Ismaíl todavía no había despegado los labios. Escuchaba en silencio, sin mover un solo músculo del rostro, con las pupilas muy concentradas. En el fondo de su expectación había un punto de recelo, como si de algún modo intuyera o vislumbrara ya adónde quería llegar Hanna.
Entonces fue cuando la niñera se decidió a reconducir la charla para ir directamente al grano. Lo hizo después de un suspiro largo, tomando impulso, pero con tiento. La tez se le había oscurecido.
Era de color mate ahora, como la madera talada, sus ojos, dos puntos diminutos y brillantes.
– Verás -empezó diciendo-, la relación de tu madre con el doctor Gjorg venía durando ya demasiado tiempo. Yo me convertí en su confidente yen su cómplice incluso. Era difícil no ceder a su entusiasmo. No sé cuántas veces traté de prevenirla y le aconsejé sensatez, pero fue inútil. Los dos se encontraban en una especie de estado de gracia, por encima de la realidad, y aunque tomaban algunas precauciones, lo cierto es que su propio enamoramiento los mantenía alejados del sentido común. ¿Sabes qué es lo que más desea una mujer cuando ama a un hombre? No me refiero a cuando lo quiere o siente simplemente simpatía hacia él, o afinidad e incluso gratitud, sino cuando lo ama de verdad, por encima de todas las cosas. -Ismaíl negó tímidamente con la cabeza-. Pues cuando se ama así a un hombre, lo que más desea una mujer es tener un hijo suyo -continuó Hanna-. No se trata de una elección sopesada, sino de una necesidad, una especie de frenesí, de locura, si quieres llamarlo así. Tu madre estaba enamorada hasta ese punto. Necesitaba tener ese amor dentro de ella para siempre. No pensó nada más, no calculó las consecuencias. ¿Y sabes lo que ocurre cuando al preparar un dulce no se calcula la cantidad de levadura que hay que ponerle? La masa se levanta como una montaña hasta que revienta, desparramándose fuera del molde. Igual ocurre en el corazón humano cuando lo inflama la pasión: se desborda. -Hanna carraspeo un poco. Cuando volvió a hablar, su voz parecía un hilo finísimo a punto de quebrarse, Al final de aquel otoño -añadió Hanna en un tono muy bajo- naciste tú.
Hanna calló de nuevo y observó a Ismaíl con sus ojos que habían visto demasiado, más de lo que hubieran querido ver, sin duda; ojos pequeños y líquidos, empañados por un velo de linfa. Se lo quedó mirando así durante un instante de silencio, con aire fatigado, las dos manos anudadas como raíces sobre el regazo de la falda.
– Zanum no imaginó nada. No en aquel momento, al menos -continuó diciendo con la voz más segura, ahora que ya había contado lo más difícil-. Tu madre seguía siendo afectuosa y solícita con él, incluso más que antes. Te preguntarás cómo conseguía aparentar ser una esposa cariñosa mientras llevaba en las entrañas un hijo de otro hombre. Te parecerá una monstruosidad, pero las cosas no son tan simples, hijo. No creas que tu madre tenía que esforzarse en fingir que quería a su marido. En realidad le tenía afecto y sentía un poco de piedad hacia él. Lo quería como se quiere a un padre o a un hermano mayor un poco pesado a veces. Te sorprenderías si supieras cuántas mujeres conciben un hijo de otro hombre dentro del matrimonio sin que ellos alberguen nunca la menor sospecha. Esas cosas han sucedido siempre, y siguen sucediendo. No, a tu madre no le costaba ser amable y bondadosa con su marido. Por lo menos al principio. Después, las cosas se complicaron, y donde a ella realmente le costaba cumplir con sus obligaciones de esposa era en la cama. Fue entonces cuando Zanum empezó a sospechar, pero ya era demasiado tarde. Uno siempre se da cuenta de todo demasiado tarde… -Y mientras hacía esta última reflexión, los ojos de la anciana volvieron a ausentarse, más diminutos aún y velados.
Ismaíl no dijo nada. En su silencio no había desconfianza, sólo espontánea y franca estupefacción. Se levantó y dio unos pasos inseguros, como si estuviera un poco desorientado. Después salió de la habitación y se dirigió a la puerta trasera de la casa.
Allí, sentado sobre el escalón de piedra, encendió un cigarrillo, arrojó la cerilla lejos y aspiró una bocanada de humo profundamente.
Hanna lo dejó ir. De la naturaleza humana había aprendido que incluso en la desolación más íntima, en el mayor extrañamiento, es necesario un tiempo de estar a solas con uno mismo antes de poder compartirlo con nadie. Así que permaneció ella también en silencio, con la frente ensombrecida, encogida dentro de su echarpe zíngaro de colores, como si sintiera frío.
XVIII
Por encima de los tejados, el cielo tenía un color pálido, levemente azufrado, pero hacia el noroeste estaba completamente negro, con unas nubes densísimas sobre las lomas que rodeaban la aldea de Ndroq y entre las peñas afiladas, que a veces destellaban con el resplandor de un relámpago cuyo estruendo llegaba retardado como el eco de una batalla lejana. Hanna se resintió un poco de los huesos al levantarse. A pesar de ser media mañana, en el exterior estaba cuajándose una penumbra propia del anochecen Encendió la luz y afianzó los batientes de la ventana. Poco después, un rayo que cayó más cerca que los demás provocó un apagón y empezó a llover con fuerza. Ismaíl entró de nuevo en la cocina, sacudiéndose el pelo mojado, y vio a Hanna a la luz de las velas conversando con el perro, que hundía el hocico entre sus pies.
– A medida que se hace viejo, las tormentas lo asustan cada vez más -dijo la anciana acariciando la cabeza del animal.
Ismaíl acercó una silla a la mesa y se sentó. Los dos permanecieron juntos, en silencio, escuchando el tiritar de los cristales, la caída del agua vertical y densa sobre la tierra del patio, los ruidos de la madera al acomodarse.
– ¿Recuerdas cuando eras pequeño y me pedías que te contara de dónde venían los truenos?
– Sí -dijo Ismaíl. Con los ojos cerrados durante un instante le pareció encontrarse de nuevo tumbado boca abajo sobre la alfombra turca de uno de los salones de lavilla, mientras Hanna le contaba la leyenda del beshabar, un viento sombrío procedente del norte del Cáucaso que al soplar por encima del mar Negro se arremolinaba enfurecido, cargando el vientre de las nubes con lanzas de plata. Entonces, mientras escuchaba a la niñera sumido en esa clase de expectación que es exclusiva de la infancia, soñaba que se hallaba a bordo de un navío, y ese sentimiento violento y lejanísimo le volvió intacto de pronto a la memoria. La casa de Hanna se había convertido ahora en un barco zarandeado al igual que las viejas galeras de cedro que cruzaban el mar Negro, calafateadas de betún y vestidas con velas de lino.
Cuando al cabo de un rato se alejó la tormenta, Ismaíl se dispuso a cambiar los fusibles y de nuevo laluz iluminó la pequeña habitación donde se encontraban.
– Hijo, no debes atormentarte más -exclamó Hanna al comprobar por el semblante de Ismaíl que todavía permanecía sumido en el desconcierto que le había provocado su confesión. Sentía compasión hacia él, pero pensaba que nadie puede ir por la vida ignorando ciertas cosas, porque hay una clase de conocimiento que las personas necesitan para entender su lugar en el mundo: saber de dónde viene uno, quién es… Así era al menos para ella, hija y nieta de campesinos húngaros. La gente humilde no oculta nada, sólo las familias importantes tienen secretos, se dijo. Pero aun así le llamaba la atención que en todo aquel tiempo a Ismaíl no le hubiese llegado el rumor por alguna vía, conociendo cómo es la gente en Albania, tan amiga de hablar-. Si lo piensas bien, todos somos hijos del azar -continuó diciéndole a Ismaíl con intención de apaciguar su ánimo-. Al fin y al cabo, nuestro padre y nuestra madre no son más que meros instrumentos de los que en un momento dado se ha servido la vida. Mírame a mí. Yo no he tenido hijos y, sin embargo, ya ves… os he tenido a vosotros, que habéis sido como mi familia. Y también el azar se ha valido de mí hace muchos años y se está valiendo ahora…