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EPÍLOGO

En mayo de 1985, Ismaíl Radjik salió de la cárcel y abandonó clandestinamente el país con ayuda de la organización humanitaria Amnistía Internacional. A diferencia de lo ocurrido en el pasado, esta vez el barco consiguió salir del puerto de Durrés y llegar a Brindis¡. Las vidas avanzan en círculo pesadamente, atraviesan meses, años enteros, pero regresan siempre, como las corrientes invisibles que guían a las aves migratorias y, pasado el tiempo, vuelven a cerrar el círculo, como sucede con las leyendas. Ese mismo año murió Enver Hoxha, cuyo cadáver fue momificado, y subió al poder Ramiz Alia, un hombre de paja bajo la influencia de la viuda del dictador.

Poco después, una editorial italiana tradujo y publicó el canto fúnebre de Ismaíl Radjik, compuesto por una selección de más de doscientos poemas agrupados bajo el título de Los convidados de Sharré «Quede yo libre del mal y las sombras con las campanadas de la noche, cuando el resplandor de las antorchas se alce rojizo allá en los lindes…» Pero esas sombras de sus poemas funerarios no eran sólo personajes muy enraizados en la tradición popular albanesa, sino también en la propia vida real del poeta. La publicación del libro consagró a Ismaíl Radjik como uno de los grandes escritores albaneses.

Durante más de cuarenta años, Albania fue un país cerrado por una costura de hierro, completamente aislado del resto del mundo. Un Estado que se devoraba a sí mismo y que había rechazado el contacto incluso con los países comunistas vecinos, enajenado por la paranoica e implacable teoría de la conspiración extranjera. Todavía hoy la línea de costa se halla completamente sembrada de búnkers. Desde su salida del país, Ismaíl Radjik vive asilado en un pequeño pueblo del sur de Italia, en una casa rodeada de árboles frutales, manzanos, ciruelos y un algarrobo, con una mesita de madera en el patio, donde acostumbra a escribir.

Y ahora, tanto tiempo después, cuando pensaba en todo lo sucedido, la sensación más intensa resultaba ser curiosamente el cansancio. Era un poeta reconocido. Se había casado con una mujer risueña y apacible que le había dado un hijo y cierto sosiego. En primavera, al fondo del huerto se escondía un frescor muy dulce. A veces una hilera de hormigas rojas subía por el tronco de un árbol, y el niño preguntaba cosas sobre la vida de las hormigas.

– Cuando seas mayor serás entomólogo -oyó que le respondía su esposa en una ocasión.

– ¿Qué es un entomólogo? -volvió a preguntar el chiquillo.

– Los entomólogos estudian la vida de los insectos -contestó él esta vez, levantando la vista de sus escritos-: las hormigas, los saltamontes, las libélulas…

Había muchos momentos así a lo largo del día, en los que Ismaíl entornaba los ojos y se quedaba aislado dentro de sus recuerdos, como si la vida le concediese el don de volver a rebobinar una película sólo para él. Por las tardes, en otoño, el viento levantaba las esquinas de los manteles en el patio. En esa época le gustaba la ceremonia de ir colocando los membrillos en un cuenco de barro. La quietud y el peso de la fruta le causaban una sensación de serenidad. Pero con frecuencia, especialmente durante las noches, le subía a los párpados una especie de tristeza dulce o de vacío impreciso antes del sueño. Entonces evocaba el rostro de Helena, concentrado, mientras se desataba los cordones de los tenis y los dejaba junto a la puerta de la Rotonda, o cuando se tumbaba, descalza, boca abajo, con la barbilla entre las manos. No había vuelto a saber nada de ella, pero estaba seguro de poder reconocerla si volviese a encontrarla pasados muchos años, porque tenía la certeza de que su semblante reflejaría siempre, independientemente de la edad, lo que había en su interior. Mientras se hallaba sumido en estas meditaciones, Ismaíl permanecía ausente, en silencio, como si se encontrase a siglos de distancia. Después podía volver ya al mundo cotidiano con el ánimo apaciguado. Su esposa, que era una mujer terrenal, tuvo siempre la discreción o la generosidad de no preguntarle jamás dónde se encontraba su pensamiento durante esas ausencias.

Por lo demás, el placer de ver crecer a su hijo le proporcionaba a Ismaíl durante algunos instantes la sensación de estar gozando de una felicidad pequeña e intachable. Sabía siempre qué hora era por la calidad de la luz sobre los muebles a lo largo de los diferentes momentos del día y de los diversos meses del año. Distinta en invierno, antes de que las nieves llegaran a los Apeninos con un silencio de plata, o en abril, cuando afloraba la lavanda y el espliego, o en pleno verano italiano, cuyo calor semetía dentro de las piedras y lo agotaba, o en octubre, con el cielo fresco de un azul lavado, muy luminoso, a veces manchado de carmín o de oro a la puesta de sol, y de nuevo otra vez en invierno con jersey de lana y calcetines gruesos, a través de los cristales mojados y del rumor sordo de la lluvia, fatigoso como la continuidad paciente de la vida. Ismaíl asistía al transcurso de las estaciones con el mismo desprendimiento pasivo con que contemplaba su propio futuro, igual que quien acepta un regalo o algo no del todo necesario y con lo que no contaba. La impasibilidad no era en él una disposición innata, sino una actitud que había adquirido al mismo tiempo que su condición de exiliado. Nunca quiso regresar a Albania.

A principios de la década de los noventa, los cambios en los países del Este obligaron al régimen albanés a un proceso de desestalinización. Pero las transformaciones resultaron tan abruptas que el intento acabó de un modo convulso con el fraude electoral y el sonado escándalo de las pirámides financieras, que hundió al país en el caos y llevó a miles de albaneses a intentar huir del desastre en barcos abarrotados que resultaron verdaderos infiernos flotantes. Era el mes de febrero de 1997.

Entonces volvieron a oírse cosas. Aunque todo lo que se decía sobre el caso Radjik era impreciso y estaba rodeado de un aura de incertidumbre. Se hablaba de él y de una mujer, tal vez de su madre, o quizá se trataba de su amante o de la mujer de un hermano. Eran tantas y tan diferentes las versiones que se daban que parecía que no hubiese una sola mujer, sino varias, todas con similares posibilidades de provocar la desgracia. «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», escribió el poeta italiano César Pavese sin haber conocido a Helena Vorspi. Y ese mismo verso fue repetido por Ismaíl Radjik en su libro a modo de epígrafe, o quizá como una sentencia íntima dedicada a esa mujer bellísima cuyos desesperados ojos continúan mirándolo en su memoria, como lo miraron una noche en la que nadie supo ni quizá sepa nunca lo que realmente ocurrió.