los bolsillos, la mandíbula tercamente apretada por encima del cuello del jersey, la cara sumergida en sus pensamientos, entre los duros huesos de la frente, sin hablar, mirando el vacío, escuchando la oscuridad. Le preguntaban cualquier cosa y no contestaba. Ninguna palabra llegaba a traspasar sus oídos. Así, hasta que el aire del anochecer le devolvió su rostro en el vidrio, sobre aquel paisaje hermético. ¿Qué puede ocurrir en el alma de un hombre que mira así por la ventana?
V
Pero ningún secreto puede se- guardado eternamente. Al menos tiene que ser revelado una vez. Aunque sea una sola y única vez. Aunque transcurran años y hasta décadas. Tarde o temprano.
Cuando llegó el otoño, Viktor fue enviado a un internado de Tirana al que también asistían los hijos de otros altos funcionarios del partido. Era un gran edificio de ladrillo rojo, situado en las afueras de la capital. A Ismaíl le hubiera gustado acompañarlo y su padre se lo habría permitido, de no ser por la insistencia de Ella y las constantes alusiones a su delicada salud.
– Está bien, que se quede, si es lo que quieres. Pero pegado a tus faldas nunca se hará un hombre -dijo.
El gran Zanum era un hombre alto y bruñido, de una austeridad espartana, que consideraba que el carácter sólo podía templarse en las privaciones. Había una ley albanesa no escrita que establecía las normas de la masculinidad. No quejarse, no tener miedo, no expresar dolor ni demasiado afecto… Por eso sentía predilección por Viktor. Veía en él las virtudes de un buen militar. En su juventud, el gran Zanum había estado al mando de las brigadas albanesas que lucharon en España contra las tropas fascistas del general Franco. Le gustaba rememorar esa época, las privaciones, una cebolla cruda con pan y aceite, la camaradería entre hombres envalentonándose unos a otros en vísperas de subir al frente, con una botella de vino, después de haber gozado plenamente, a fondo, de una mujer. Solía decir que existe un momento, incluso cuando se lucha voluntariamente, cuando se tiene asimilada la convicción de saber por qué se pelea, en que las ideas, por elevadas que sean, no ayudan y lo único que sirve de verdad es la disciplina física. Entonces, todo el problema está en llegar a un muro de piedra que te defenderá de la metralla, alcanzar una casa en ruinas, una zanja donde tirarse boca abajo, arrastrarse a ras de suelo y tratar de pasar debajo de las ráfagas. La verdadera batalla se desarrolla así dentro de uno mismo contra el miedo. Si un soldado no es capaz de vencer el miedo, alguien debe hacerlo por él. Hubo un día en que varias brigadas tuvieron que permanecer en el cauce de un río durante horas, con el agua a la altura de la cintura y los brazos levantados para proteger las armas.
La niebla no acababa de despejar entre los olivos y existía el peligro de perderse e ir a dar a las filas enemigas, pero no podían continuar allí por más tiempo. Había un muchacho muy joven llamado Dhimitén No había cumplido aún los diecinueve años y tenía miedo a salir, como todos, sólo que a él se le notaba el miedo en las orejas, que le daban pequeñas sacudidas como un cordero asustado. La expresión de terror de su rostro era una afrenta que avergonzaba a toda la brigada. ¿Qué iban a decir de los albaneses las demás compañías? Una cuadrilla de gallinas metidas en un lodazal. El tiro que mató al muchacho le dio e-i la sien y no salió de las filas enemigas. «La bala que es para ti no se oye -decía Zanum cada vez que contaba esa historia-. Llega por sorpresa y entra sin dolor. Se acabó el miedo.»