– ¿Por qué se presta a ayudarme? -le preguntó. A Kosturi no debió de gustarle la pregunta, pero no tanto por el leve recelo que expresaba como por la interrupción. Miró a Ismaíl con expresión reprobatoria.
– Digamos que tengo mis motivos -respondió-. Pero no creo que eso sea lo más importante ahora. ¿O no quieres que siga?
– Por favor -le pidió Ismaíl, acompañando su disculpa con un gesto de la mano que lo alentaba a proseguir.
– Alguien cuyo nombre no puedo revelar me ha hablado de un caso bastante extraño ocurrido en ese mismo año 1961 -continuó diciendo Kosturi, Se trata de un médico que fue detenido en Durrés a principios de setiembre, cuando intentaba negociar con un patrón de pesca el precio de un pasaje para cuatro personas hasta Brindis¡ por motivos que no pudo o no supo explicar, pero que los servicios secretos relacionaron inmediatamente con la persecución política desatada tras la ejecución del almirante Teme Sejko. Ahí fue cuando todo empezó a torcerse, se institucionalizó la práctica de los enterramientos secretos y como contrapartida surgió La Organización. -Ismaíl se removió en el asiento.
Era la segunda vez en su vida que oía mencionar la citada sociedad.
– ¿La Organización? -preguntó con evidente suspicacia, ¿Se refiere a…?
– Sí, a eso exactamente me refiero -le cortó Kosturi con cierta aprensión, sin dejarle acabar de formular la pregunta, Hemos construido un país de necrófilos, de buscadores de tumbas. Tú debías de ser muy pequeño entonces y no puedes recordarlo, pero hubo un juicio público que se retransmitió para toda la población desde el gran cine Tirana. Cientos de altavoces atronaban las plazas. Antes de que el tribunal llegara a pronunciarse, el almirante ya había sido declarado traidor como integrante de una conjura soviético-norteamericana que en realidad nunca existió. ¿En qué cabeza puede caber una conspiración conjunta de Moscú y Washington? -Kosturi movió la cabeza hacia los lados.
Sus pupilas brillaban ahora en el fondo de los ojos achicados como dos ascuas diminutas que le dibujaron instantáneamente en el rostro una expresión de desamparo senil-. Pero volvamos a lo nuestro-dijo retornando el hilo-, al parecer, el Departamento de Estado ordenó el inmediato traslado del detenido a Tirana para su interrogatorio. Pero antes de llegar a la prisión ocurrió algo raro. El convoy oficial se desvió de su ruta por alguna razón; quizá sufrió una avería o un accidente, o recibió una contraorden. El caso es que el detenido no llegó nunca a la capital. Su maletín fue encontrado en una carretera de las afueras, y en su interior había diversas pruebas inculpatorias: documentos científicos en ruso, una placa del Servicio Secreto soviético y un mapa topográfico de las montañas del Cáucaso que, sin embargo, no aparecían en el primer informe policial de la patrulla de Durrés que había efectuado la detención. La investigación pasó inmediatamente a Asuntos Especiales con el indicativo de expediente Z. Y a partir de ese momento, las referencias al caso son confusas e incluso contradictorias. Unos dicen que el sospechoso fue ejecutado en los alrededores de Tirana, otros, que fue conducido al sótano del Comité Central para ser interrogado allí personalmente por el más temido de los comisarios de Hoxha, el llamado carnicero de Gjirokastra, cuyos métodos circulaban de boca en boca por toda Albania con toda profusión de detalles escabrosos. Sin embargo, el detenido debió de resistir la tortura, o tal vez el comisario perdió los estribos antes de tiempo, ya que no llegó a firmar ningún documento inculpatorio ni reveló el nombre de las otras tres personas que debían acompañarlo en el supuesto viaje a Brindis¡. De haberlo hecho, se habrían producido más detenciones que hubieran engrosado el sumario Z. Sin embargo, este dossier es uno de los más exiguos e inconclusos de todos los abiertos por delitos de espionaje y de los que más irregularidades presenta. Además está el croquis -dijo Kosturi, pasándole a Ismaíl una hoja de papel milimetrado en la que aparecía señalizado un puente sobre el cauce de un torrente que discurría en sentido transversal a la carretera. El trazado de la vía presentaba numerosos desniveles, probablemente a causa de las torrenteras, y estaba flanqueado por colinas. A la izquierda había varias naves de tejado triangular que, a juzgar por el color verde olivo con el que aparecían sombreadas, debían de ser instalaciones del ejército. El lugar señalizado con una cruz estaba situado al pie de unas peñas, a unos dos centímetros de la base militar, lo que según la escala 1: 10 000 venía a representar sobre el terreno apenas doscientos metros.
– Conozco este lugar -dijo Ismaíl sin apartar los ojos del papel con atención grave y concentrada.
XV
Nadie puede inmiscuirse en la vida de nadie impunemente. Nadie otorga a otro su amistad o su confianza sin recibir a cambio una carga de confidencias no deseables. Pero no sólo confidencias, sino también sueños y recuerdos remotos y clausurados, como el rostro de un hombre que se inclina en silencio sobre la cena o la expresión de una esposa al mirar a sus hijos bañándose, espuma, olores, cánticos, la textura de la ropa recién planchada. Del mismo modo es cierto que tampoco nadie querría exponerse al contagio irreversible que esas confesiones conllevan sin estar de algún modo enamorado.
Lo que Ismaíl supo por boca de Helena no fue algo completamente novedoso, sin embargo, sintió que las palabras que ella había pronunciado le erizaban la piel de la nuca. Estaban en la Rotonda, sentados sobre unos almohadones turcos que habían colocado en el suelo, entre fotografías antiguas, libros de cuentos y juguetes infantiles. Ismaíl interrumpió la conversación durante el tiempo mínimo de encender un cigarrillo para ponerlo en los labios de Helena, los mismos labios de los que hacía apenas unos minutos había escuchado una revelación inconcebible que sin duda también a ella le había sido confiada con anterioridad en otro lecho de amor, porque ése es el único lugar en que los hombres y las mujeres parecen dispuestos a entregarse mutuamente todas las armas con las que quizá algún día podrán herirse. Llevaba un jersey negro de cuello vuelto que resaltaba el tono trigueño claro de su melena, más larga y ondulada que hacía unos meses. Tenía la espalda apoyada contra la cal de la pared, la luz dorada del mechero oscilando entre ambos, envueltos los dos en el aire sellado de aquel espacio circular donde no existía la sensación del paso de las horas ni acaso de los años, porque, al igual que los museos y algunas ruinas, era un lugar exento de temporalidad. Existen lugares así, estáticos, donde los vivos y los muertos se mueven como sombras parejas’ entre el eco de palabras dichas en voz muy baja, el ruido sordo de un papel rasgado, el chasquido de una cerilla al prenderse con un resplandor de azufre y otros sonidos acaso aún más enigmáticos, el inicio del movimiento del cuerpo, un gozne mal engrasado, el vuelo ciego de una polilla…
Ismaíl volvió a sentir el calor del enclaustramiento, la impaciencia de las palabras, su sonido de melodía cargada, mientras escuchaba a Helena y sedaba cuenta de los segundos transcurridos entre la simple resonancia de la voz y el significado de lo que había dicho. Tuvo que retroceder sobre sí mismo, como pisando sus propias huellas, para comprender todo el alcance de la frase.
– Ella sabía que la estaban envenenando, pero no tenía fuerzas ya para hacer nada -había dicho Helena.
Fue entonces cuando la conversación empezó a derivar inevitablemente hacia aquella noche lejana y brumosa en que al menos uno de los dos niños que estaban ocultos tras el seto del jardín oyó o creyó oír una conversación en el cenador, donde los adultos se retiraban para tomar la última copa, mientras caía la noche con una brisa ligera y punteaban ya en el cielo las primeras estrellas y el aire se iba llenando de un sonido profundo de ramaje y de bosque, el graznido de una lechuza, los ladridos de un perro, las voces alzadas en aquella mesa de mármol, incomprensibles de pronto para el niño, que se decidió, incrédulo, a levantar el cuello por encima del seto de boj, quizá con la esperanza de ahuyentar sus temores y comprobar que todo aquel revuelo se debía sólo a un malentendido, a una broma quizá, a una representación fingida, como laque suelen escenificar los actores ante el público de un teatro.