No fue la sorpresa de encontrar a una mujer en casa, porque su hermano Viktor ya le había comunicado la noticia de su boda con una muchacha del norte. Recordaba perfectamente la carta en la que lamentaba que no le hubieran concedido un permiso en el ejército para asistir a la ceremonia y le contaba cómo habían adornado la mansión para el convite, con guirnaldas de papel de seda por encima de las mesas, en la parte abierta del jardín. También le hablaba de la novia, que iba vestida según la costumbre montañesa con una sencilla diadema de flores y un chaleco blanco bordado por encima de la túnica, en uno de cuyos bolsillos guardaba «la bala de la dote» que mandaba la tradición. Eso decía la misiva que Ismaíl recibió en el cuartel del altiplano. Sintió sinceramente no haber podido acompañar a su hermano en la ocasión, y aquella noche, desde su garita de guardia, imaginó con nostalgia todos los detalles de la boda: las pequeñas bombillas de colores sobre la pista de baile, la música elevándose por encima de las voces y de las risas, el olor del gulasch y del membrillo al horno y de los pasteles de semillas de sésamo y leche condensada… Sin embargo, había algo más en la carta una frase, algo referente a la muchacha. Aunque quizá era una frase expresada de un modo demasiado vulgar que desagradó a Ismaíl y por eso la olvidó sin querer concederle más importancia. Fue otra cosa lo que le sucedió al ver a Helena por primera vez en el umbral de la puerta, de puntillas, descalza, con unos calcetines gruesos de color lila y un albornoz demasiado grande sobre el que le goteaban los mechones del cabello mojados como pinceles.
Lo que Ismaíl experimentó podría definirse como una profunda desazón, esa especie particular de desagrado que se siente cuando las situaciones que han permanecido estables durante mucho tiempo se alteran con la presencia de una persona extraña. Al principio, Ismaíl no podía saber en qué iba a consistir exactamente esa alteración, ni siquiera pensó en ella de un modo consciente, pero la percibió con la intuición a través de la timidez y el malestar que se iban apoderando de él. Trató de disimular su azoramiento ante ella por cortesía. Sin embargo, la incomodidad seguía ahí.
– Tú debes de ser Ismaíl -dijo Helena, sonriendo con naturalidad antes de abrazarlo. Tenía los dientes pequeños y luminosos, los dos delanteros separados por una ranura casi imperceptible. A continuación lo guió por el pasillo hacia la habitación contigua a la biblioteca, que era el cuarto que Ismaíl había compartido con su hermano durante la infancia-. No te esperábamos hasta la tarde -se disculpó al ver que el cerrojo estaba echado-. Pero aguarda un momento, en seguida traigo la llave.
Durante los escasos minutos que su cuñada tardó en bajar, Ismaíl tuvo tiempo de pensar en la superstición albanesa de dejar cerradas con llave, para siempre, las habitaciones de los muertos.
III
De niños, con luna llena, Viktor e Ismaíl leían el libro de los exploradores sobre la mesa de mármol del cenador, a la luz de una linterna, frente al sendero de cipreses que marcaba el camino hacia el jardín. Entonces, la verdadera blancura no era la de la nieve, sino la de algunas flores muy pequeñas en aquellas noches, con el calor del foco de la linterna subiéndoles por las mangas de los jerseys: el brazo de Viktor por encima del hombro de Ismaíl, las palabras pronunciadas en voz baja, el olor de la lana, las cabezas muy juntas… Los dos hermanos se parecían mucho. Tenían el mismo color de cabello, castaño claro, la frente alta y los labios carnosos, casi femeninos, heredados de su madre. Sobre el mueble de cerezo del comedor había una fotografía de ambos enmarcada. Estaban sentados en lo alto de un árbol: Viktor, apoyado contra el tronco, mostraba en la sonrisa una seguridad y un aplomo que no se correspondían con los cuatro años de diferencia que le llevaba a su hermano; aún de adulto seguía conservando ese matiz en la comisura de los labios, especialmente cuando sonreía; tenía la cabeza echada hacia atrás y miraba desde lo alto como una águila. Ismaíl parecía más torpe e inseguro, agarrado con las dos manos a una rama transversal, el cuello inmóvil y tierno, los ojos infantiles agrandados por el susto, como un cervatillo. Iban vestidos del mismo modo, con pantalones cortos de tirantes y camisas blancas, la raya de la manga perfectamente planchada. Cuando su madre vivía, acostumbraban a hacer excursiones los domingos por el monte Dajú, al sur de la capital. Corrían entre los pinos, descubrían cuevas, cazaban saltamontes. Eran dueños de un universo movido, bañado de sol, vibrante de insectos, que rezumaba un olor azucarado como el de las meriendas campestres, tumbados boca abajo en la hierba crecida… Y tenían secretos.
Entonces eran inseparables. Si uno de los dos recibía algún castigo, era el otro quien lloraba sin consuelo. No se puede explicar fácilmente una unión así, era una hermandad encarnizada que sorprendía y conmovía a todos. Si algún amigo de la familia, como el doctor Gjorg, llegaba de un viaje con regalos para los niños, ni Viktor ni Ismaíl aceptaban ningún obsequio que no pudieran compartir. No se ponían de acuerdo para actuar de esta manera, simplemente ése era el modo natural en el que ocurrían las cosas entre ambos.
En una ocasión, el regalo fue un tren con cinco vagones de color plateado, con asientos de madera, traído de la mejor tienda de antigüedades de Kiev. Las iniciales de los dos nombres aparecían grabadas en las pequeñas puertas laterales de la locomotora: V. e L, Viktor e Ismaíl. Aquel invierno nevó en Tirana, e Ismaíl no paraba de toser. El doctor Gjorg había ordenado que permaneciera en la cama. Todas las tardes, después de haber tomado sus medicinas disueltas en una tisana de hojas de eucalipto y laurel, le permitían incorporarse apoyado en el cabezal, arropado con un edredón azul celeste. En aquellos días, Viktor no se apartaba de su lado. Sobre la superficie alisada de la cama montaban el tren, que atravesaba montañas lejanas, donde unos soldados bolcheviques se habían sublevado contra el zar y avivaban un fuego que alguien había encendido junto a un puente. El prestigio del ferrocarril procedía del misterio de la distancia, una ruta fija de hierro cosida sobre la tierra, los surcos hundidos de las vías, los nombres de las estaciones, ciudades tan remotas como las que aparecían en la banda iluminada de la radio: Moscú, VIadivostok, Belgrado, Kiev… y todas aquellas capitales extranjeras que visitaba el doctor Gjorg. Ismaíl lo veía acercarse por el pasillo y le parecía uno de aquellos exploradores de los libros de aventuras, como Marco Polo o el capitán Scott, muy alto, con el pantalón abombado metido dentro de la caña de las botas y un gorro de astracán. En el hechizo de la enfermedad imaginaba que llegaba con su botiquín de campana en medio de la ventisca, entre los precipicios helados de la Antártida, caminando delante de su madre, que lo seguía con un gesto de preocupación apenas contenido en la comisura de los labios. Si se quedaba dormido y se despertaba de golpe en medio de la fiebre, lo primero que veía era el tren nuevo que Viktor había colocado cuidadosamente en su lado de la estantería, junto a otros regalos anteriores: un carrusel musical cuya cuerda estaba rota, un reloj infantil con forma de rana, una orquesta búlgara de títeres… Pero el tren era el mejor de todos los juguetes que había traído el doctor Gjorg porque encerraba una historia.
Cuando Ismaíl no tenía fuerzas para jugar, le pedía a su hermano que le contase otra vez el asalto al ferrocarril de Vologda, y entonces Viktor, desde la cama contigua, separada sólo por la distancia de una alfombra, empezaba a evocar pacientemente las hazañas de la pequeña partida de combatientes que una vez encendieron una hoguera en la nieve, mientras a lo lejos se oía ya el chirrido metálico de las ruedas contra los raíles, y así se iba durmiendo, con el arrullo de la voz que contaba en un tono muy bajo y aquel rescoldo rojo del fuego metido dentro de todo lo que era de color blanco.