Pero ¿quién podría garantizar la pureza de ese ideal?, pensaba Ismafi, cómo preservarlo si siempre había un momento, impreciso, indeterminado pero terrible, en que se operaba la transformación y comenzaba a actuar la gran maquinaria. ¿Acaso los actuales dirigentes no habían sido jóvenes rebeldes, devoradores de escritos humanitarios antes de empezar a firmar sentencias de muerte? Su propio padre, el viejo Zanum, el gran Zanum, había luchado en España contra el fascismo en las Brigadas Internacionales, después, en 1943, como partisano contra las tropas alemanas que invadieron Albania. ¿Y ahora qué? Un miembro del buró político, un todopoderoso, uno más… Ismaíl opinaba que, de todos los crímenes de la nomenklatura comunista, el más irreparable era precisamente ése, el de haberles inoculado esa prevención contra cualquier ideal, la desconfianza, el miedo a los mundos mejores, a las tierras prometidas. Apuraba un vaso de aguardiente detrás de otro, pero era incapaz de emborracharse, como si dentro de él existiera un vacío imposible de llenar.
– ¿Has conseguido averiguar algo sobre ese doctor amigo tuyo? -le preguntó VIadimir en un aparte. La luz del quinqué le hacía brillar un reflejo anaranjado y fantasmal en el cristal redondo de las gafas. Tenía las facciones muy finas, aunque su semblante era severo y obstinado.
– No -respondió Ismaíl-, pero he encontrado algunos datos quizá interesantes, aunque no sé todavía.
– Si ha estado sometido a proceso, tiene que aparecer registrado en alguna parte. Es muy extraño que tu padre nunca lo haya vuelto a mencionar, si eran tan amigos como dices. Desde luego, lo mejor sería que le preguntases a él directamente.
Ismaíl se quedó callado un momento, pero no como si estuviera meditando la sugerencia, sino que más bien era la pausa de quien se pierde en sus propias reflexiones, presumiblemente oscuras y espinosas, a juzgar por la expresión de su rostro.
– Eso es imposible -añadió, lacónico, mientras apagaba violentamente un cigarrillo en el cenicero y expulsaba el humo de golpe por la boca y la nariz, un humo denso y oscuro como la aleta deun pez.
– Bueno, tú sabrás -concedió Vladimir, echando la cara hacia atrás para apartarse de la humareda-. Pero en la hipótesis de que su caso haya sido extraoficial, el que sabe más de lo ocurrido intramuros en aquellos años es Kosturi, el funcionario del que te hablé. Deberías entrevistarte con él.
– Tampoco estoy completamente seguro de que la desaparición de Gjorg haya sido causada por razones exclusivamente políticas. Puede que sus motivos para salir del país fueran de otra índole. Recuerdo que cuando éramos pequeños viajaba mucho. Debía de tener buenos contactos en el extranjero.
– Razón de más para preocuparse tal como estaban las cosas. ¿De verdad crees que pudo simplemente irse de viaje en aquel preciso momento y no regresar?
– No. La verdad es que cada vez me parece más improbable -respondió Ismaíl, que ya había empezado a poner en duda todo lo que hasta hacía poco tiempo daba por cierto.
Los demás continuaban hablando atropelladamente, a veces subía la crispación, hasta que alguien conseguía atemperar los ánimos y de nuevo bajaban las voces, para volver a elevarse al poco rato. No acababan de ponerse de acuerdo sobre el lugar y el modo de organizar la concentración que planeaban convocar para la semana siguiente. «Tenemos que recurrir a otro tipo de acciones -argumentaba un estudiante con voz imperiosa. Los ojos relampagueantes y la incipiente perilla le daban un aspecto vagamente trotskista-. Lo único que vamos a conseguir así es más detenidos en las cárceles, más secuestros, más palizas… Hay que contestarles con sus propias armas.» «Caer en esa clase de provocaciones es entrar en su juego», le replicó desde el extremo de la mesa un muchacho muy joven que se había puesto de pie para hacerse oír. Otra vez se elevaba el tono general con propuestas y redacciones de proclamas, en las que cada cual se daba el gusto de escucharse a sí mismo, interrumpiéndose unosa otros. Alguien preguntó con cuántos comités de facultad se podía contar. Había mucho humo allí dentro. La mente de Ismaíl estaba como abotargada, perdida en sus divagaciones. Le dolía la cabeza y se sentía algo mareado, quizá había fumado demasiados cigarrillos. Sentía el galope de su propia sangre en las sienes a martillazos. Por momentos, lo asaltaban ciertos temores sentidos en otros atardeceres, sustos que se alzaban sin causa conocida o con causas antiguas y se wdos en ese estrato del inconsciente donde vagaban hombres encapuchados que caminaban entre sepulcros y sombras. Pero no alcanzaba a ver los rostros allí congregados, como si estuviera ciego o tuvieselos ojos tapados por un trapo negro o por monedas de níquel, como aquellas que, según decían, cerraban los párpados a los cadáveres que aparecían en los muladares con el rostro desencajado por el espanto.
«Una avidez de uñas arañando la tierra
y la lluvia negra del cubil de los muertos allá en el reino oscuro de Sharré,
donde habita la raíz y el tubérculo…»
A sus oídos llegaban las palabras pronunciadas en aquella asamblea, desprovistas de la vehemencia que trataban de imponerle los jóvenes oradores, pero con una sonoridad constante, como un rumor que crece y que poco a poco lo fue sacando de sus meditaciones: Europa, democracia, comisario político, propaganda, chantaje… voces ascendentes que resplandecían como antorchas en el interior de la catacumba. Finalmente, la manifestación quedó convocada para el jueves siguiente a las siete de fa tarde, ante la Facultad de Historia.
XII
Los golpes de lluvia azotaban de modo intermitente el flanco acristalado de una cabina de teléfono. Después, la humedad oscureciendo las aceras, y enseguida otra ráfaga de lluvia iluminada por unos faros muy potentes. Un coche frenó abruptamente en la esquina de la diagonal. Sonó metálico como larueda de un afilador. Nuevamente, la lluvia. Afuera se iban amontonando los ruidos de los cláxones.
Del otro lado del cristal lo que se podía ver era la fachada gris del edificio de la universidad, con algunas ventanas encendidas, grupos de estudiantes fumando en la escalinata bajo el saliente de piedra, los árboles ingrávidos y vigilantes. Alguien dio la orden de saltar demasiado pronto, el auricular del teléfono quedó descolgado, balanceándose en el extremo del cable.
Los manifestantes avanzaron en pequeños grupos desde ambos costados de la calle por las aceras, en dirección a la explanada de asfalto de la plaza, que bajo la lluvia resplandecía con un tenue brillo de charol. En un segundo ocuparon el centro de la calzada, cortando el tráfico. Al doblar en el cruce, junto a la ciudad universitaria se oyó un murmullo bisbiseante como de un millar de alas que procedía de los balcones; había allí estudiantes de todos los distritos de Albania. La calle se abarrotó en un momento, como si un grandioso complot hubiera excitado de pronto a todas las almas. Las voces tenían al principio el mismo sentido sigiloso de los pasos, pero muy pronto el gran rumor rompió en un escándalo de gritos acompasados y manos alzadas con el signo de la victoria que se encrespaban en su crecida como una marea muy densa. Todo parecía posible. Y entonces, justo en medio de la euforia de las primeras consignas, sonó una detonación procedente de la parte izquierda del edificio.
Hubo un instante de desconcierto, la gente miraba hacia todas partes sin saber qué hacer. La primera desbandada se produjo en la cabeza de la manifestación. La pancarta con el lema DEMOCRACIA Y LIBERTAD, escrito con grandes letras blancas sobre fondo rojo, quedó abandonada en el asfalto. En menos de tres minutos, los furgones de las tropas especiales tenían acordonada toda la zona, formando un semicírculo, y en ese momento ya todo era tumulto y caos, como en una batalla medieval.