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Fue como dormir, fue como soñar, fue como reencontrar mi verdadera naturaleza de gigante. Cuando desperté me encaminé a casa de mi hija dispuesto a sostener con ella una larga conversación paterno-filial. Posiblemente había estado durante mucho tiempo sin hablar con ella, sin escuchar sus miedos, sus preocupaciones, sus dudas. Pro peccato magno paulum supplicii satis est patri. Aquella noche nos fuimos a cenar a un buen restaurante de la calle Provenza y aunque sólo hablamos de literatura el gigante que había en mí se comportó tal como yo esperaba: elegante, ameno, comprensivo, lleno de proyectos, ilusionado por la vida. Al día siguiente visité a mi hija menor y la llevé en coche hasta La Floresta, a casa de una amiga. El gigante condujo con prudencia y habló con humor. Al despedirnos mi hija me dio un beso en la mejilla.

Era sólo el principio pero ya empezaba a sentir en mi interior, en la balsa ardiendo que era mi cerebro, los efectos lenitivos de mi nueva actitud. Homo totiens moritur quotiens emittit suos. Quería a mis hijas, sabía que había estado a punto de perderlas. Tal vez, pensé, han estado demasiado solas, demasiado tiempo con su madre, una mujer acomodaticia y más bien propensa al abandono de la carne y ahora es necesario que el gigante se muestre, les demuestre que está vivo y que piensa en ellas, sólo eso, algo tan sencillo que me daba rabia (o tal vez sólo pena) no haberlo hecho antes. Por lo demás, la llegada del gigante no sólo contribuyó a mejorar la relación con mis hijas. En el trato diario con los clientes del bufete empecé a notar un cambio evidente: el gigante no tenía miedo de nada, era audaz, se le ocurrían de forma instantánea los artificios más inesperados, podía transitar sin temor alguno por los vericuetos y recovecos legales con los ojos cerrados y sin sombra de vacilación. Ya no digamos en el trato con los literatos. Allí el gigante, me di cuenta con verdadero placer, era excelso, majestuoso, una montaña de sonidos y de dicterios, una afirmación y una negación constantes, una fuente de vida.

Dejé de espiar a mi hija y a su desdichado amante. Odero, si potero. Si non, invitus amabo. Contra Belano, sin embargo, cayó todo el peso de mi autoridad. Recobré la paz. Fue la mejor época de mi vida.

Ahora pienso en los poemas que pude haber escrito y no escribí y me dan ganas de reír y de llorar al mismo tiempo. Pero entonces no pensaba en los poemas que podía escribir: los escribía, creía que los escribía. Por aquella época publiqué un libro: conseguí que me lo editara una de las editoriales más prestigiosas del momento. Por supuesto, yo corrí con todos los gastos, ellos sólo imprimieron el libro y lo distribuyeron. Quantum quisque sua nummorum servat in arca, tantum habet ei fidei. El gigante no se preocupaba por dinero, al contrario, lo hacía circular, lo distribuía, ejercía su soberanía sobre él, tal como corresponde a un gigante, sin miedo y sin pudor.

Sobre el dinero, naturalmente, tengo recuerdos imborrables. Recuerdos que brillan como un borracho bajo la lluvia o como un enfermo bajo la lluvia. Sé que hubo un tiempo en que mi dinero fue el leit-motiv de bromas y de chanzas. Vilius argentum est auro, virtutibus aurum. Sé que hubo un tiempo, al principio de la singladura de mi revista, en que mis jóvenes colaboradores se reían de la procedencia de mi capital. Pagas a los poetas, se dijo, con el oro que te entregan los financieros deshonestos, los banqueros desfalcadores, los narcotraficantes, los asesinos de mujeres y de niños, los que lavan dinero, los políticos corruptos. Pero yo no me molestaba en responder a los infundios. Plus augmentantur rumores, quando negantur. Alguien tiene que defender a los asesinos, alguien tiene que defender a los deshonestos, a los que se quieren divorciar y no tienen ganas de que su mujer se quede con todo su capital, alguien tiene que defenderlos. Y mi bufete los defendía a todos y el gigante a todos los absolvía y les cobraba el precio justo. Ésa es la democracia, imbéciles, les decía, aprendan. Para lo bueno y para lo malo. Y con el dinero ganado no me compré un yate sino que fundé una revista de literatura. Y aunque yo sabía que ese dinero quemaba las conciencias de algunos jovencísimos poetas de Barcelona y de Madrid, cuando tenía un rato libre me acercaba a ellos, por detrás, silenciosamente, y les tocaba la espalda con la punta de mis dedos que exhibían una manicura perfecta (no como ahora, que hasta por las uñas estoy sangrando) y les decía al oído: non olet. No huele. Las monedas ganadas en los mingitorios de Barcelona y de Madrid no huelen. Las monedas ganadas en los retretes de Zaragoza no huelen. Las monedas ganadas en los albañales de Bilbao no huelen. Y si huelen sólo huelen a dinero. Sólo huelen a lo que el gigante sueñe hacer con su dinero. Entonces los jovencísimos poetas comprendieron y asintieron, aunque tal vez sin darse cuenta del todo de lo que había querido decirles, de la espantosa y eterna lección que había pretendido introducir en sus cabezas de chorlitos. Y si hubo uno que no entendiera, cosa que dudo, cuando vio sus textos publicados, cuando olió las páginas recién impresas, cuando vio su nombre en la portada o en el índice, olió a lo que de verdad huele el dinero: a fuerza, a delicadeza de gigante. Y entonces se acabaron las bromas y todos maduraron y me siguieron.

Todos, menos Arturo Belano, y éste no me siguió por la sencilla razón de que no fue llamado. Sequitur superbos ultor a tergo deus. Y todos los que me siguieron comenzaron una carrera en el mundo de las letras o cimentaron una carrera que ya había empezado pero que sólo estaba en la fase de los balbuceos, menos Arturo Belano, que se hundió en el mundo donde todo olía, donde todo olía a mierda y a orines y a podredumbre y a miseria y a enfermedad, un mundo en donde el olor era sofocante y anestesiante y en donde lo único que no olía era el cuerpo de mi hija. Y yo no moví un dedo para romper esa relación anómala, pero me mantuve a la expectativa. Y así un día supe, no me pregunten cómo porque lo he olvidado, que hasta mi hija, mi hermosa hija mayor, comenzó a oler para el desdichado ex vigilante del camping de Castroverde. La boca de mi hija comenzó a oler. Un olor que se enroscaba por las paredes de la casa en donde entonces vivía el desdichado ex vigilante del camping de Castroverde. Y mi hija, cuyos hábitos de higiene no permito que nadie ponga en duda, se lavaba la boca a todas horas, al levantarse, a media mañana, después de comer, a las cuatro de la tarde, a las siete, después de cenar, antes de dirigirse a la cama, pero no había manera de sacarse el olor, de extirpar o disimular el olor que el vigilante husmeaba o venteaba como un animal acorralado, y aunque mi hija entre cepillado y cepillado se hacía enjuagues de boca con Listerine, el olor persistía, desaparecía momentáneamente para volver a aparecer en los momentos más inesperados, a las cuatro de la mañana, en la ancha cama de náufrago del vigilante, cuando éste en sueños se volvía hacia mi hija y procedía a montarla, un olor insoportable que socavaba su paciencia y discreción, el olor del dinero, el olor de la poesía, tal vez incluso el olor del amor.

Pobre hija mía. Son las muelas del juicio, decía. Pobre hija mía. Es la última muela del juicio que me está saliendo. Por eso me huele la boca, argüía ante la desgana cada vez mayor del ex vigilante del camping de Castroverde. ¡La muela del juicio! Numquam aliud natura, aliud sapientia dicit. Una noche la invité a cenar. A ti sola, dije, aunque por entonces ella y Belano casi no se veían, pero yo precisé: a ti sola, hija mía. Hablamos hasta las tres de la mañana. Yo hablé del camino que estaba desbrozando el gigante, el camino que conducía hacia la literatura verdadera, ella habló de su muela del juicio, de las palabras nuevas que esa muela emergente estaba colocando sobre su lengua. Poco después, en una reunión literaria, casi sin darle importancia y como de pasada, mi hija me anunció que había roto con Belano y que ella, bien mirado, no veía con buenos ojos una futura colaboración de éste en el magno equipo de reseñistas de la revista. Non aetate verum ingenio apiscitur sapientia.