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– ¿Y el doctor Gjorg? ¿Por qué nunca volvió avernos ni a mi padre, ni a nosotros?

En ese momento, un hombre con un guardapolvo gris y la cara tiznada de negro entró en la cocina cargando una pequeña carreta de carbón que depositó en un compartimiento bajo la cocina. Tenía la mandíbula inferior un poco caída y a Ismaíl, por alguna razón, le recordó a los antiguos faroleros taciturnos de su infancia que surgían de la bruma con una larga percha, acompañados siempre de un perro pelado por la vejez, y sobre los que circulaban oscuras leyendas para asustar a los niños.

El hombre emitió un extraño sonido gutural a modo de saludo y se quedó allí parado, como esperando algo.

Hanna se levantó apoyando las dos Manos en el borde de la mesa, visiblemente fatigada, como si su movilidad hubiera empeorado después de la charla.

– Eso, querido niño -dijo muy despacio, con entonación resignada y paciente, o quizá más que nada maternal-, eso, déjame que te lo cuente otro día, te lo ruego.

IX

Se acordó de un baúl de castaño en el que se escondió una tarde cuando tenía cuatro o cinco años, y de las voces que lo buscaban llamándolo por todas las habitaciones: Ismaíl, Ismaíl… Había permanecido allí escondido sin contestar, oliendo el aroma de la lavanda en un corpiño negro de encaje que lo tenía fascinado y que no había visto nunca antes, porque era la primera vez que exploraba las prendas íntimas de su madre: una enagua de raso, las medias de seda con costura, un abanico de madera de sándalo y un echarpe azul con flecos que estaba envuelto en papel de regalo. Pero por más que lo intentaba no conseguía acordarse con precisión del rostro ni del cuerpo que llevaba aquellas ropas, como suele suceder con aquellas imágenes que uno necesita recordar perentoriamente y se empeña en recordar a toda costa, pero que la memoria, caprichosa o selectiva, oculta tras una cinta de niebla, convirtiéndolas en una sensación vaga, como prendida de alfileres. Apenas podía retener el escorzo fugaz de una mujer muy pálida asomada a una ventana, mirando siempre hacia afuera, despidiéndose de alguien con la mano desde el balcón de la casa, quizá de algún vecino, de alguna visita que se había prolongado más de la cuenta, canturreando después risueña con el balcón entornado. Ese canto inconsciente de las mujeres que no saben que son observadas bajo su felicidad íntima y secreta, pero que alguien espía, el marido desde el otro lado de la puerta de doble hoja, o el niño escondido en un baúl que escucha y oye, pero todavía es muy pequeño para entender y para recordar la conversación con Hanna había despertado en él un afán por indagar no sólo en su memoria más remota, sino también entre los objetos y entre los papeles y los libros, buscando algún indicio no sabía muy bien de qué. Miraba en torno a él con ojos escrutadores, pero no lograba volver a establecer el vínculo antiguo con las cosas. Éstas le provocaban una emoción que nada tenía que ver con la nostalgia, sino quizá con cierta premonición difusa, como si temiese más el pasado que el futuro. Todo se había vuelto del revés y el tiempo discurría también de forma distinta, había cambiado de sentido.

Después de su regreso del servicio militar, la primera vez que Ismaíl subió al último piso de la villa por la escalerilla interior de caracol y empujó la puerta que daba acceso a la torre no se encontró ante el polvoriento paisaje de trastos arrumbados que esperaba, sino que descubrió que alguien antes que él había intentado poner cierto orden en aquel caos. Junto a la pared del fondo se hallaban apiladas varias cajas de cartón en cuyo interior permanecían cuidadosamente guardados los juguetes infantiles: el carrusel con música de concertina cuya cuerda había sido reparada; el reloj de rana que marcaba la hora exacta; la orquesta búlgara de títeres vestidos de frac que parecía estar dispuesta para comenzar un vals, y allí estaba también el tren de Vologda, con sus cinco magníficos vagones plateados y las iniciales V. I. perfectamente visibles en la puerta de la locomotora, como si una mano, indudablemente femenina, hubiera querido resguardar con esos retazos de infancia escenas que sin duda no había visto, o había visto sólo en fotografías, pero que acaso había imaginado o escuchado por boca de alguien que decidió confiarle esa intimidad, haciéndola así partícipe de los juegos y los miedos nocturnos y de todas las cosas remotas que acontecieron en aquel caserón ante los ojos medio velados de dos niños huérfanos. Las manos de algunas mujeres son curativas, poseen una disposición natural para restaurar.

Al principio, cuando llegó del campamento, Ismaíl se sentía incómodo en presencia de su cuñada. No es que tuviera nada contra ella, pero la consideraba en cierto sentido una intrusa. Había en su manera de ocupar el espacio algo vagamente amenazador, no sabía exactamente qué. A Helena le gustaba andar descalza por la casa con unos calcetines de lana, comprar plantas y dejarlas por todas las esquinas, tararear baladas antiguas. En una ocasión, Ismaíl oyó el murmullo de las ramas agitadas por el viento y le pareció el sonido de la garganta de un ave, tal vez una lechuza o una cigüeña. Después distinguió la voz de ella, que estaba entonando una melodía muy suave con la ventana de la habitación abierta. Andaba entre los libros y los tiestos como una bailarina. A veces sus miradas se cruzaban en el pasillo y entonces ella se limitaba a sonreír, bajando la cabeza. Sin embargo, no parecía una persona tímida propiamente, sino más bien ensimismada. Una vez Ismaíl la encontró sentada en la cocina, encima de un tambor de detergente, con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla entre las manos. No podía verle la cara, sólo la espalda y las mangas blancas de la camisa. Estuvo observándola un rato.

Del otro lado de la ventana había una sábana agitándose en el tendedero y su blancura era el último residuo de luz entre las sombras del atardecer.

Se veía el declive que hacía la línea del tejado por encima del pequeño invernadero de hortalizas y después el sendero de grava entre los catorce cipreses. Helena contemplaba el camino con tanta fijeza como si de un momento a otro esperase ver aparecer a alguien entre los árboles. Se mostraba tan abstraída que Ismaíl estuvo a punto de desistir una vez más de dirigirle la palabra, pero de pronto algo lo hizo cambiar de idea, tal vez le pareció demasiado joven y melancólica. Una muchacha de veinte años que busca los rincones apartados del mundo. Probó a hablar.

– Creo que has estado en la Rotonda esta tarde -dijo.

Helena separó los ojos de la ventana un momento y asintió con un movimiento leve. Llevaba puesta una vieja camisa de Viktor y unas zapatillas de tenis. No parecía muy dispuesta a conversar, sus rodillas continuaban alzadas por encima del tambor de detergente. Cuando el silencio empezaba a hacerse ya embarazoso, se volvió y dijo:

– Nunca había visto unos juguetes tan bonitos…

Entonces, Ismaíl pudo contemplar abiertamente su rostro, que tenía algo de antiguo, la piel muy pálida, los pómulos demasiado altos, cierta irregularidad a la altura de los ojos que, sin embargo, miraban sin recelo, confiados, y el cabello caído sobre los hombros en ondas trigueñas o doradas, de un oro muy viejo, como el de las máscaras de las princesas micénicas. Pero no eran sólo los rasgos, sino que había también algo remoto en su expresión, una especie de sabiduría muy antigua, de paciencia secular y neutra, casi irónica. Lo que más desconcertaba a Ismaíl era eso precisamente, su manera de mirarlo desde un cansancio indulgente, como si tuviese la capacidad de absolverlo. Quizá fue esa benevolencia la que lo animó a hablar. Y habló. Habló sin premeditación pero con detalle, porque así sucede a veces en las conversaciones más inesperadas. Hablaron durante una hora larga de cosas de las que sólo es habitual hacerlo entre hermanos o personas unidas por algún vínculo familiar muy estrecho.