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A la mañana siguiente volvió a contarme la historia de la andaluza. Creo que no había dormido. Es mi última historia, dijo. ¿Por qué va a ser tu última historia?, le dije. ¿Es que estás muerto, acaso? A veces me pones de los nervios, Arturo.

La historia de la andaluza era muy sencilla. Él la conoció cuando ella tenía dieciocho años. Eso ya lo sabía. Luego ella rompió con él, pero por carta, y a él le quedó una sensación extraña, como si en realidad nunca se hubiera acabado su relación. Cada cierto tiempo la llamaba por teléfono. Así pasaron los años. Cada uno hacía su vida, cada uno se las apañaba como podía. Arturo conoció a otra mujer, se enamoró de ella, se casaron, tuvieron un hijo, se separaron. Después Arturo enfermó. Estuvo al borde de la muerte: varias pancreatitis, el hígado hecho puré, el colon ulcerado. Un día llamó a la andaluza. Hacía mucho que no la llamaba y ese día, tal vez porque estaba muy mal y se sentía triste, la llamó. La tía no estaba en aquel teléfono, ya habían pasado muchos años y él tuvo que buscarla. No tardó en hallar su nuevo número y en hablar con ella. La tía cerda estaba más o menos como él, en el mejor de los casos. El diálogo volvió a empezar. Parecía como si no hubiera pasado el tiempo. Arturo viajó al sur. Estaba convaleciente, pero decidió viajar y verla. Ella se hallaba más o menos en una situación parecida, no tenía ninguna dolencia física, pero cuando Arturo llegó estaba de baja por problemas nerviosos. Según la tía, se estaba volviendo loca, veía ratas, escuchaba los pasitos de las ratas en las paredes de su piso, tenía sueños horribles o no podía dormir, detestaba salir a la calle. Ella también estaba separada. Ella también había tenido un matrimonio desastroso y amantes desastrosos. Se soportaron durante una semana. Aquella vez, cuando Arturo volvió a Cataluña, el Talgo estuvo a punto de descarrilar. Según Arturo, el maquinista paró en medio del campo y los revisores se bajaron y estuvieron recorriendo la vía hasta que encontraron una lámina suelta, una parte del suelo del tren que se estaba cayendo. Yo francamente no me explico cómo no se dieron cuenta antes. O Arturo lo explica muy mal o todos los trabajadores de aquel tren iban borrachos. El único viajero que se bajó y estuvo recorriendo la vía, según explica Arturo, fue él. Tal vez en ese momento, mientras los revisores buscaban la lámina o la plancha suelta de la panza del tren, él empezó a volverse loco y a pensar en la fuga. Pero lo peor viene después: al cabo de cinco días de estar en Cataluña Arturo empezó a pensar en volver o empezó a darse cuenta de que no le quedaba más remedio que volver. Durante esos días hablaba con la andaluza por lo menos una vez al día y a veces hasta siete veces. Generalmente discutían. Otras veces se decían cuánto se echaban de menos. Gastó una fortuna en teléfono. Finalmente, cuando aún no había pasado una semana, se subió a otro tren y regresó. El resultado de este último viaje, por más que Arturo lo endulce, fue igual de desastroso que el primero o mucho peor. De lo único que estaba seguro era de su amor por la jodida andaluza. Entonces se enfermó y regresó a Cataluña o la andaluza lo echó o él ya no la aguantó más y decidió volver o lo que sea, pero el caso es que estaba muy enfermo y la tía lo dejó subir al tren con más de cuarenta de fiebre, algo que yo no hubiera hecho, Arturo, le dije, ni siquiera con un enemigo, aunque enemigos no tengo. Y él me dijo: teníamos que separarnos, nos estábamos devorando. Menos lobos, le contesté. Esa tía nunca te ha querido. A esa tía le falta un tornillo y eso te debe parecer bonito, pero quererte, lo que se dice quererte, nunca te ha querido. Y otro día, cuando me lo volví a encontrar en la barra de La Sirena, le dije: lo tuyo es tu hijo y tu salud. Preocúpate de tu hijo y preocúpate de tu salud, tío, y pasa de todas estas historias. Parece difícil creer que un tipo tan inteligente sea al mismo tiempo tan tonto.

Después estuve en un campeonato de culturismo, un campeonato menor, en La Bisbal, en donde quedé segunda, lo que me dio una gran alegría, y me lié con un tal Juanma Pacheco, un sevillano que trabajaba de portero en la discoteca donde se hizo el campeonato y que durante una época también había sido culturista. Cuando volví a Malgrat Arturo no estaba. Encontré una nota clavada en su puerta en donde me avisaba que iba a estar tres días fuera. No decía en dónde pero yo me figuré que se había ido a ver a su hijo. Más tarde, pensándolo mejor, me di cuenta que para ver a su hijo no necesitaba estar tres días fuera. Cuando volvió, al cabo de cuatro días, parecía más feliz que nunca. No quise preguntarle en dónde había estado y él no me lo dijo. Simplemente apareció una noche por La Sirena y empezamos a hablar como si nos acabáramos de ver. Se quedó en el pub hasta que cerramos y luego nos fuimos caminando hasta casa. Yo tenía ganas de hablar y sugerí que nos fuéramos a tomar unas copas al bar de unos amigos, pero él dijo que prefería irse a casa. De todas maneras, no nos dimos prisa en llegar, a esa hora ya casi no queda gente en el Paseo Marítimo y la noche es agradable, con la brisa que viene del mar y la música que sale de los pocos locales que aún están abiertos. Yo tenía ganas de hablar y le conté lo de Juanma Pacheco. ¿Qué te parece?, le dije cuando acabé. Tiene un nombre simpático, dijo. En realidad se llama Juan Manuel, dije yo. Lo supongo, dijo. Creo que estoy enamorada, dije yo. Él encendió un cigarrillo y se sentó en un banco del Paseo. Yo me senté a su lado y seguí hablando, en ese momento incluso comprendía o me parecía comprender todas las locuras de Arturo, las que había hecho y la que estaba a punto de hacer, a mí también me hubiera gustado irme a África aquella noche mientras mirábamos el mar y las luces que se veían a lo lejos, las barquitas de los palangraneros; me sentía capaz de todo y sobre todo me sentía capaz de huir muy lejos. Me gustaría que hubiera una tormenta, dije. No insistas, dijo él, en cualquier momento puede ponerse a llover. Me reí. ¿Qué has hecho en estos días?, le pregunté. Nada, dijo, pensar, ver películas. ¿Qué película has visto? El resplandor, dijo él. Qué horror de película, dije, hace años que la vi y me costó dormirme. Yo también la vi hace muchos años, dijo Arturo, y me pasé una noche sin dormir. Es una película estupenda, dije. Es muy buena, dijo él. Nos quedamos en silencio durante un rato, mirando el mar. No había luna y las luces de los botes de pesca ya no estaban. ¿Te acuerdas de la novela que escribía Torrance?, dijo de pronto Arturo. ¿Qué Torrance?, dije yo. El malo de la película, el de El resplandor, Jack Nicholson. Sí, el hijo de puta estaba escribiendo una novela, dije, aunque la verdad es que apenas lo recordaba. Más de quinientas páginas, dijo Arturo, y escupió hacia la playa. Nunca lo había visto escupir. Perdona, estoy mal del estómago, dijo. Tú tranquilo, dije yo. Llevaba más de quinientas páginas y sólo había repetido una única frase hasta el infinito, de todas las maneras posibles, en mayúsculas, en minúsculas, a dos columnas, subrayadas, siempre la misma frase, nada más. ¿Y qué frase era ésa? ¿No la recuerdas? No, no me acuerdo, tengo una memoria fatal, sólo me acuerdo del hacha y que el niño y su madre se salvan al final de la película. No por mucho madrugar amanece más temprano, dijo Arturo. Estaba loco, dije y en ese momento dejé de mirar el mar y busqué la cara de Arturo, a mi lado, y parecía a punto de derrumbarse. Puede que fuera una buena novela, dijo. No me asustes, dije yo, ¿cómo va a ser una buena novela algo en donde sólo se repite una única frase? Es como faltarle el respeto al lector, la vida ya tiene suficiente mierda por sí misma como para que encima compres un libro en donde sólo se dice «no por mucho madrugar amanece más temprano», es como si yo sirviera té en lugar de whisky, una estafa y una falta de respeto, ¿no crees? Tu sentido común me apabulla, Teresa, dijo él. ¿Tú has echado una mirada a lo que escribo?, preguntó. Yo sólo entro a tu cuarto cuando me invitas, le mentí. Después me contó un sueño o tal vez fue a la mañana siguiente, mientras yo hacía mis ejercicios diarios y él me contemplaba sentado a la mesa, con su infusión de manzanilla y su cara de no haber dormido en una semana entera.