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Para entonces creo que podía recitar de memoria el cuento de don Pío, periturae parcere chartae, y seguía sin entender nada. Aparentemente mi vida discurría por los mismos campos de mediocridad de siempre, pero yo sabía que caminaba por el territorio de la destrucción.

Finalmente contraje una enfermedad mortal y dejé los negocios. En un esfuerzo postrero por recobrar mi identidad perdida traté de que me dieran el Premio Ciudad de Barcelona. Contemptu famae contemni virtutes. Quienes sabían del estado de mi salud creyeron que trataba de conseguir una especie de reconocimiento postumo en vida y me censuraron acremente. Yo sólo intentaba morirme siendo yo mismo, no una oreja en el borde de una sima. Los catalanes sólo entienden lo que les conviene.

Hice testamento. Repartí mis bienes, que no eran tantos como yo creía, entre las mujeres de mi familia y dos chicas descarriadas a las que había tomado cariño. No quiero ni imaginar la cara que van a poner mis hijas cuando sepan que tendrán que compartir con dos flores de la calle mi dinero. Venenum in auro bibitur. Después me senté en mi despacho a oscuras y vi pasar, como en un diorama, a la carne débil y al cerebro fuerte, como marido y mujer que se odiaran, y también vi pasar, tomados del brazo, a la carne fuerte y al cerebro débil, otra pareja ejemplar, y los vi pasear por un parque como el de la Ciudadela (aunque en ocasiones más bien era como el Gianicolo a la altura del Piazzale Giuseppe Garibaldi), cansadísimos e incansables, a paso de enfermos de cáncer o de damnificados prostáticos, bien vestidos, aureolados por una cierta dignidad que espantaba, y la carne fuerte y el cerebro débil iban de derecha a izquierda y la carne débil y el cerebro fuerte iban de izquierda a derecha, y cada vez que se cruzaban se saludaban pero no se detenían, no sé si por educación o porque se conocían, si bien superficialmente, de anteriores paseos, y yo pensaba: por Dios, hablen, hablen, dialoguen, en el diálogo está la llave para cualquier puerta, ex abundantia cordis os loquitur, pero ellos sólo inclinaban la cabeza, el cerebro débil y el cerebro fuerte, y ellas tal vez sólo inclinaban los párpados (los párpados no se inclinan, me dijo un día Toni Melilla, qué equivocado estaba, claro que se inclinan, los párpados incluso se arrodillan), orgullosas como perras, la carne débil y la carne fuerte, maceradas en el atanor del destino, si se me permite la expresión, una expresión carente de significado, pero dulce como una perra perdida en las faldas de una montaña.

Después ingresé en una clínica de Barcelona, después ingresé en una clínica de Nueva York, después, una noche, toda mi mala leche gallega me subió hasta el cuero cabelludo y me quité las sondas y me vestí y viajé a Roma en donde ingresé en el Ospedale Britannico en donde trabaja mi amigo el doctor Claudio Palermo Rizzi, poeta en sus ratos libres, que son pocos, y en donde tras someterme a incontables pruebas e iniquidades (a las que ya me había sometido en Barcelona y Nueva York) se dictaminó que me quedaban pocos días de vida. Qui fodit foveam, incidet in eam.

Y aquí estoy, ya sin ánimos de volver a Barcelona, pero también sin valor para abandonar definitivamente el hospital, aunque cada noche me visto y salgo a pasear bajo la luna de Roma, esta luna que conocí y admiré en épocas lejanas de mi vida que, iluso, creí felices e imborrables y que hoy sólo puedo evocar con un espasmo de incredulidad. Y mis pasos me llevan, indefectiblemente, por Via Claudia hasta el Coliseo y luego por el Viale Domus Aurea hasta Via Mecenate y luego doblo a la izquierda, pasado Via Botta, por la Via Terme di Traiano y ya estoy en el infierno. Etiam periere ruinae. Y entonces me pongo a escuchar los aullidos que salen como ráfagas de viento de la boca de la sima y juro que trato de entender ese lenguaje pero por más esfuerzos que hago no puedo. El otro día se lo conté a Claudio. Matasanos, le dije, cada noche salgo a dar un paseo y tengo alucinaciones. ¿Qué ves?, dijo el poeta-galeno. No veo nada, son alucinaciones auditivas. ¿Y qué escuchas?, preguntó visiblemente aliviado el presunto noble siciliano. Aullidos, dije. Bueno, no es nada grave, teniendo en cuenta tu estado, tu sensibilidad, se podría decir que hasta es normal. Valiente consuelo.

En cualquier caso, al inefable Claudio no le cuento todo lo que me pasa. Imperitia confidentiam, eruditio timorem creat. Por ejemplo: no le he dicho que mi familia ignora el estado actual de mi salud. Por ejemplo: no le he dicho que les he prohibido terminantemente que vengan a verme. Por ejemplo: no le he dicho que sé con total certeza que no moriré en su Ospedale Britannico sino cualquier noche de éstas en medio del Parco di Traiano, escondido bajo unos arbustos. ¿Seré yo, será mi voluntad la que me arrastre hasta mi postrero escondite vegetal o serán otros, chorizos romanos, chaperos romanos, psicópatas romanos los que oculten mi cuerpo, el cuerpo de su delito, bajo unas zarzas ardientes? En cualquier caso, sé que moriré en las termas o en el parque. Sé que el gigante o la sombra del gigante se encogerá mientras los aullidos salen a presión del Domus Aurea y se esparcen por toda Roma, nube negra y violenta, y sé que el gigante dirá o susurrará: salven al niño, y sé que nadie escuchará su ruego.

Hasta aquí llega la poesía, esa mala pécora que me ha acompañado a traición durante tantos años. Olet lucernam. Ahora sería conveniente contar dos o tres chistes, pero sólo se me ocurre uno, así, de pronto, sólo uno, y para mayor inri de gallegos. No sé si ustedes lo saben. Va una persona y se pone a caminar por un bosque. Yo mismo, por ejemplo, estoy caminando por un bosque, como el Parco di Traiano o como las Terme di Traiano, pero a lo bestia y sin tanta deforestación. Y va esa persona, voy yo caminando por el bosque y me encuentro a quinientos mil gallegos que van caminando y llorando. Y entonces yo me detengo (gigante gentil, gigante curioso por última vez) y les pregunto por qué lloran. Y uno de los gallegos se detiene y me dice: porque estamos solos y nos hemos perdido.

21

Daniel Grossman, sentado en un banco de la Alameda, México DF, febrero de 1993. Hacía muchos años que no lo veía y cuando volví a México lo primero que hice fue preguntar por él, por Norman Bolzman, dónde estaba, qué hacía. Sus padres me dijeron que daba clases en la UNAM y que pasaba largas temporadas en una casa que había alquilado cerca de Puerto Ángel, una casa sin teléfono en la que Norman se recluía para escribir y pensar. Después llamé a otros amigos. Hice preguntas. Salí a cenar. Así supe que con Claudia todo había terminado y que Norman ahora vivía solo. Un día vi a Claudia en casa de un pintor que los tres, Claudia, Norman y yo, habíamos conocido cuando ninguno de nosotros tenía veinte años. Por aquella época el pintor en cuestión no debía tener ni diecisiete, calculo, y todos decíamos que iba a ser verdaderamente bueno. La cena fue deliciosa, comida muy mexicana, supongo que en honor mío, que volvía a México después de una ausencia más bien prolongada, y después Claudia y yo salimos a la terraza y estuvimos criticando a nuestro anfitrión, Claudia estaba preciosa, se reía del pintor, ¿recuerdas, me dijo, que este buey prometía que iba a ser mejor que Paalen? ¡Pues se ha quedado peor que Cuevas! No sé si lo decía en serio, a Claudia nunca le gustó Cuevas, pero con el pintor, con Abraham Manzur, se veía a menudo, Abraham se había hecho un nombre en el mundo artístico mexicano, sus obras se vendían en los Estados Unidos, en cualquier caso ya no era ciertamente el joven aquel que prometía tanto, el que Claudia y Norman y yo habíamos conocido en el DF de los años setenta y que un poco condescendientemente, el pintor era dos o tres años menor que nosotros, en esa edad unos pocos años de diferencia cuentan, veíamos como la encarnación del artista o de la voluntad del artista. En cualquier caso Claudia ya no lo veía así. Ni yo tampoco. Quiero decir: no esperábamos nada de él. Sólo era un judío-mexicano chaparro, más bien grueso, con muchas amistades y mucho dinero. Como yo, sin ir más lejos: un judío-mexicano alto y delgado y sin trabajo, y como Claudia, una judía-argentina-mexicana guapísima, relaciones públicas de una de las galerías más importantes del DF. Todos con los ojos abiertos, encerrados en un pasillo oscuro, inmóviles, esperando. Pero no enfaticemos.