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Vamos a palmarla, dijo el francés. Lo dijo con simpatía, así que yo le hice notar que los disparos hacía mucho que habían cesado y que probablemente quienes nos tendieron la emboscada eran pocos, tal vez un par de bandidos tan asustados como nosotros. Mierda, dijo el francés, esta aldea está vacía. Sólo entonces me di cuenta de que no había nadie más en la plaza y comprendí que eso no era nada normal y que al francés no le faltaba razón. No tuve miedo sino rabia.

Me bajé del coche y oriné largamente sobre la pared más cercana. Luego me acerqué al Chevy, le eché una mirada al motor y no vi nada que nos impidiera salir de allí tal como habíamos entrado. Tomé varias fotos del pobre Luigi. El francés y el chofer me miraban sin decir nada. Después Jean-Pierre, como si se lo hubiera pensado mucho, me pidió que le tomara una foto a él. Cumplí su orden sin hacerme de rogar. Lo fotografíe a él y al chofer y luego le pedí al chofer que nos fotografiara a Jean-Pierre y a mí, y luego le dije a Jean-Pierre que me fotografiara junto a Luigi, pero se negó aduciendo que aquello ya era el colmo del morbo y la amistad que empezaba a crecer entre nosotros volvió a resquebrajarse. Creo que lo insulté. Creo que él me insultó. Después los dos volvimos a entrar al Chevy, Jean-Pierre junto al chofer y yo junto a Luigi. Debimos de estar allí más de una hora. Durante ese tiempo Jean-Pierre y yo propusimos en varias ocasiones la conveniencia de olvidarnos del cocinero y largarnos del pueblo con viento fresco, pero el chofer se mostró inflexible a nuestros argumentos.

Creo que en algún momento de la espera caí en un sueño breve y agitado, pero sueño al fin y al cabo, y probablemente soñé con Luigi y con un dolor de muelas inmenso. El dolor era peor que la certeza de la muerte del italiano. Cuando desperté, cubierto de transpiración, vi a Jean-Pierre que dormía con la cabeza reclinada en el hombro de nuestro chofer mientras éste fumaba otro cigarrillo con la vista clavada al frente, en el amarillo mortuorio de la plaza desierta, y el fusil cruzado sobre las rodillas.

Finalmente apareció nuestro guía.

Junto a él caminaba una mujer flaca que al principio tomamos por su madre pero que resultó ser su esposa y un niño de unos ocho años, vestido con una camisa roja y unos pantalones cortos de color azul. Vamos a tener que dejar a Luigi, dijo Jean-Pierre, no hay sitio para todos. Durante unos minutos estuvimos discutiendo. El guía y el chofer estaban de parte de Jean-Pierre y finalmente tuve que transigir. Me colgué las cámaras de Luigi en el cuello y vacié sus bolsillos. Entre el chofer y yo lo bajamos del Chevy y lo pusimos a la sombra de una especie de toldo de paja. La mujer del guía dijo algo en su idioma, era la primera vez que hablaba, y Jean-Pierre se la quedó mirando y le pidió al cocinero que tradujera. Éste al principio se mostró reacio, pero luego dijo que su mujer había dicho que era mejor meter el cadáver en el interior de cualquiera de las casas que rodeaban la plaza. ¿Por qué?, preguntamos al unísono Jean-Pierre y yo. La mujer, aunque estragada, tenía una presencia de reina, tanta era o nos pareció en aquel momento su quietud y su serenidad. Porque allí se lo comerán los perros, dijo señalando el sitio del cadáver con un dedo. Jean-Pierre y yo nos miramos y nos reímos, claro, dijo el francés, cómo no se nos había ocurrido, normal. Así que volvimos a levantar el cadáver de Luigi y mientras el chofer abría a patadas la puerta que le pareció más frágil, nosotros introdujimos el cadáver en una habitación de suelo de tierra, en donde se amontonaban esterillas y cajas de cartón vacías y cuyo olor nos resultó a tal grado insoportable que dejamos al italiano tirado y salimos tan rápido como nos fue posible.

Cuando el chofer puso en marcha el Chevy todos dimos un salto, menos los viejos que nos seguían mirando desde el alero. ¿Por dónde vamos?, dijo Jean-Pierre. El chofer hizo un gesto que quería decir que no lo molestáramos o que no lo sabía. Por otro camino, dijo el guía. Sólo en ese momento me fijé en el niño: se había abrazado a las piernas de su padre y estaba dormido. Vamos por donde ellos digan, le dije a Jean-Pierre.

Durante un rato vagamos por las desiertas calles de la aldea. Cuando salimos de la plaza nos internamos por una calle recta, luego torcimos a la izquierda y el Chevy avanzó muy despacio, casi rozando las paredes de las casas, los aleros de los tejados de paja, hasta salir a una explanada en la que se veía un gran galpón de zinc, de un solo piso, grande como un almacén industrial y en cuyo frontispicio pudimos leer «CE-RE-PA, Ltd.», en grandes letras rojas, y en la parte inferior: «fábrica de juguetes, Black Creek amp; Brownsville». Este pueblo de mierda se llama Brownsville, no Black Creek, oí que decía Jean-Pierre. El chofer, el guía y yo disentimos sin desviar nuestra mirada del galpón. El pueblo era Black Creek, Brownsville debía de estar un poco más al este, pero Jean-Pierre incomprensiblemente siguió diciendo que estábamos en Brownsville y no en Black Creek como era el trato. El Chevy atravesó la explanada y se internó por un camino que discurría a través de un bosque cerrado. Ahora sí que estamos en África, le dije a Jean-Pierre, tratando vanamente de insuflarle ánimo, pero éste sólo me contestó algo incongruente referido a la fábrica de juguetes que habíamos dejado atrás.

El viaje sólo duró quince minutos. El Chevy se detuvo tres veces y el chofer dijo que el motor, con suerte, sólo tenía vida para llegar a Brownsville. Brownsville, como no tardaríamos en saber, apenas eran unas treinta casas en un claro. Llegamos después de atravesar cuatro colinas peladas. El pueblo, como Black Creek, estaba semidesierto. Nuestro Chevy, con la palabra «prensa» escrita en el parabrisas, llamó la atención de los únicos habitantes que nos hicieron señas desde la puerta de una casa de madera, alargada como un taller, la más grande del pueblo. Dos tipos armados aparecieron en el umbral y se pusieron a gritarnos. El coche se detuvo a unos cincuenta metros y el chofer y el guía bajaron a parlamentar. Mientras avanzaban hacia la casa recuerdo que Jean-Pierre me dijo que si queríamos salvarnos teníamos que correr hacia el bosque. Yo le pregunté a la mujer quiénes eran los hombres. Ella dijo que mandingas. El niño dormía con la cabeza apoyada en su regazo y un hilillo de saliva se le escurría de entre los labios. Le dije a Jean-Pierre que, al menos en teoría, estábamos entre amigos. El francés me dio una respuesta sarcástica, pero yo noté físicamente cómo la tranquilidad (una tranquilidad líquida) se esparcía por cada arruga de su rostro. Lo recuerdo y me siento mal, pero entonces me sentí bien. El guía y el chofer se reían con los desconocidos. Después salieron tres tipos más de la casa alargada, también armados hasta los dientes, que se nos quedaron mirando mientras el guía y el chofer volvían al coche acompañados de los dos primeros. Sonaron unos balazos lejanos y Jean-Pierre y yo agachamos la cabeza. Después me levanté, salí del coche y los saludé y uno de los negros me saludó y el otro apenas me miró ocupado como estaba en levantar el capó del Chevy y revisar el motor irremisiblemente muerto y entonces yo pensé que no nos iban a matar y miré hacia la casa alargada y vi a seis o siete hombres armados y entre ellos vi a dos tipos blancos que caminaban hacia nosotros. Uno de ellos tenía barba y llevaba dos cámaras en bandolera, uno de la profesión, como resultaba fácil deducir, aunque en ese momento, todavía lejos de mí, yo desconocía la fama que precedía en todas partes a ese colega, es decir, conocía, como todos en la profesión, su nombre y sus trabajos, pero nunca lo había visto en persona, ni siquiera en fotografía. El otro era Arturo Belano.

Soy Jacobo Urenda, le dije temblando, no sé si te acuerdas de mí.

Se acordaba. Cómo no se iba a acordar. Pero yo entonces lo vi tan fuera de este mundo que dudé que se acordara de nada, y menos de mí. Con esto no quiero decir exactamente que estuviera muy cambiado, de hecho no estaba nada cambiado, era el mismo tipo que yo había visto en Luanda y en Kigali, tal vez el que había cambiado era yo, no sé, lo cierto es que pensé que nada podía ser igual que antes y eso incluía a Belano y su memoria. Por un momento mis nervios casi me traicionaron. Creo que Belano se dio cuenta y me palmeó la espalda y luego dijo mi nombre. Después nos estrechamos las manos. Las mías, lo noté con horror, estaban sucias de sangre. Las de Belano, y esto también lo percibí con una sensación parecida al horror, estaban inmaculadas.