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Le presenté a Jean-Pierre y él me presentó al fotógrafo. Era Emilio López Lobo, el fotógrafo madrileño de la agencia Magnum, uno de los mitos vivientes del gremio. No sé si Jean-Pierre había oído hablar de él (Jean-Pierre Boisson, del Paris-Match, dijo Jean-Pierre sin inmutarse, por lo que es presumible que no lo conociera o que en las circunstancias en las que nos hallábamos le importara un rábano conocer a tan eminente figura), yo sí, yo soy fotógrafo y para nosotros López Lobo era como Don DeLillo para los escritores, un fotógrafo magnífico, un cazador de instantáneas de primera página, un aventurero, un tipo que había ganado en Europa todos los premios posibles y que había fotografiado todas las formas de la estupidez y de la desidia humanas. Cuando me tocó a mí estrechar su mano, dije: Jacobo Urenda, de la agencia La Luna, y López Lobo sonrió. Era muy flaco, debía de andar por los cuarenta y tantos, como todos nosotros, y parecía bebido o agotado o a punto de volverse loco, o las tres cosas a la vez.

En el interior de la casa se congregaban soldados y civiles. Resultaba difícil distinguirlos a primera vista. El olor ahí era agridulce y húmedo, olor a expectación y a cansancio. Mi primer impulso fue salir a respirar un aire menos viciado, pero Belano me informó que era mejor no exhibirse con demasía, en las colinas había tiradores krahn apostados que podían volarnos la cabeza. Por suerte para nosotros, pero eso lo supe después, no soportaban estar todo el día al acecho y además no tenían buena puntería.

La casa, dos habitaciones alargadas, exhibía como único mobiliario tres largas hileras de estanterías irregulares, algunas de metal y otras de madera, todas vacías. El suelo era de tierra apisonada. Belano me explicó la situación en que estábamos. Según los soldados, los krahn que rodeaban Brownsville y los que nos habían atacado en Black Creek eran la avanzadilla de la fuerza del general Kensey que estaba posicionando a su gente para asaltar Kakata y Harbel y luego marchar hacia los barrios de Monrovia que aún dominaba Roosevelt Johnson. Los soldados pensaban salir a la mañana siguiente rumbo a Thomas Creek en donde, según decían, había un grupo de hombres de Tim Early, uno de los generales de Taylor. El plan de los soldados, como no tardamos en convenir Belano y yo, era inviable y desesperado. Si era verdad que Kensey estaba reagrupando a su gente en la zona, los soldados mandingos no iban a tener ni una sola oportunidad de regresar con los suyos. El plan de los civiles, que parecían estar liderados por una mujer, algo inusual en África, era considerablemente mejor. Algunos pensaban quedarse en Brownsville y esperar los acontecimientos. Otros, la mayoría, pensaban marchar hacia el noroeste con la mujer mandingo, cruzar el Saint Paul y alcanzar la carretera de Brewerville. El plan, en lo que concernía a los civiles, no era descabellado, aunque en Monrovia había oído hablar de matanzas en la carretera que une Brewerville con Bopolu. La zona letal, sin embargo, estaba más al este, más cerca de Bopolu que de Brewerville. Después de escucharlos, Belano, Jean-Pierre y yo decidimos irnos con ellos. Si lográbamos llegar a Brewerville, según Belano, estaríamos salvados. Nos aguardaba una caminata de unos veinte kilómetros a través de antiguas plantaciones de caucho y de selva tropical, amén de cruzar un río, pero para cuando arribáramos a la carretera estaríamos a sólo diez kilómetros de Brewerville y ya allí a sólo 25 kilómetros de Monrovia por una carretera que seguramente aún seguiría en manos de los soldados de Taylor. Partiríamos a la mañana siguiente, poco después de que los soldados mandingos salieran en dirección contraria a enfrentarse con una muerte segura.

Aquella noche no dormí.

Primero hablé con Belano, después estuve un rato hablando con nuestro guía y después volví a hablar con Arturo y con López Lobo. Eso debió ocurrir entre las diez y las once y ya entonces era difícil moverse por aquella casa sumida en la más estricta oscuridad, una oscuridad sólo rota por el rescoldo de los cigarrillos que algunos fumaban para aplacar el miedo y el insomnio. En la puerta abierta vi las sombras de dos soldados que hacían guardia acuclillados y que no se volvieron cuando yo me aproximé a ellos. También vi las estrellas y la silueta de las colinas y volví a recordar mi infancia. Debe de ser porque asocio mi infancia con el campo. Después regresé hacia el fondo de la casa, tanteando las estanterías, pero no encontré mi lugar. Serían las doce cuando encendí un cigarrillo y me dispuse a quedarme dormido. Sé que estaba contento (o que creía que estaba contento) porque al día siguiente emprenderíamos el regreso a Monrovia. Sé que estaba contento porque me encontraba en medio de una aventura y me sentía vivo. Así que me puse a pensar en mi mujer y en mi casa y luego me puse a pensar en Belano, en lo bien que lo había visto, la buena pinta que tenía, mejor que en Angola, cuando quería morirse y mejor que en Kigali, cuando ya no quería morirse pero tampoco podía largarse de este continente dejado de la mano de Dios, y cuando acabé el cigarrillo saqué otro, éste sí que el último, y para darme ánimos hasta me puse a tararear muy bajito, ¡o mentalmente!, una canción de Atahualpa Yupanqui, Dios mío, Atahualpa Yupanqui, y sólo entonces comprendí que estaba nerviosísimo y que lo que me hacía falta, si es que quería dormirme, era hablar con alguien, y entonces me levanté y di unos pasos a ciegas, primero un silencio mortal (pensé, durante una fracción de segundo, que todos estábamos muertos, que la esperanza que nos mantenía era sólo una ilusión y tuve el impulso de salir huyendo desaforadamente de aquella casa que apestaba), después oí el ruido de los ronquidos, los murmullos apenas audibles de los que aún estaban despiertos y conversaban en la oscuridad en lengua gio o mano, en lengua mandinga o krahn, en inglés, en español.

Todas las lenguas, entonces, me parecieron aborrecibles.

Decirlo ahora, lo sé, es un despropósito. Todas las lenguas, todos los murmullos sólo una forma vicaria de preservar durante un tiempo azaroso nuestra identidad. En fin, la verdad es que no sé por qué me parecieron aborrecibles, tal vez porque de forma absurda estaba perdido en alguna parte de aquellas dos habitaciones tan largas, porque estaba perdido en una región que no conocía, en un país que no conocía, en un continente que no conocía, en un planeta alargado y extraño, o tal vez porque sabía que debía dormir y no podía. Y entonces tanteé en busca de la pared y me senté en el suelo y abrí los ojos desmesuradamente tratando de ver algo, sin conseguirlo, y luego me ovillé en el suelo y cerré los ojos y le rogué a Dios (en el que no creo) que no me fuera a enfermar, que mañana me esperaba una larga caminata, y después me quedé dormido.

Cuando desperté debía de faltar poco para las cuatro de la mañana.

A unos metros de donde me hallaba Belano y López Lobo estaban hablando. Vi la lumbre de sus cigarrillos, mi primer impulso fue levantarme, acercarme a ellos para compartir la incertidumbre de lo que el día siguiente nos traería, sumarme aunque fuera gateando o de rodillas a las dos sombras que entreveía detrás de los cigarrillos. Pero no lo hice. Algo en el tono de sus voces me lo impidió, algo en la disposición de las sombras, a veces densas, achaparradas, belicosas, y a veces fraccionadas, desintegradas, como si los cuerpos que las proyectaban ya hubieran desaparecido.

Así que me contuve y me hice el dormido y escuché.

López Lobo y Belano hablaron hasta poco antes de que amaneciera. Transcribir lo que se dijeron es de alguna manera desvirtuar lo que yo sentí mientras los escuchaba.

Primero hablaron de los nombres de la gente y dijeron cosas incomprensibles, parecían las voces de dos conspiradores o de dos gladiadores, hablaban bajito y estaban de acuerdo en casi todo, aunque la voz cantante la llevaba Belano y sus argumentos (que escuché fragmentados, como si en el interior de aquella casa alargada una corriente de sonido o unos paneles interpuestos al azar me privaran de la mitad de lo que decían) eran de naturaleza provocadora, sin pulir, imperdonable llamarse López Lobo, imperdonable llamarse Belano, cosas de ese estilo, aunque puede que me equivoque y el tema de la conversación estuviera en las antípodas. Después hablaron de otras cosas: nombres de ciudades, nombres de mujeres, títulos de libros. Belano dijo: todos tenemos miedo de naufragar. Después se quedó callado y sólo entonces me di cuenta que López Lobo casi no había hablado y que Belano había hablado demasiado. Por un instante pensé que se iban a dormir, me dispuse a hacer lo mismo, me dolían todos los huesos, el día había sido abrumador. Justo en ese momento volví a sentir sus voces.