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De golpe, la noche se hizo más noche y el agujero negro, si cabe, se hizo más negro, y quienes minutos antes, llevados por su impaciencia, daban breves paseíllos a su alrededor, dejaron de hacerlo pues la posibilidad de tropezar y ser tragados por la sima se materializó como se materializan a veces los pecados. De vez en cuando del interior escapaban aullidos cada vez más ahogados, como si el diablo se retirara hacia las profundidades de la tierra con sus dos presas recién cobradas. En nuestro grupo de superficie, demás está decirlo, circulaban sin tregua las hipótesis más aventuradas. Vita brevis, ars longa, occasio praeceps, experimentum periculosum, iudicium difficile. Había quienes no paraban de consultar el reloj, como si el tiempo en esta aventura jugara un papel determinante. Había quienes fumaban en corro y quienes atendían a las parientes del niño perdido afectadas por lipotimias. Había quienes maldecían a la Benemérita por su tardanza. De pronto, mientras miraba las estrellas, pensé que todo aquello se parecía sobremanera a un cuento de don Pío Baroja leído en mis años de estudiante de Derecho en la Universidad de Salamanca. El cuento se llama La sima y en él un pastorcillo es tragado por las entrañas de un monte. Un zagal baja, bien atado, en su busca, pero los aullidos del diablo lo disuaden y vuelve a subir sin el niño, a quien no ha visto pero cuyos gemidos de herido son claramente audibles desde el exterior. El cuento termina con una escena de impotencia absoluta, en donde el miedo derrota al amor o al deber e incluso a los vínculos familiares: ninguno del grupo de rescate, compuesto, bien es verdad, por rudos y supersticiosos pastores vascos, se atreve a descender tras la historia balbuceante que cuenta el primero, que dice, no lo recuerdo con certeza, haber visto al diablo o haberlo sentido o intuido o escuchado. In se semper armatus Furor. En la última escena, los pastores regresan a sus casas, incluido el atemorizado abuelo del niño, y durante toda la noche, una noche de viento, supongo, escuchan un lamento que sale de la sima. Ése es el cuento de don Pío. Un cuento de juventud, creo, en donde su prosa excelsa aún no ha desplegado del todo las alas, pero un buen cuento, pese a todo. Y eso fue lo que pensé mientras a mis espaldas las pasiones humanas fluían y mis ojos contaban las estrellas: que la historia que estaba viviendo era idéntica a la del cuento de Baroja y que España seguía siendo la España de Baroja, es decir una España en donde las simas no estaban cegadas y en donde los niños seguían siendo imprudentes y cayéndose en ellas y en donde la gente fumaba y se desmayaba de manera y modo un tanto excesivos y en donde la Guardia Civil, cuando se la necesitaba, no aparecía nunca.

Y entonces escuchamos un grito, no un aullido inarticulado sino palabras, algo así como eh, los de arriba, eh, cabrones, y aunque no faltó el fantasioso que dijo que se trataba del demonio quien, aún no ahíto, quería llevarse a uno más, el resto nos asomamos al borde de la sima y vimos la luz de la linterna del vigilante, un haz semejante a una luciérnaga perdida en la conciencia de Polifemo, y preguntamos a la luz si estaba bien y la voz que había tras la luz dijo muy bien, os voy a tirar la cuerda, y escuchamos un ruido apenas perceptible en las paredes del pozo, y tras varios intentos fallidos la voz dijo tiradme vosotros otra cuerda, y poco después, atado de la cintura y de las axilas, izamos al niño desaparecido, cuya irrupción por no esperada fue festejada con llantos y risas, y cuando hubimos desatado al niño tiramos la cuerda y subió el vigilante y el resto de aquella noche, lo recuerdo ahora que ya no espero nada, fue una fiesta ininterrumpida, O quantum caliginis mentibus nostris obicit magna felicitas, una fiesta de gallegos en la montaña, pues los campistas eran funcionarios u oficinistas gallegos y yo era hijo también de aquellas tierras y el vigilante, al que llamaban El Chileno pues ésa era su nacionalidad, también descendía de esforzados gallegos y su apellido, Belano, así lo indicaba.

En los dos días que aún permanecí allí sostuve largas conversaciones con él y sobre todo pude hacerlo partícipe de mis inquietudes y aventuras literarias. Después volví a Barcelona y no supe más de su persona hasta que, pasados dos años, apareció por mi oficina. Como siempre ocurre en estos casos, andaba corto de dinero y no tenía trabajo, así que, tras mirarlo fijamente y reflexionar para mis adentros sobre la conveniencia de echarlo a la calle, supremum vale, o echarle un cable, me decanté por esta última opción y le dije que podía conseguirle unas reseñas en la revista del Colegio de Abogados, cuyas páginas literarias yo coordinaba, eso por ahora, más adelante ya veríamos. Después le regalé mi último libro de poesía publicado y le advertí que sus reseñas debían circunscribirse a la disciplina poética, pues las de narrativa las pergeñaba mi colega Jaume Josep, experto en divorcios y pederasta de larga trayectoria, conocido en los tugurios anexos a las Ramblas por las hordas de chaperos como El Enano Sufridor, en alusión a su corta estatura y a su debilidad por los macarras de natural violento e irascible.

No creo equivocarme si digo que advertí en su rostro cierta decepción, posiblemente debida a que él esperaba publicar en mi revista literaria, algo que por entonces me resultó imposible de ofrecerle, pues el listón de calidad de los colaboradores era altísimo, el tiempo no corría de balde, lo más granado de la literatura barcelonesa estaba pasando por mi revista, la créme de la créme de la poesía, y no era cosa de ponerse amable de la noche a la mañana únicamente en atención a dos jornadas estivales de amistad e intercambios más o menos caprichosos de opiniones. Discat serviré glorians ad alta venire.

Así comenzó, podría decirse, la segunda etapa de mi relación con Arturo Belano. Lo veía una vez al mes, en mi bufete, en donde a la par que despachaba casos de los más variados atendía a mis obligaciones literarias, y en donde solían presentarse, eran otros tiempos, los escritores y los poetas más finos y de mayor renombre de Barcelona y de otras partes de España e incluso de Hispanoamérica, quienes de paso por nuestra ciudad acudían a cumplimentarme. En alguna ocasión recuerdo que Belano coincidió con alguno de los colaboradores de la revista y con alguno de mis invitados y los resultados de tales encuentros no fueron todo lo satisfactorios que yo hubiera deseado. Pero, obnubilado como estaba por el trabajo y por el placer, no me cuidé de llamarle la atención, ni presté oídos al rumor de fondo que tales encuentros propiciaban. Un rumor de fondo semejante a una caravana de coches, a un enjambre de motos, al movimiento de los parkings de los hospitales, un rumor que me decía cuídate, Xosé, vive la vida, cuida tu cuerpo, el tiempo es breve, la gloria es efímera, pero que yo en mi ignorancia no descifré o creí que no iba dirigido a mí sino a él, ese rumor de desastre inminente, ese rumor de cosa perdida en la enormidad de Barcelona, un mensaje que no me atañía, un verso que no tenía nada que ver conmigo y sí con él, cuando en realidad estaba escrito ex profeso para mí. Fortuna rerum humanarum domina.

Por lo demás, los encuentros de Belano con los colaboradores de mi revista no carecían de cierto encanto. En una ocasión uno de mis muchachos, que luego dejó de escribir y ahora se dedica a la política con bastante éxito, quiso pegarle. Mi muchacho, por cierto, no hablaba en serio, aunque eso en realidad nunca se sabe, pero lo cierto es que Belano se hizo el desentendido: creo que preguntó si mi colaborador sabía karate o algo así (era cinturón negro) y luego argüyó una jaqueca y declinó la pelea. En ocasiones como ésa yo me divertía mucho. Le decía: venga, Belano, sostenga sus opiniones, argumente, enfréntese a lo más granado de la literatura, sine dolo, y él decía que le dolía la cabeza, se reía, me pedía que le pagara su colaboración mensual en la revista de los abogados y se marchaba con la cola entre las piernas.