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Las viseras de los cascos alzadas, los rostros duros, apretados, lanzas de caucho levantadas sobre la multitud, golpeando salvajemente. Capotes militares en el atardecer de febrero. Fueron muchos los detenidos, los hacían subir a patadas en los furgones negros, unos encima de otros, las caras aplastadas, adheridas contra la tela metálica del furgón. Las linternas de cobalto giraban en medio del aullido de las sirenas, barriendo la plaza de un extremo a otro. Una mancha oscura en el pavimento, un cuerpo encogido, en seguida la tiniebla rayada de la lluvia y otro golpe de luz, algunos metros más allá, un paraguas destrozado con las varillas sueltas y la tela hecha jirones.

La policía, ayudada por miembros de la Sigurimi, [2] continuó la persecución en el interior de la facultad, donde se habían refugiado algunos estudiantes, corriendo por las escaleras y por las aulas, e incluso en el interior del decanato, que estaba en la última planta. Varios agentes formaron un cordón alrededor del edificio, tensos, con las piernas abiertas y los fusiles apretados contra el pecho. Dentro, el caos todavía era más patente, violentas carreras hacia los balcones, una palpitación densa donde se confundían los gritos con los golpes, remolinos, movimientos convulsos, como en el interior de una ratonera, motivados más por el instinto de supervivencia que por la lógica de la huida. Una vitrina de la biblioteca, donde se guardaban las obras* completas de Lenin, se vino abajo con un estrépito de vidrios rotos. A Ismaíl le pareció que uno de lo, guardias apostado en el corredor del primer piso lo estaba mirando como si lo reconociesen pero acaso era el nerviosismo lo que le hacía albergar estos te, mores. Consiguió escabullirse por una ventana de la secretaría y perderse detrás, entre el parterre de césped rodeado de coníferas. Se arañó la frente y se le desgarró el anorak al rozar la manga contra la arista afilada de la piedra. La lluvia escurría del cielo los últimos grises, una luz sucia que goteaba entre los árboles.

Llegó a casa empapado, sangrando, con la ropa despedazada por los empellones de la carrera. Cuando abrió la puerta corredera que daba paso al comedor, vio cómo su padre se ponía de pie apoyando las dos manos en el filo de la mesa. Un movimiento lento, silencioso, cargado de verticalidad. Se mantuvo así durante unos segundos, como un león que contempla su presa, al acecho, en una postura magnífica. Entonces, Ismaíl fue perfectamente consciente de la distancia abismal que separa el pensamiento de la palabra. Se quedó mudo. Caminó hacia la mesa donde también estaban su hermano y su cuñada sentados para la cena. Durante un instante, el silencio se le hizo sólido dentro de la cabeza, había algo compacto dentro de él. El calor de la humillación, hirviéndole en la cara COMO una fiebre. Existe esa clase de vergüenza, la vergüenza de un hombre adulto reducido al nivel de un niño incapaz de dar explicaciones ante su padre, achicado de pronto, indefenso ante él, atenazado por sus ojos inquisidores. La angustia de Ismaíl empezó a manifestarse en forma de latidos y arritmias que acrecentaban su sensación de debilidad. Hasta que el malestar estalló.

El viejo Zanum, con el cabello noblemente plateado pero con las cejas todavía negras como relámpagos, dejó caer el puño a plomo sobre la mesa, una sola vez. Su perfil de león se había transformado ahora en el de una ave de presa. La arteria del cuello, esclerótica e hinchada debajo de la camisa, le palpitaba a punto de reventar. Fue entonces cuando lo dijo. No le tembló la voz, ni dudó con las palabras. Dijo: «Más te valdría no haber pisado el mundo para acabar de la misma manera.» Su ojo derecho era una brasa viva.

No dijo más. No dijo a quién se refería, ni cuál era esa manera de acabar tan horrenda que mejor sería no haber pisado el mundo. Entró en un mutismo compacto, geométrico, como si de pronto se hubiera extraviado en el laberinto obsesivo de sus pensamientos. Pero lo que había dicho era sustancial y ya estaba pronunciado.

Viktor intentó entonces iniciar una conversación para rebajar la tensión y aliviar la carga pesadísima que su padre parecía estar soportando en silencio.

Habló de la imprudencia y de las malas compañías, pero con un tono levemente disculpatorio, quitándole hierro al asunto. Ismaíl no esperaba que interviniera en su favor, su actitud en los últimos tiempos había sido de un encumbramiento cada vez más distante. Pero lo cierto es que todavía esperaba menos el comportamiento de su cuñada.

Helena Vorspi deslizó con sigilo la mano izquierda bajo la mesa hasta encontrar la de Ismaíl. En medio de la tensión reinante, aquel gesto escueto se convirtió en un acto definitivo. Como sí le hubiese entregado un cuchillo. Ismaíl dirigió instintivamente la mirada hacia ella y lo que vio fue unos ojos que lo miraban ahora con una intensidad absoluta. Notó algo parecido al desnivel de una pendiente. Era una sensación física y violenta, como sial bajar a oscuras por una escalera, de pronto, faltase un peldaño. El vértigo de la caída libre. Pero tuvo lucidez suficiente para valorar el arrebato de lo que estaba ocurriendo. Pensaba, se repetía interiormente: «Esto es verdad.» El corazón le latía casi con dolor, expandiéndole por todo el cuerpo un temblor oleoso. Su respiración entró en un tiempo detenido en el que por un momento desaparecieron todas las barreras. Sólo existían aquellos ojos de color avellana que lo observaban con una mezcla de deslumbramiento y de confirmación, como si lo estuviesen viendo entonces por primera vez y entonces al cabo del tiempo.

Pasados unos segundos, Ismaíl desvió la mirada, incapaz de mantener su fijeza. Trató de aparentar toda la naturalidad que pudo, sin que la sombra de un gesto delatara su turbación, sin embargo, no apartó la mano. Bajo el mantel largo de hilo de damasco, la muchacha continuó acariciando su mano con una voluntad sostenida, entrelazando los dedos de Ismaíl con los suyos, sin mover tampoco un solo músculo del rostro, muy pálida, igual que si hubiera rebasado sus propios límites y no fuera ya dueña de sus actos, los ojos brillantes y afiebrados como los de un animal nocturno.

XIII

Ismaíl hubiera querido conocer uno por uno todos los lugares de la vida de Helena, los días infantiles en su aldea del Rrafsh, el gesto curioso de la niña que había crecido en aquella tierra extraña de maizales y roquedos entre rebaños de cabras, escuchando a los mayores contar historias que habían pasado a formar parte de su alma como todas las cosas que uno oye desde la cuna, antes de tener capacidad de recordar. Aun ahora, a Helena le bastaba cerrar los ojos para oír las voces de entonces, las salmodias de las oréades, de las hadas que vivían junto a los granados silvestres, las leyendas majestuosas y terribles del kanum. Todos los misterios del norte estaban comprendidos en ese mito con forma de ley, ante el cual el propio código de Hammurabi llegaba a palidecer. No en vano el Rrafshera la única región de Europa que, aunque formaba parte de un Estado, se regía por sus normas propias y centenarias que ni siquiera la férrea legislación del partido había conseguido erradicar. Voces que se mezclaban con el silbido del viento, con las campanillas de los caballos de los cortejos, con las comitivas con antorchas que se detenían antes del amanecer junto a la puerta de las casas, golpeando las aldabas a su paso, con la letanía que se transmitía de madres a hijas, generación tras generación, como si fuera una parte más del ajuar que las acompañaría la noche de bodas. Todo entraba en el mismo baúl: las enaguas, las camisas de lino y el chaleco blanco bordado en uno de cuyos bolsillos iba metida la bala de la dote, con la cual el esposo tendría derecho a matar a la mujer en caso de afrenta de honor.

Las leyes de la venganza de sangre hacía ya tiempo que no se aplicaban, pero su ritual permanecía intacto: una bala de plata envuelta en un paño de terciopelo rojo que era entregada al marido por la familia de la novia acompañada de las palabras «Bendita sea tu mano». Viktor, a pesar de ser un hombre moderno y de rechazar las manifestaciones de aquella barbarie ancestral, había querido aceptar el rito sin aprensión, como una muestra de reconocimiento hacia la que iba a convertirse en su esposa. Según aquella tradición, el honor tenía su templo en el mismo corazón donde llegado el caso podría alojarse una bala. Al final del convite, los recién casados se habían reído con complicidad y habían bromeado acerca de lo que sucedería si ella violaba la fidelidad conyugal.

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[2] Cuerpo secreto de seguridad del Estado.