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Debí desconfiar de esa cola entre las piernas. Debí pensar: qué significa esa cola entre las piernas, sine ira et studio. Debí preguntarme qué animales tenían cola. Debí consultar libros y manuales y debí interpretar correctamente esa cola peluda que se erizaba entre las piernas del ex vigilante del camping de Castroverde.

Pero no lo hice y seguí viviendo. Errare humanum est, perseverare autem diabolicum. Un día llegué a casa de mi hija mayor y sentí ruidos. Por supuesto, tengo llave, de hecho hasta poco antes de mi divorcio aquélla fue la casa en donde vivíamos los cuatro, mi mujer, mis dos hijas y yo, después del divorcio me compré una torre en Sarriá, mi mujer se compró un ático en plaza Molina adonde se fue a vivir con mi hija menor y yo decidí regalarle nuestro viejo piso a mi hija mayor, poeta como yo y la principal colaboradora de mi revista. Como digo, tenía llave aunque mis visitas no eran frecuentes, las más de las veces acudía para llevarme un libro o porque las reuniones del consejo de redacción se celebraban allí. Así que entré y sentí ruidos. Con discreción, como conviene a un padre y a un hombre moderno, me asomé a la sala y no vi a nadie. Los ruidos provenían del fondo del pasillo. Non vis esse iracundus? Ne fueris curiosus, me repetí un par de veces. Sin embargo seguí deslizándome por mi antigua residencia. Pasé por la habitación de mi hija, me asomé, no había nadie. Seguí caminando de puntillas. Pese a la hora ya avanzada de la mañana la casa estaba en penumbras. No encendí la luz. Los ruidos, lo descubrí entonces, provenían de la habitación que otrora fuera mía, una habitación que por otra parte sigue igual a como mi mujer y yo la dejamos. Entreabrí la puerta y vi a mi hija mayor en brazos de Belano. Lo que éste le hacía me pareció, al menos al primer golpe de vista, inenarrable. La arrastraba por la enorme extensión de mi cama de un lado a otro, se montaba en ella, la daba vueltas, todo en medio de una serie espantosa de gemidos, rugidos, rebuznos, zureos, ruidos obscenos que me pusieron la piel de gallina. Mille modi Veneris, recordé con Ovidio, pero esto me pareció el colmo. Sin embargo no traspuse el umbral, me quedé inmóvil, silencioso, hechizado, como si de golpe hubiera regresado al camping de Castroverde y el vigilante neogallego se hubiera sumergido otra vez en la sima y yo y los funcionarios de vacaciones estuviéramos otra vez en la boca del infierno. Magna res est vocis et silentii tempora nosse. Nada dije. Guardé silencio y tal como había llegado me marché. No pude, sin embargo, alejarme mucho de mi antigua casa, de la casa de mi hija, y mis pasos me llevaron a una cafetería del vecindario que alguien, su nuevo propietario seguramente, había transformado en un local mucho más moderno, con mesas y sillas de un plástico refulgente, y en donde, tras pedir un café con leche, estuve considerando la situación. Las imágenes de mi hija comportándose como una perra acudían a mi cabeza en oleadas, y cada oleada me dejaba empapado en sudor, como si estuviera afiebrado, por lo que tras beberme el café pedí una copa de coñac a ver si con algo más fuerte conseguía calmarme de una vez por todas. Finalmente, a la tercera copa, lo conseguí. Post vinum verba, post imbrem nascitur herba.

Lo que en mí nació, sin embargo, no fueron las palabras o la poesía, ni siquiera un pobre verso huérfano, sino un enorme deseo de venganza, la voluntad de tomarme el desquite, la implacable decisión de hacer pagar a aquel Julien Sorel de tres al cuarto su insolencia y su descaro. Prima crátera ad sitim pertinet, secunda ad hilaritatem, tertia ad voluptatem, quarta ad insaniam. La cuarta copa da la locura, dijo Apuleyo, y ésa era la que a mí me faltaba. Lo supe en ese momento con una claridad que hoy me enternece. La camarera, una chiquita de la edad de mi hija, me miraba desde el otro lado de la barra. Junto a ella tomaba un refresco una mujer que se dedicaba a hacer encuestas. Las dos hablaban animadamente aunque de vez en cuando la camarera desviaba la mirada en mi dirección. Levanté la mano y pedí una cuarta copa de coñac. No creo exagerar si digo que percibí en la camarera un gesto de conmiseración.

Decidí aplastar como una cucaracha a Arturo Belano. Durante dos semanas, alucinado, desequilibrado, seguí presentándome en mi antigua casa, en la casa de mí hija, a horas intempestivas. En cuatro ocasiones los sorprendí, de nuevo, en la intimidad. En dos de ellas estaban en mi dormitorio, en una en el dormitorio de mi hija y en otra en el baño principal. En esta última ocasión no me fue posible espiarlos, aunque sí escucharlos, pero en las otras tres pude ver con mis propios ojos los actos terribles a los que se entregaban con fervor, con abandono, con impudicia. Amor tussisque non caelatur: el amor y la tos no se pueden ocultar. ¿Pero era amor lo que aquellos dos jóvenes sentían el uno por el otro?, me pregunté más de una vez, sobre todo cuando abandonaba sigiloso y afiebrado mi casa después de aquellos actos indecibles que una fuerza misteriosa me obligaba a presenciar. ¿Era amor lo que sentía Belano por mi hija? ¿Era amor lo que sentía mi hija por aquel remedo de Julien Sorel? Qui non zelat, non amat, me dije o me susurré cuando pensé -en un golpe de lucidez- que mi actitud, más que la de un padre severo era la de un amante celoso. Y sin embargo yo no era un amante celoso. ¿Qué era, pues, lo que sentía? Amantes, amentes. Enamorados, locos, Plauto dixit.

Decidí, como medida preventiva, sondearlos, darles a mi manera una última oportunidad. Tal como temía, mi hija estaba enamorada del chileno. ¿Estás segura?, le dije. Claro que estoy segura, me respondió. ¿Y qué pensáis hacer? Nada, papá, dijo mi hija, que en estas cosas no se parece a mí en nada, más bien al contrario, salió con el pragmatismo de su madre. Adeo in teneris consuescere multum est. Poco después me entrevisté con Belano. Vino a mi despacho, como cada mes, a entregarme y a cobrar una reseña de poesía para la revista del Colegio de Abogados. Bueno, Belano, le dije cuando lo tuve frente a mí, sentado en una silla más baja, aplastado bajo el peso legal de mis diplomas y bajo el peso áureo de las fotos con grandes poetas que ornaban en marcos de plata mi sólida mesa de roble de tres metros por uno y medio. Creo que es hora, le dije, de que des el salto. Me miró sin comprender. El salto cualitativo, dije. Tras un instante en que ambos guardamos silencio le aclaré mis palabras. Quería (ésa era mi voluntad, dije) que pasara de reseñista en la revista del Colegio a colaborador habitual en mi revista. Creo que su único comentario fue un «vaya» más bien apagado. Como comprenderás, le expliqué, es una gran responsabilidad la que asumo, la revista cada día tiene más prestigio, colaboran en ella poetas ilustres de España y de Hispanoamérica, supongo que la lees y que no se te habrá escapado que últimamente hemos publicado a Pepe de Dios, a Ernestina Buscarraons, a Manolo Garcidiego Hijares, para no hablar de los jóvenes espadas que forman nuestro equipo de colaboradores habituales: Gabriel Cataluña, que tiene todos los números para ser próximamente el gran poeta bilingüe que todos esperamos, Rafael Logroño, poeta jovencísimo pero de una robustez que abisma, Ismael Sevilla, certero y elegante, Ezequiel Valencia, capaz de componer los sonetos más rabiosamente modernos de la España actual, estilista de corazón ardiente e inteligencia fría, sin olvidar, por supuesto, a los dos gladiadores de la crítica poética, Beni Algeciras, casi siempre despiadado, y Toni Melilla, profesor de la Autónoma y experto en la poesía de los cincuenta. Hombres, todos, terminé, que tengo el honor de comandar y cuyos nombres están destinados a brillar en letras de bronce en la literatura de este país que te acoge, tu madre patria, como decís vosotros, y en compañía de los cuales trabajarías.

Luego me quedé en silencio y nos observamos durante un rato, o mejor dicho: yo lo observé, buscando en su rostro una señal cualquiera que delatara lo que pasaba entonces por su cabeza y Belano se dedicó a mirar mis fotos, mis objetos de arte, mis diplomas, mis cuadros, mi colección de esposas y grilletes (la mayoría de antes de 1940, una colección que solía causar un interés teñido de espanto en mis clientes, alguna broma o chascarrillo de mal gusto en mis colegas de Derecho y el embeleso y la admiración en los poetas que me visitaban), los lomos de los pocos y escogidos libros que tengo en mi despacho, la mayoría primeras ediciones de poetas románticos españoles del XIX. Su mirada se desplazaba, como digo, por mis posesiones como una rata, una rata pequeña e inconmensurablemente nerviosa. ¿Qué piensas?, le espeté. Entonces él me miró y comprendí de golpe que mi propuesta había caído en saco roto. Belano me preguntó cuánto le pensaba pagar. Yo lo miré y no le contesté. El arribista ya pensaba en la bolsa. Me miró y esperó mi respuesta. Yo lo miré y puse cara de póquer. Él tartamudeó si la paga iba a ser la misma que la de la revista del Colegio. Yo suspiré. Emere oportet, quem tibi oboedire velis. Su mirada, no me cabía duda, era la de una rata temerosa. No pago, dije. Sólo a los grandes, grandes nombres, firmas concluyentes, tú por ahora sólo te encargarás de algunas reseñas. Entonces él movió la cabeza, como si recitara: O cives, cives, quaerenda pecunia primum est, virtus post nummos. Después dijo que se lo pensaría y se marchó. Cuando cerró la puerta hundí mi cabeza entre las manos y me quedé durante un rato pensando. En el fondo no quería hacerle daño.