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Llegamos al Parque Hundido. Eso está claro. Nos internamos en el parque y nos sentamos en el mismo banco de siempre, al amparo de un árbol grande y frondoso aunque yo supongo que igual de enfermo que todos los árboles del DF. Y entonces don Octavio, en vez de dejarme sola en el banco como había sucedido en las ocasiones precedentes, me preguntó si había realizado su encargo del día anterior y yo le dije sí, don Octavio, hice una lista con muchísimos nombres y él se sonrió y me preguntó si había memorizado esos nombres y yo lo miré como preguntándole si me estaba tomando el pelo o no y saqué la lista de mi bolso y se la mostré y él dijo: Clarita, averigüe quién es ese muchacho. Eso fue lo que me dijo. Y yo me levanté como una idiota y me puse a esperar al desconocido y para entretener la espera me puse a caminar hasta que me di cuenta que estaba repitiendo el trayecto de don Octavio en los dos días precedentes y entonces me quedé inmóvil, sin atreverme a mirarlo, con la vista clavada en el lugar por donde debía aparecer el desconocido cuya identidad debía averiguar. Y el desconocido apareció, a la misma hora que las dos veces anteriores, y se puso a pasear. Y entonces yo ya no quise dilatar más el asunto y lo abordé y le pregunté quién era y él dijo soy Ulises Lima, poeta real visceralista, el penúltimo poeta real visceralista que queda en México, tal cual, y la verdad, qué quieren que les diga, su nombre no me sonaba de nada, aunque la noche anterior, por orden de don Octavio, había estado consultando índices de más de diez antologías de poesía reciente y no tan reciente, entre ellas la famosa antología de Zarco en donde están censados más de quinientos poetas jóvenes. Pero su nombre no me sonaba para nada. Y entonces le dije: ¿sabe usted quién es el señor que está sentado allí? Y él dijo: sí, lo sé. Y yo le dije (debía asegurarme): ¿quién? Y él dijo: es Octavio Paz. Y yo le dije: ¿quiere venir a sentarse con él un ratito? Y él se encogió de hombros o hizo un gesto parecido que interpreté como afirmación y ambos nos encaminamos al banco desde donde don Octavio seguía interesadísimo todos nuestros movimientos. Al llegar junto a él me pareció que no estaría de más hacer una presentación formal, así que dije: don Octavio Paz, el poeta real visceralista Ulises Lima. Y entonces don Octavio, al tiempo que invitaba al tal Lima a tomar asiento, dijo: real visceralista, real visceralista (como si el nombre le sonara de algo), ¿no fue ése el grupo poético de Cesárea Tinajero? Y el tal Lima se sentó junto a don Octavio y suspiró o hizo un ruido raro con los pulmones y dijo sí, así se llamaba el grupo de Cesárea Tinajero. Durante un minuto o algo así estuvieron callados, mirándose. Un minuto bastante insoportable, si he de ser sincera. A lo lejos, bajo unos arbustos, vi aparecer a dos vagabundos. Creo que me puse un poco nerviosa y eso me hizo tener la mala ocurrencia de preguntarle a don Octavio qué grupo era ése y si él los había conocido. Lo mismo hubiera podido hacer un comentario sobre el tiempo. Y entonces don Octavio me miró con esos ojos tan bonitos que tiene y me dijo Clarita, para cuando los real visceralistas yo apenas tenía diez años, esto ocurrió allá por 1924, ¿no?, dijo dirigiéndose al tal Lima. Y éste dijo sí, más o menos, por los años veinte, pero lo dijo con tanta tristeza en la voz, con tanta… emoción, o sentimiento, que yo pensé que nunca más iba a escuchar una voz más triste. Creo que hasta me mareé. Los ojos de don Octavio y la voz del desconocido y la mañana y el Parque Hundido, un lugar tan vulgar, ¿verdad?, tan deteriorado, me hirieron, no sé de qué manera, en lo más hondo. Así que los dejé que conversaran tranquilos y me alejé unos cuantos metros, hasta el banco más próximo, con la excusa de que debía estudiar la agenda del día, y de paso me llevé la lista que había hecho con los nombres de las últimas generaciones de poetas mexicanos y la repasé del primero hasta el último, no estaba en ninguna parte Ulises Lima, puedo asegurarlo. ¿Cuánto rato conversaron? No mucho. Desde donde yo estaba se adivinaba, eso sí, que fue una conversación distendida, serena, tolerante. Después el poeta Ulises Lima se levantó, le estrechó la mano a don Octavio y se marchó. Lo vi alejarse en dirección a una de las salidas del parque. Los vagabundos que había visto en los matorrales y que ahora eran tres se acercaban a nosotros. Vamonos, Clarita, oí que me decía don Octavio.

Al día siguiente, tal como esperaba, no fuimos al Parque Hundido. Don Octavio se levantó a las diez de la mañana y estuvo preparando un artículo que debía publicar en el próximo número de su revista. En algún momento me entraron ganas de preguntarle más cosas sobre nuestra pequeña aventura de tres días, pero algo en mi interior (mi sentido común, probablemente) me hizo desistir de la idea. Las cosas habían ocurrido tal como habían ocurrido y si yo, que era el único testigo, no sabía lo que había pasado, lo mejor era que siguiera en la ignorancia. Una semana después, aproximadamente, él se marchó con la señora para una serie de conferencias que debía pronunciar en una universidad norteamericana. Yo, por supuesto, no los acompañé. Una mañana, cuando él aún no había regresado, fui al Parque Hundido con la esperanza o con el temor de ver aparecer otra vez a Ulises Lima. Esta vez la única diferencia fue que no me puse a la vista de nadie sino más bien oculta tras unos arbustos, con una visión perfecta, eso sí, del claro en donde se encontraron por primera vez don Octavio y el desconocido. Los primeros minutos de espera mi corazón iba a cien. Estaba helada y sin embargo, al tocarme las mejillas la impresión que tenía era de que de un momento a otro la cara me iba a explotar. Después vino la desilusión y cuando me marché del parque, a eso de las diez de la mañana, podría afirmarse que incluso me sentía feliz, aunque no me pregunten por qué pues no sabría decirlo.

María Teresa Solsona Ribot, gimnasio Jordi's Gym, calle Josep Tarradellas, Malgrat, Cataluña, diciembre de 1995. La historia es triste, pero cuando la recuerdo me pongo a reír. Yo necesitaba alquilar una de las habitaciones de mi piso y él fue el primero en llegar y aunque a mí los sudamericanos me producen un poquito de desconfianza, él me pareció más bien una buena persona y lo acepté. Me pagó dos meses por adelantado y se encerró en su habitación. Yo por aquel entonces estaba en todos los campeonatos y exhibiciones de Cataluña y también tenía un trabajo de camarera en el pub La Sirena, que está en la zona turística de Malgrat, junto al mar. Cuando le pregunté qué hacía me dijo que era escritor y no sé por qué a mí se me pasó por la cabeza que debía de trabajar en algún periódico y yo por entonces digamos que tenía una debilidad especial por los periodistas. Así que decidí portarme muy bien y la primera noche que pasó en mi casa fui hasta su habitación, llamé a la puerta y lo invité a cenar conmigo y con Pepe en un bar paquistaní. En ese bar Pepe y yo, por supuesto, no comíamos nada, una ensalada o algo así, pero éramos amigos del dueño, el señor John, y eso da un cierto prestigio.

Esa noche supe que no trabajaba en ningún periódico sino que escribía novelas. A Pepe eso le entusiasmó porque Pepe es un fanático de las novelas de misterio y estuvieron hablando bastante. Yo, mientras tanto, iba probando mi ensalada y lo miraba mientras hablaba o escuchaba a Pepe y me hacía la composición de su personalidad. Comía con apetito y era educado, eso de primera. Luego, conforme más lo observabas, iban apareciendo otras cosas, cosas que se escapaban como esos peces que se acercan a la orilla del mar, cuando el agua no te cubre y ves cosas oscuras (más oscuras que el agua) y muy rápidas que pasan cerca de tus piernas.

Al día siguiente Pepe se marchó a Barcelona a competir en el Míster Olimpia Catalán y ya no volvió. Esa misma mañana, muy temprano, él y yo nos encontramos en la sala mientras hacía mis ejercicios. Cada día los hago. En temporada alta, a primera hora, porque entonces tengo menos tiempo y debo aprovechar el día al máximo. Así que allí estaba yo, en la sala, haciendo flexiones en el suelo, y él aparece y me dice buenos días, Teresa, y luego entra en el baño, creo que yo ni le contesté o le contesté con un gruñido, no estoy acostumbrada a que me interrumpan, y luego oí nuevamente sus pasos, la puerta del baño o de la cocina que se cierra y poco después escuché que me preguntaba si quería tomar un té. Le dije que sí y durante un rato nos quedamos mirándonos. Me pareció que nunca había visto a una mujer como yo. ¿Quieres hacer un poco de ejercicio?, le dije. Se lo dije por decir, claro. Tenía mala cara y ya estaba fumando. Tal como esperaba, me dijo que no. A la gente sólo le empieza a interesar su salud cuando está en el hospital. Dejó una taza de té sobre la mesa y se encerró en su habitación. Poco después sentí el tecleo de su máquina de escribir. Aquel día ya no nos volvimos a ver. A la mañana siguiente, sin embargo, otra vez apareció en la sala a eso de las seis de la mañana y se ofreció a prepararme el desayuno. Yo a esa hora no como ni bebo nada, pero me dio, no sé, pena decirle que no, así que dejé que me preparara otro té y de paso que sacara de un aparador de la cocina unos potes de Amino Ultra y de Burner que debía haber tomado la noche anterior y que había olvidado hacerlo. ¿Qué, le dije, nunca habías visto a una tía como yo? No, dijo él, nunca. Era bastante sincero, pero de esa sinceridad que tú no sabes si sentirte ofendida o halagada.