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Helena apoyó la cabeza hacia adelante, contra las rodillas flexionadas, ocultando el rostro. Hubiera deseado que sus gemidos fueran una barrera que la apartara de Ismaíl y del mundo, para que todo resultase más fácil, pero su llanto era completamente silencioso.

– No puedo más… -continuó diciendo sin variar de posición, la frente clavada en las rodillas-.Viktor sabía que estaba despierta, estoy segura. Quiso que yo lo viera hacer todo aquello quizá para avisarme de algo a su manera, para hacerme comprender, o prevenirme, no lo sé… Noté su mano en mi cintura, bajo la tela del camisón, y el inicio del acercamiento sexual, siempre empieza así… -Helena hizo una pausa. Le resultaba difícil mantener la neutralidad inicial. Parecía esperar que Ismaíl dijese alguna palabra que le hiciera más fácil continuar, pero él permaneció mudo, escuchando. Y ella prosiguió- Tenía todo el cuerpo sudoroso, su aliento estaba ardiendo, como si tuviese fiebre cuando me rozó el cuello… Va a volverse loco, ¿entiendes? Tú no lo conoces tan bien como yo. No podemos seguir con esto, ¿no te das cuenta? Se acabó. No podemos continuar. -Helena levantó la cabeza y miró a Ismaíl a los ojos directamente, sin esperanza, pero con mayor determinación de la que había puesto en ningún otro empeño en toda su vida-. Nunca más -dijo, el dedo en alto, advirtiendo, señalando.

Ismaíl no respondió nada. «Quien calla es dueño de su silencio». La última escena, que Helena acababa de relatarle escuetamente, la reprodujo en su imaginación con todo lujo de detalles: veía el cuerpo de Viktor moviéndose con violencia encima de ella, las manos fuertes apretando, acariciando, recorriendo los hombros desnudos, la fragilidad del cuello… En su mente, las imágenes estaban levemente licuadas, como si sucediesen bajo una superficie acuática, luminosa y ondulada, la transparencia de una pecera. Se giró para poder mirar a Helena a los ojos y los vio más claros por las lágrimas, impecables como un paisaje. Ni siquiera era capaz de pensar, pero deslizó sus dedos hacia la mano de ella y la encontró inerte. Estaba encerrada en sí misma, inabordable. Él sí que iba a volverse loco, de hecho se sintió enloquecer. A pesar de que notaba el cuerpo vacío tenía la sensación de J que le pesaba cada vez más. Todos sus músculos se W habían entumecido por la inmovilidad de los pensamientos fijos como puntales.

No concebía que Viktor conociese la relación que él tenía con su cuñada y no se lo hubiese manifestado. Era un comportamiento que no se correspondía con su manera de ser. Pensó que tal vez su hermano sintiese que la estaba perdiendo sin más. Existe siempre el riesgo de que a uno lo dejen de querer como lo querían en un principio, que lo contemplen de otra manera, con otros ojos, piadosos o decepcionados e irritables. Un hombre siempre se da cuenta de esas cosas. Aunque Ismaíl no podía dejar de pensar en Viktor, sin embargo, la sensación más fuerte era su necesidad absoluta de ella. No había ninguna manera de que pudiese aceptar aquella separación. Ninguna solución. Ninguna salida. A veces se quiere tanto a una persona que la única forma de soportarlo es tan definitiva y última que uno se queda paralizado ante su mero presentimiento. Matar y besar. En algunos dialectos primitivos de las montañas, las dos palabras se pronuncian de modo muy parecido. Tienen la misma raíz: ólés y ólelés.

Aquélla fue la única ocasión que estando juntos en la Rotonda no hicieron el amor, tan sólo se abrazaron. Pero ningún contacto anterior había sido tan intenso ni tan desesperado como aquel abrazo último. «Si fueras tú la tierra para mi lecho oscuro…», escribió él esa noche en su cuaderno de pastas de hule, 18 de setiembre.

Ismaíl la había tenido así en sus brazos, aprisionada, había sentido el latido violentísimo de su corazón, sus lágrimas silenciosas que le bajaban hasta el cuello y que él se inclinó para sorber con la lengua, como hacen a veces los mamíferos con sus cachorros, lamiéndoles el hocico, las orejas, los párpados, para limpiarlos o para curarlos. Lo reconfortaba sentir ese pálpito animal, la tenía cobijada bajo sus alas, como si ella fuese todavía una cría de pocos años que vivía entre riscos y que sabía imitar el gorjeo de todos los pájaros.

Amar a alguien y quedar segado por la mitad. Desde la terraza, Ismaíl veía ahora los montones de hojas rojas en sus jaulas de rejilla a lo largo del paseo, entre los cipreses. Más lejos, una bruma muy leve cubría los tejados de Tirana. Toda la maleza que Helena había arrancado formaba una pequeña pira junto a la fuente de los delfines, e Ismaíl pensó que tendría que reparar con un poco de cemento el pretil del estanque, que se había hundido precisamente por el lado que daba hacia la casa. Sería una buena excusa para aproximarse a ella. Helena encendió la hoguera y el aire del atardecer fue llenándose del olor de los rastrojos quemados, una humareda gris que subía por delante de la villa hasta la terraza de la biblioteca. Ismaíl se quedó absorto un instante antes de bajar al jardín, pensando dónde podía encontrar las herramientas para preparar la argamasa. Durante esos escasos segundos en que aspiró el olor de la fogata, su memoria olfativa se fue remontando inconscientemente a la naturaleza de los hierbajos quemados, tratando de identificar cada planta, el ajenjo, la espadaña, las ortigas recién segadas, las zarzas silvestres, el falso romero y algo más, un aroma ligeramente acre que no acababa de distinguir bien.

XX

– Ahora ya no me importaría morirme -dijo Ismaíl.

Hubiera bastado que ella hiciera un solo gesto, que dijera una palabra o que negara simplemente con la cabeza. Pero no hizo nada, únicamente se quedó quieta. Estaba de pie con una novela en la mano que acababa de sacar de uno de los estantes superiores de la biblioteca y, cuando se dio cuenta de la presencia de Ismaíl en el umbral de la puerta, se le cayó el libro al suelo. Él la vio así, con el semblante somnoliento de quien no consigue conciliar el sueño y se levanta desvelado en mitad de la noche, los brazos caídos por encima de la tela blanca del camisón, los ojos serios y graves, como si supiera de golpe lo que inevitablemente iba a suceder, los hombros cubiertos por un chal muy fino de gasa azul.

A Ismaíl ya no le importó nada, ni el lugar, ni la lamparilla encendida, ni que alguien pudiera descubrirlos, ni siquiera su propia conciencia que seiba diluyendo igual que los límites de su cuerpo mientras la abrazaba y rodaban los dos por el suelo, derribados, emboscados como dos sombras. Se buscaban y se mordían y se apretaban impacientes, como si en su interior se hubiera desatado todo el dolor y toda la rabia de un deseo largamente contenido. El día en que Helena decidió poner fin a la relación no había previsto que fuera tan difícil llevar a cabo su propósito. Ismaíl tomó un almohadón M sofá y se lo colocó a ella bajo la nuca. Después desató con los dientes la cinta que le recogía el pelo y toda su cabellera quedó derramada por la alfombra, una espesura de membrillos en otoño, aquella luz primera de la infancia.

Despeinado también él, con el rostro mojado de saliva, recorrió su cuerpo centímetro a centímetro: el empeine muy arqueado, como el de las bailarinas, los talones, la línea frágil del tobillo, el hueso un poco saliente de la rótula, una colina en el mapa del cuerpo… Le separó las piernas y se volcó ciego entre sus muslos, erguido sobre ella, sin poder soportar la impaciencia cuando ella misma entreabrió la hendidura de sus labios con los dedos para recibirlo, apremiada por una urgencia ya despojada de cualquier pudor porque tampoco ella podía resistir más aquella excitación. Ismaíl la oyó pronunciar su nombre mientras sentía su cuerpo dilatándose y contrayéndose, como el latido de una herida a un ritmo cada vez más sofocado y veloz, y se oía a sí mismo, la ebriedad de sus gemidos, las palabras dulcísimas o crudas, osadas y brutales del delirio que ni siquiera era consciente de estar pronunciando, ni sabía ya a quién de los dos pertenecía aquella voz, ni el cuerpo, ni los jadeos de placer, ni el sudor que los fundía en un desfallecimiento común. Apenas tuvo el tiempo justo de salirse de ella y derramarse a borbotones densos y tibios encima de su vientre, un rastro blanco de sal.