Изменить стиль страницы

Esa tarde, al acabar mi turno, fui a buscarlo y le dije que saliéramos a dar una vuelta. Dijo que prefería quedarse en casa trabajando. Te invito a tomar una copa, le dije. Me dio las gracias y dijo que no. A la mañana siguiente desayunamos juntos. Estaba haciendo mis ejercicios y preguntándome en dónde se habría metido porque ya eran las siete y cuarenta y cinco y aún no salía. Yo cuando me pongo a hacer ejercicios generalmente dejo que mi mente vague en completa libertad. Al principio pienso en algo determinado, como mi trabajo o mis competiciones, pero luego la cabeza me empieza a funcionar de forma independiente y lo mismo puedo pensar en mi infancia que en lo que voy a hacer de aquí a un año. Aquella mañana estaba pensando en Manoli Salabert, que allí donde se presentaba ganaba todo lo que había que ganar, y me estaba preguntando cómo se lo montaba la Manoli para que eso ocurriera, cuando de pronto oí su puerta que se abría y al poco rato su voz preguntándome si quería té. Claro que quiero té, le dije. Cuando lo trajo me levanté y me senté a la mesa con él. Esa vez estuvimos como dos horas hablando, hasta las nueve y media, en que yo tenía que salir disparada rumbo al pub La Sirena porque el encargado, que es amigo, me había pedido que arreglara un asunto con las señoras de la limpieza. Hablamos de todo un poco. Le pregunté qué era lo que hacía. Dijo que un libro. Le pregunté si se trataba de un libro de amor. No supo qué responderme. Volví a preguntárselo y dijo que no sabía. Si no lo sabes tú, majo, le dije, quién coño lo va a saber. O tal vez eso se lo dije por la noche, cuando ya había más confianza entre nosotros. En cualquier caso el tema del amor era uno de los temas que a mí me gustaban y estuvimos hablando de eso hasta que tuve que marcharme. Le dije que yo podía contarle algunas cosas sobre el amor. Que había estado liada con el Nani, el campeón de culturismo de la provincia de Girona y que después de esa experiencia me sentía capacitada para dar cátedra. Me preguntó cuánto hacía que ya no salía con él. Unos cuatro meses, aproximadamente, le dije. ¿Él te dejó a ti?, dijo. Sí, admití, él me dejó. Pero tú ahora sales con Pepe, dijo. Le expliqué que Pepe era una buena persona, un pan de Dios, incapaz de hacerle daño a una mosca. Pero no es lo mismo, dije. Arturo tenía una costumbre que no sé si considerar buena o mala. Escuchaba y no tomaba partido. A mí me gusta que la gente exprese sus opiniones, aunque éstas me sean contrarias. Una tarde lo invité a venir a La Sirena. Dijo que no bebía y que por lo tanto era un poco gilipollas meterse en un pub. Te prepararé una infusión, le dije. No fue y ya no volví a invitarlo. Soy hospitalaria y simpática, pero no me gusta hacerme empalagosa.

Poco después, sin embargo, apareció por el pub y yo misma le preparé su infusión de manzanilla. Desde entonces iba cada día. Rosita, la otra camarera, pensó que entre él y yo había algo. Cuando me lo dijo me dio risa. Lo pensé durante un rato y luego me dio más risa. ¡Cómo podía haber algo entre Arturo y yo! Pero luego, sin que viniera a cuento, volví a pensarlo y supe que quería ser su amiga. Hasta entonces yo sólo había tratado a dos sudamericanos, bastante desagradables por lo demás, y no tenía ganas de repetir. Y a ningún novelista. Éste era sudamericano y escritor y yo descubrí que quería ser su amiga. Además que es mejor compartir el piso con un amigo que con un desconocido. Pero no era por razones prácticas que quería ser su amiga. Simplemente así lo sentía y no me preguntaba por qué. Él también necesitaba a alguien, de eso me di cuenta enseguida. Una mañana le pedí que me contara algo de él. Siempre era yo la que hablaba. Aquella vez no me contó nada, pero me dijo que le preguntara lo que quisiera. Supe que había vivido cerca de Malgrat y que hacía poco había dejado su casa. No me dijo por qué. Supe que estaba divorciado y que tenía un hijo. Su hijo vivía en Arenys de Mar. Una vez a la semana, los sábados, lo iba a ver. A veces tomábamos el tren juntos. Yo iba a Barcelona, a ver a Pepe o a las amigas y amigos del gimnasio Muscle y él iba a Arenys a ver a su hijo. Una noche, mientras se tomaba su infusión de manzanilla en La Sirena, le pregunté qué edad tenía. Más de cuarenta, dijo, aunque no los representaba, yo le hubiera echado treintaicinco a lo más, eso fue lo que le dije. Después, sin que él me lo preguntara, le dije mi edad. Treintaicinco años. Entonces él me sonrió con una sonrisa que a mí no me gustaba nada de nada. Una sonrisita de acomplejado o de indiferente. Bueno, una sonrisa que no me gustaba. Yo soy básicamente una luchadora. Intento ver el lado positivo de la vida. Las cosas no tienen por qué ser necesariamente malas o inevitables. Aquella noche, después de su sonrisa, le dije, no sé por qué, que yo no tenía hijos aunque me hubiera encantado, ni había estado casada, ni tenía mucho dinero, eso ya se veía, pero que creía que la vida podía ser una cosa bonita, guapa, y que en la vida había que intentar ser feliz. No sé por qué le dije todas esas chorradas. Me arrepentí de inmediato. Él, por supuesto, sólo dijo claro, claro, como si hablara con una tonta. En cualquier caso: hablábamos. Cada vez más. Por las mañanas, durante los desayunos, y por las noches, cuando él se acercaba a La Sirena, concluida ya su jornada laboral. O durante un alto de su jornada laboral, porque los escritores al parecer siempre están trabajando: entre sueños recuerdo haber escuchado el tecleo de su máquina a las cuatro de la mañana. Y hablábamos de todo. Una vez, mientras me observaba levantar pesas, me preguntó por qué me había dedicado al culturismo. Pues porque me gusta, le contesté. ¿Desde cuándo?, dijo él. Desde que tenía quince años, le dije. ¿No te parece bien? ¿No te parece femenino? ¿Te parece anormal? No, dijo, pero no abundan las chicas así. Vaya, a veces, de verdad, me sacaba de mis casillas. Hubiera debido contestarle que yo no era una chica sino una mujer, en lugar de eso le dije que cada vez había más mujeres que se dedicaban a esto. Después, no sé por qué, le conté aquella vez que Pepe me propuso unas actuaciones en Gramanet, hacía dos veranos, en una discoteca de Gramanet. A todos nos pusieron un nombre artístico. A mí me pusieron la Sansona. Tenía que hacer figuras en el estrado de las go-go girls y también tenía que levantar unas pesas. Eso era todo. Pero a mí no me gustó el nombre. Yo no soy ninguna Sansona, soy Teresa Solsona Ribot, punto. Pero era una oportunidad, no pagaban mal y Pepe dijo que podía aparecer cualquier noche un tipo que trabajaba buscando modelos para las revistas especializadas. Al final no apareció nadie y si apareció yo no me enteré. Sin embargo era un trabajo y lo hice. ¿Qué es lo que no te gustaba de ese trabajo?, me preguntó. Bueno, contesté tras pensarlo un rato, lo que no me gustaba era el nombre artístico que me dieron. No es que esté en contra de los nombres artísticos, pero yo pienso que si alguien decide ponerse otro nombre también tiene el derecho a elegirlo. Yo nunca me hubiera puesto la Sansona. No me veo como una Sansona. El nombre es cutre, hortera, en fin, yo no lo hubiera elegido. ¿Y qué nombre hubieras elegido? Kim, le dije. ¿Por Kim Bassinger?, dijo él. Sabía que me iba a decir eso. No, le dije, por Kim Chizevsky. ¿Y quién es Kim Chizevsky? Pues una campeona de este deporte, le dije.

Esa noche, más tarde, le enseñé un álbum de fotos que tenía en donde salía Kim Chizevsky y Lenda Murray, que es perfecta, y Sue Price y Laura Creavalle y Debbie Muggli y Michele Ralabate y Natalia Murnikoviene, y luego salimos a pasear por Malgrat, lástima que no tuviéramos coche porque si no nos hubiéramos ido a otro sitio, a alguna discoteca de Lloret, por ejemplo, en Lloret conozco a mucha gente, bueno, en todas partes conozco a mucha gente. Ya lo he dicho: soy sociable, estoy predispuesta a la felicidad, ¿y dónde está la felicidad sino en la gente? En fin, así nos fuimos haciendo amigos. Ésa es la palabra. Nos respetábamos y cada uno hacía su vida, pero cada día hablábamos más. Es decir, se fue haciendo una costumbre hablar. Generalmente era yo la que empezaba, no sé por qué, tal vez porque él era escritor. Y después, democráticamente, seguía él. Me enteré de muchas cosas de su vida. Su mujer lo había dejado, adoraba a su hijo, en una época había tenido muchos amigos pero ya casi no le quedaba ninguno. Una noche me dijo que había tenido un lío con una tía en Andalucía. Lo escuché pacientemente y luego le dije que la vida es larga y que hay muchas mujeres en el mundo. Ahí tuvimos nuestra primera divergencia importante. Él dijo que no: que para él no había muchas y después me citó un poema que le rogué me lo escribiera en una hoja de mi libreta de comandas para aprendérmelo de memoria. El poema era de un francés. Decía más o menos que la carne era triste y que él, el poeta que escribió el poema, ya había leído todos los libros. No sé qué pensar, le dije, yo he leído muy poco, pero me parece imposible, de todas maneras, que alguien, por mucho que lea, pueda leer todos los libros del mundo, que me imagino deben ser muchísimos. No digo todos los libros, los buenos y los malos, sino sólo los buenos. ¡Deben ser muchísimos! ¡Como para pasarse las veinticuatro horas del día leyendo! Y no digamos los malos, que deben ser muchos más que los buenos y que, como todo en la vida, alguno debe haber que sea bueno y que merezca ser leído. Y luego nos pusimos a hablar de la «carne triste», ¿qué quería decir con eso? ¿Que ya había follado con todas las mujeres del mundo? ¿Que así como había leído todos los libros se había acostado con todas las mujeres del mundo? Perdona, Arturo, le dije, pero ese poema es una auténtica chorrada. Ni una cosa ni la otra es posible. Y él se puso a reír, se ve que le hacía gracia hablar conmigo, y dijo que sí era posible. No, le dije, no es posible, el que escribió eso es un fantasma. Seguro que se acostó con muy pocas tías, eso seguro. Y seguro que tampoco leyó tantos libros como presume. Me hubiera gustado decirle unas cuantas verdades más, pero era difícil mantener el hilo pues yo tenía que salir de la barra a cada rato a atender al público. Arturo estaba sentado en un taburete y cuando yo salía miraba su espalda o su cuello, pobrecito, o le buscaba la cara en la luna de los estantes de botellas. Y después yo terminé mi turno, aquel día salí a las tres de la mañana, y nos fuimos caminando a casa, en algún momento le sugerí que nos metiéramos en un after que está en la carretera de la costa, pero él dijo que tenía sueño, así que nos fuimos a casa, y mientras caminábamos le pregunté, como si le siguiera la corriente, qué había que hacer después de leerlo todo y acostarse con todas, según el poeta francés, claro, y él dijo viajar, irse, y yo le dije pues tú por no viajar ni siquiera vas a Pineda, y él no me contestó nada.