– ¿Crees que los soldados bolcheviques que asaltaron el ferrocarril de Vologda llegaron alguna vez al palacio del zar? -Su voz sonaba ronca, como un susurro confidencial.
– No lo sé. Es una historia muy antigua. Ya casi no me acuerdo -le contestó Viktor, girándose hacia la pared.
Ésa fue la primera vez que Ismaíl sintió que la distancia que había ido creciendo entre ambos era algo insalvable, aunque no sabría precisar de qué incomprensiones estaba hecha.’A veces resulta imposible explicar lo que más nos importa o nos afecta, lo que nos ha conturbado el alma. En algunas ocasiones, Viktor salía con sus compañeros de la academia, iban todos juntos, con los uniformes de cadetes relumbrantes, los correajes cruzados. Ismaíl los veía partir de la villa en tropel, envalentonándose unos a otros, ahuecando la voz.
Pero fue algunos años más tarde, después de la adolescencia, cuando comenzaron los verdaderos problemas políticos para Ismaíl. La revolución cultural de principios de los setenta había encendido de nuevo en todo el país la caza de brujas contra las influencias extranjeras en el arte y la literatura. Ismaíl había empezado entonces a escribir sus primeros versos y a frecuentar un pequeño grupo, bohemio y excéntrico por sus vestimentas y sus hábitos escasamente convencionales, que solía reunirse en un reservado del hotel Adriático y en el café Fidelio. Cierto que era muy joven, pero no tanto para desconocer la naturaleza de los riesgos que determinadas actitudes podían suponer. El culto personal al dictador, Enver Hoxha, se hallaba en su momento más alto. Sólo durante el primer año de la Gran Purga el número de prisioneros políticos llegó a triplicarse. Pero no era únicamente el temor a la cárcel o al edificio de hormigón armado como una gran cripta que se alzaba al este de Tirana, cuyos sótanos medio inundados formaban auténticos laberintos con bóvedas de aljibe y corredores que conducían a otros sótanos idénticos o a galerías ciegas, sino la posibilidad fría y oficial de la muerte. Varios dirigentes políticos fueron ejecutados y hasta ex ministros y generales, como el jefe de la policía secreta y antiguo hombre de confianza del dictador. Ni siquiera los más fieles podían sentirse a salvo, menos aún los que exteriormente manifestaban cualquier tipo de disidencia. El hallazgo de los restos de un grupo de fusilados pasaba, por su propia condición tenebrosa, de las páginas de los periódicos a las conversaciones de la gente en esa forma insomne y ahogada e ininterrumpida que adopta en la conciencia colectiva la silenciosa intuición del terror: voces metálicas entre las voces, cerraduras rotas, la espesura enmarañada del cabello agarrado como en un rapto entre los dedos, tirando con las manos, el golpe del hierro contra la piedra y contra las vigas, o la fosa cercada por alambre de espino donde se oye caer lenta la primera palada de cal, una capa blanca sobre la tierra negra.
«Las grandes conquistas humanas sólo se logran con dolor y sacrificio», le dijo un día Viktor a su hermano. En su voz no había amenaza, pero tampoco había rastro ya de la antigua hermandad.
VII
Los pasos sonaban cada vez más cerca, con el característico chapoteo que provoca el calzado de goma contra el pavimento mojado, pisadas breves. Mientras los sentía aproximarse con una determinación rítmica y constante, Ismaíl se preguntaba cómo sería la sensación inmediata de morir, cuántos minutos o cuántos segundos duraría la conciencia absoluta del miedo. Acababa de asistir a una reunión clandestina con otros estudiantes en el café Fidelio, y hubiera jurado que nadie lo había visto salir. Por un instante tuvo el impulso de acelerar el paso, echar a correr, pero en seguida se dio cuenta de que sería inútil. Avanzó aún unos metros más pegado a los muros, con la inquietud en la nuca, sin avivar la marcha hasta acercarse al redondel amarillento que proyectaba el único farol de la calle. Tragó saliva, respiró hondo para darse ánimo y se volvió con brusquedad, encarándose con el hombre que lo venía siguiendo.
– ¿Me buscaba? -le espetó desafiante, pero procurando mantener una distancia de seguridad con evidente recelo, las manos algo separadas del cuerpo, todos los músculos en tensión.
– Eres Ismaíl Radjik, ¿verdad?-Ismaíl lo miró de arriba abajo antes de asentir.
Era un individuo de unos cincuenta años, más bien corpulento, con la espalda ligeramente abombada y los característicos hombros montañosos que suelen desarrollar los trabajadores de carga. Llevaba puesto un abrigo oscuro con grandes bolsillos y unas botas de agua, que sonaban como el canto de un grillo sobre el asfalto. No parecía un policía de la secreta, ni tampoco un funcionario de ningún ministerio. Pero había en él algo desagradable, quizá por efecto de la mirada, desprovista casi de pestañas, o acaso por el olor penetrante y cavernario que despedía. Sacó una punta de puro de uno de los bolsillos, la alisó un poco con los dedos y se la puso en los labios.
– Tengo una información que puede interesarte -dijo con la colilla ensalivada colgándole de la boca.
– Primero dígame quién es usted -exigió Ismaíl.
El tipo pareció meditar mientras daba una profunda calada al resto del puro, afectando esa clase de superioridad amenazadora de los que viven de excitar y sacar beneficio de la curiosidad ajena.
– Trabajo en el servicio de mantenimiento del cementerio de Sharré -respondió por fin, apartando con los dedos unas briznas de picadura que se le habían quedado adheridas al labio inferior.
Uno siempre acaba sabiendo, aunque no quiera. Aunque transcurran años y hasta décadas. Hay palabras como piedras calientes que van pesando más y más, hasta que ocupan por completo la cabeza y uno ya no puede dejar de oírlas a cada instante, aunque su significado le haya sido revelado del modo más imprevisto. Lo que Ismaíl supo por boca de aquel individuo fue algo que le causó una profunda extrañeza en el primer momento, y después una desolación íntima y definitiva. Abandonaron la calle juntos y caminaron por una zona que Ismaíl no conocía, con postes de tendido eléctrico y edificios sombríos, de ventanas pequeñas y horizontales, todos idénticos, como naves industriales, hasta llegar a una especie de plaza flanqueada por terraplenes en la apartada periferia del suroeste de la capital. Allí entraron en una taberna en la que había una gran cuba que llegaba hasta las vigas del techo y donde no había mesas, sino que los clientes bebían rakí acodados directamente en los toneles.
Bajo la luz de una bombilla mortecina, Ismaíl observó que a su interlocutor le faltaban algunos dientes, el aliento que desprendía su boca emanaba un tufo azufrado y acre. El hombre mencionó varias veces una especie de sociedad o grupo clandestino al que se refería como «La Organización». Empleaba un tono tan bajo que Ismaíl se perdía algunas palabras, y no llegó a entender si él mismo había presenciado los hechos o lo había oído contar a algún otro trabajador del cementerio, pero en cualquier caso lo explicaba como si hubiera estado allí y lo hubiera visto todo con sus propios ojos, aunque había sucedido de noche, en secreto y en la soledad que se cierne sobre las lápidas, como también de noche se había producido la muerte de Ella. Parecía que sus huesos hubieran estado destinados desde siempre a ser devorados por las tinieblas, más allá incluso de la sepultura que corresponde a todo mortal, y así se encontraría ahora, dondequiera que estuviese, doblemente muerta. Apenas la luz de una linterna había iluminado la zanja durante los minutos que duró la exhumación, distinguiéndola e individualizándola entre las inmensas parcelas repletas de hileras con nichos uniformes, según contaba aquel individuo. «¿Era extranjera verdad? -había dicho de un modo retórico, sin esperar confirmación y añadió-: Carne de desgracia.» Después se cruzó la boca con el dedo pulgar, como si quisiera suprimir la frase o acaso sellarla. El gesto le pareció a Ismaíl especialmente obsceno.