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Todo un detalle, sí señor.

A partir de entonces nos vimos cada día y a veces lo invitaba a comer y otras veces me invitaba él a cenar, salía barato, no era una persona que comiera mucho, se tomaba por las mañanas su infusioncita de manzanilla y cuando no había manzanilla pedía tila o menta o la hierba que hubiera a mano, no probaba el café ni el té y no comía nada que estuviera frito, parecía un musulmán, no probaba ni el cerdo ni el alcohol y siempre llevaba un montón de pastillas consigo. Che Belano, le dije un día, pero si pareces una botica ambulante, y él se rió como sin ganas, como si dijera no me embromes, Urenda, que no estoy para esas macanas. En el aspecto mujeres, que yo sepa, se arreglaba de lo más bien solo. Una noche Joe Rademacher, el periodista norteamericano, nos invitó a varios de nosotros a un baile en el barrio de Para para celebrar el fin de su misión en Angola. El baile era en la parte de atrás de una casa particular, en un patio de tierra apisonada, y las hembritas abundaban que daba gusto. Como hombres modernos, todos llevábamos nuestras provisiones de preservativos bien surtidas, menos Belano, que se unió al grupo a última hora debido más que nada a mi insistencia. No les voy a decir que no bailó porque la verdad es que sí bailó, pero cuando le pregunté si tenía condones o si quería que yo le pasara alguno de los míos, él se negó en redondo y me dijo: Urenda, yo no preciso de esos artilugios o algo que sonaba parecido, por lo que presumo que se limitó a bailar.

Cuando volví a París él se quedó en Luanda. Tenía pensado ir hacia el interior, en donde aún pululaban las bandas armadas e incontroladas. Antes de marcharme tuvimos una última conversación. Su historia era bastante incoherente. Por un lado saqué la conclusión de que la vida no le importaba nada, de que había conseguido el trabajo para tener una muerte bonita, una muerte fuera de lo normal, una imbecilidad de ese estilo, ya se sabe que mi generación leyó a Marx y a Rimbaud hasta que se le revolvieron las tripas (no es una disculpa, no es una disculpa en el sentido que ustedes creen, para el caso no se trata de juzgar las lecturas). Pero por otro lado, y esto resultaba paradójico, él se cuidaba, se tomaba cada día religiosamente sus pastillitas, una vez lo acompañé a una botica de Luanda buscando algo que se pareciera al Ursochol, que es ácido ursodeoxicólico y que era lo que más o menos le mantenía abierto su colédoco esclerosado o algo así, y Belano en estas lides se comportaba más bien como si su salud le importara mucho, yo lo vi meterse en la botica hablando un portugués del infierno, lo vi revisar las estanterías, primero por orden alfabético y luego al azar, y cuando salimos, sin el condenado ácido ursodeoxicólico, yo le dije che Belano, no te preocupes (pues le vi en la cara una sombra del demonio), yo te lo mando apenas llegue a París, y entonces él me dijo: sólo se consigue con receta médica, y yo me puse a reír y pensé este compadre tiene ganas de vivir, qué va a querer morirse.

Pero de todas maneras el asunto no estaba tan claro. Necesitaba medicinas. Eso era un hecho. No sólo Ursochol, sino también Mesalazina, y Omeprazol, y las dos primeras eran de toma diaria, cuatro pastillas de Mesalazina para su colon ulcerado y seis de ácido ursodeoxicólico para su colédoco esclerosado. Del Omeprazol podía prescindir, ésas las tomaba no sé si por una úlcera duodenal o una úlcera gástrica o una esofagitis por reflujo, en cualquier caso no las tomaba a diario. Lo curioso del caso, a ver si me siguen, es que él se preocupaba por tener sus medicinas, se preocupaba por no comer nada que le fuera a provocar una pancreatitis, había tenido tres, no en Angola, en Europa, si las llega a tener en Angola se muere seguro, se preocupaba por su salud, digo, y sin embargo cuando hablamos, digamos cuando hablamos de hombre a hombre, suena horrible pero ése es el nombre de ese tipo de conversación crepuscular, me dejó entender que estaba allí para hacerse matar, que supongo no es lo mismo que estar allí para matarte o para suicidarte, el matiz está en que no te tomas la molestia de hacerlo tú mismo, aunque en el fondo es igual de siniestro.

Al volver a París se lo conté a mi mujer, Simone, una francesa, y ella me preguntó cómo era el tal Belano, me dijo que se lo describiera físicamente sin ahorrarle detalles, y luego dijo que lo entendía. ¿Pero cómo puedes entenderlo? Yo no lo entendía. Fue la segunda noche después de mi llegada, estábamos en la cama, con las luces apagadas y entonces se lo conté. ¿Y las medicinas, las has comprado?, dijo Simone. No, todavía no. Pues cómpralas mañana mismo y mándaselas de inmediato. Lo haré, le dije, pero seguía pensando que la historia cojeaba por alguna parte, en África uno siempre se encuentra con historias raras. ¿Tú crees que es posible que alguien viaje a un lugar tan remoto buscando la muerte?, le pregunté a mi mujer. Es perfectamente posible, dijo ella. ¿Incluso en un tipo de cuarenta años?, dije yo. Si tiene un espíritu aventurero, es perfectamente posible, dijo mi mujer que siempre ha tenido una veta un poco romántica, algo raro en una parisina, que más bien son pragmáticas y ahorrativas. Así que le compré las medicinas, se las envié a Luanda y poco después recibí una postal en donde me daba las gracias.

Calculé que con lo que le había mandado tenía para veinte días. ¿Qué iba a hacer después? Supuse que volvería a Europa o que se moriría en Angola. Y me olvidé del asunto.

Meses después lo volví a ver en el Grand Hotel de Kigali, en donde yo paraba y adonde él iba cada cierto tiempo a utilizar el fax. Nos saludamos efusivamente. Le pregunté si seguía trabajando para el mismo periódico madrileño y me dijo que sí, aunque ahora lo simultaneaba con colaboraciones para un par de revistas sudamericanas, lo que engrosaba ligeramente sus emolumentos. Ya no quería morir, pero tampoco tenía dinero para volver a Cataluña. Aquella noche cenamos juntos en la casa donde vivía (Belano nunca se alojaba en hoteles, como los demás periodistas extranjeros, sino en casas particulares en donde solía alquilar por poco dinero un cuarto o una cama o un rincón en donde echarse a dormir) y hablamos de Angola. Me contó que había estado en Huambo, que había recorrido el río Cuanza, que había estado en Cuito Cuanavale y en Uige, que sus artículos tenían un cierto éxito y que había llegado a Ruanda viajando por tierra (algo en principio casi imposible, tanto por los accidentes geográficos como por la situación política), primero desde Luanda a Kinshasa y desde allí, unas veces por el río Congo y otras veces por las inhóspitas pistas forestales, hasta Kisangani, y luego hasta Kigali, en total más de treinta días viajando sin parar. Cuando terminó de hablar no supe si creerle o no creerle. En principio es increíble. Además, lo contaba con una media sonrisa que predisponía a no creerle.

Le pregunté por su salud. Dijo que en Angola estuvo enfermo durante un tiempo, diarreas, pero que ya estaba bien. Yo le dije que mis fotos se vendían cada vez mejor y que si quería, y ésta vez creo que se lo dije en serio, le podía prestar dinero, pero él no quiso ni oír hablar de eso. Después, como quien no quiere la cosa, le pregunté por la gran muerte buscada y me dijo que ahora le daba risa pensar en eso y que la gran muerte de verdad, la más-más o la menos-menos, ya la iba a ver yo personalmente al día siguiente. Estaba, cómo diré, cambiado. Podía pasar días enteros sin tomar sus pastillas y no se le veía nervioso. Aunque cuando lo vi estaba contento porque acababa de recibir medicinas desde Barcelona. ¿Quién te las envió?, le pregunté, ¿una mujer? No, un amigo, me dijo, un tal Iñaki Echavarne con el que una vez tuve un duelo. ¿Una pelea?, dije. No, un duelo, dijo Belano. ¿Y quién gano? No sé si yo lo maté a él o él me mató a mí, dijo Belano. ¡Fantástico!, le dije. Sí, fantástico, dijo él.

Por lo demás era notorio que dominaba o empezaba a dominar el ambiente, algo que yo nunca he conseguido, y que objetivamente es una meta que sólo está al alcance de los corresponsales de los grandes medios, de la gente superrespaldada y de unos pocos free-lancer que suplen la falta de dinero con amistades múltiples y con una sabiduría especial para moverse por el espacio africano.