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– ¿Cómo era Viktor de niño? -había preguntado ella con un deje de ternura en la voz. Y ese simple interrogante abrió una ventana por la que asomarse a la infancia de los dos niños en la villa, cuando todavía vivía la mujer M retrato y el doctor Gjorg.

La luz de la tarde entraba sesgada en la cocina, derramándose en diagonal sobre las baldosas del suelo y creaba entre ellos un espacio en semipenumbra apropiado para la confidencia. Fue entonces cuando Ismaíl rememoró en voz alta una escena ocurrida hacía mucho tiempo, durante una fiesta de cumpleaños en la parte cubierta del jardín. La primera anécdota que le vino a la cabeza para responder a la pregunta de Helena. Era el octavo aniversario de Viktor, el 12 de julio de 1958.

– Estábamos todos sentados alrededor de una mesa larga de caballete, Hanna y el doctor Gjorg, y dos matrimonios amigos de mis padres con sus hijos -dijo-. Viktor estaba en la cabecera como corresponde al homenajeado. Todo el mundo parecía muy alegre, riendo y cantando a los postres. Había helado de vainilla flambeado, recuerdo las llamas azules y amarillas. De pronto, Viktor se puso en pie y dijo que él también quería cantar una canción nueva que había aprendido en el colegio. Se descalzó, se puso de pie en el banco y subió a la mesa entre las fuentes y las velas encendidas. «Shq¡pérúé…»

»Lo hizo muy en serio. Con la mano en el corazón empezó a entonar el himno de las juventudes del partido, como si comprendiera el significado exacto de cada palabra, sin fallos, avanzando a lo largo del mantel sin volcar ni una sola copa, sin quemarse con las velas, con tanto fervor que todos se pusieron en pie emocionados y, al final, entre los aplausos, saltó triunfalmente desde la tabla a los brazos de mi padre, que tenía la vista alzada hacia él. -Ismaíl sonrió evocadoramente y añadió-: Pocas veces he visto a mi padre tan orgulloso.

Después se quedó unos minutos absorto, como si la evocación continuase horadando surcos silenciosos en el interior de su mente, donde los recuerdos no tienen principio ni final, sino que se enlazan unos con otros, formando un todo continuo, y tal vez lo que Ismaíl estaba recordando era lo sucedido justamente después de la escena que había relatado, cuando el doctor Gjorg lo había tomado a él en brazos y le había susurrado algo al oído con voz cálida, una frase de aliento al niño pequeño, demasiado pequeño quizá para que nadie reparase todavía en él. Pero las palabras que dijo las guardó Ismail para sí mismo, no se las contó a Helena, sino que cayó en el mutismo, con expresión ensombrecida, como si de pronto se le hubiera posado sobre los hombros un cansancio grávido con su exceso de lastre y de hundimiento, como el que pesa sobre algunos ancianos. Y también se acordó durante esos minutos fugaces en los que su mente permaneció abismada de la camisa que llevaba puesta Viktor, con un escudo rojo de águila sobre el corazón, y del gesto pensativo de un niño de ocho años que vigila a su hermano y que se aburre un poco de ser tan formal y al que de pronto se le avivan los ojos con una chispa, como suele sucederles a los críos ante la ocurrencia de cualquier travesura; aunque ese recuerdo quizá no perteneciese al mismo día, sino a otro anterior o posterior, ya que la nebulosa imprecisa de la memoria trastoca a menudo la secuencia de los hechos sucedidos a una edad muy temprana, confundiendo el antes y el después, lo que ha sido presenciado con lo que se ha sabido más tarde o le han contado a uno o se ha imaginado. Y seguramente el niño mayor se fija en los negros cipreses, desechándolos pronto como escondite, y ambos corren de la mano en dirección contraria a ocultarse detrás del seto demasiado crecido, agachados, con las rodillas en la tierra, mientras una criada ya entrada en años, con delantal almidonado, los busca, llamándolos por sus nombres porque es tarde y va siendo hora ya de que los niños se acuesten, y continúa voceando sus nombres con su peculiar acento húngaro, hasta que comienzan a aparecer por el cielo, en racimos, como sal, las estrellas, y anochece completamente y el jardín se va llenando de ruidos extraños: el grito de una lechuza, un sonido de ramas agitadas por el viento, los ladridos lejanos de un perro, las pisadas de alguien que corre y las voces familiares que de repente se vuelven escarpadas, como el cuarzo, irreconocibles, hirientes hasta dar miedo. Por encima de los setos se elevó entonces el fino tallo de un cuello infantil, que acaso quería saber de dónde partían aquellas palabras, qué significaban, a quién iban dirigidas, pero todo se fue llenando de sombras hasta la oscuridad total.

Exactamente igual que estaba sucediendo mientras Helena e Ismaíl conversaban en la cocina y la negrura del jardín se iba haciendo cada vez más espesa, sin que se dieran cuenta, más densa, con el único rectángulo brillante y claro de una sábana de algodón tendida en la noche, porque todas las cosas irradian vínculos entre sí. El velamen a la deriva de los recuerdos.

– ¿Te ocurre algo? -le preguntó Helena ante su prolongado silencio, acercándose a él y poniéndole una mano en el hombro.

Ismaíl encendió una cerilla en el hueco de la ventana e inhaló el olor del fósforo al acercar la llama al cigarrillo, como si necesitara la pausa de una bocanada de humo para salir de su ensoñación y retomar el hilo de la charla.

– Nada. ¿Qué habría de sucederme? -respondió, recuperando la sonrisa casual.

Sin embargo, el recuerdo había cruzado su memoria como una mariposa volando alrededor de un foco de luz. No era la primera vez que afloraba asu mente, y sabía que volvería a hacerlo en otras ocasiones. Ahora ya no podía parar, tenía los brazos metidos en el barro de la memoria hasta los codos, pero no sólo en su propia memoria infantil, quebradiza y llena de lagunas, sino también en la otra memoria, en la colectiva, la que descansa pesadamente en archivos y hemerotecas.

Durante los últimos días había intensificado su vagabundeo por estos lugares donde esperaba poder encontrar actas de las reuniones del buró político del partido, o documentos que arrojasen alguna luz sobre su incertidumbre entre los ejemplares atrasados de periódicos y revistas… Indagaba todo lo que pudiese darle alguna pista sobre el paradero del doctor Gjorg, cuya desaparición estaba seguro, ya de que tenía que deberse a motivos involuntarios. Ríos de tinta que fluían como una corriente negra y subterránea, igual que los túneles inundados por el agua que se ramificaban bajo los sótanos del Comité Central, según contaban algunos, los que habían chapoteado en su curso y lo habían recorrido en algún tramo con botas negras y los bajos del abrigo mojados rozando las paredes y una linterna que se apagaba siempre antes de llegar al final: escaleras estrechas y resbaladizas, la oscuridad del acero, un pasillo angosto al que se accedía por un montacargas interior, el chirrido del portón de hierro que se abría y se cerraba con un sonido de herraje, una ciudad entera bajo tierra.