– Dentro de unos años, esta isla será tan bella como Capri.

A Bemto Buroy le extrañó aquella referencia cosmopolita en alguien que no había salido nunca de España, pero lo cierto era que el capitán Constantino Martínez, que no sentía un gran aprecio por los alemanes, era sin embargo un italianista furibundo y gran admirador tanto del imperio romano como de Mussolini. Aquel extremeño, para el que la vida tenía la extensión de un patio de armas, creía a pesar de ello que en Italia la vegetación era toda exuberante y los edificios oficiales tan grandes que entrar en ellos cortaba la respiración, y estaba seguro de que, con Franco, España entera se cubriría de pesadas y esplendorosas glicinias, y hasta el prodigioso Valle de los Caídos, cuyas obras habían ya empezado, con el tiempo parecería una aproximación, muy meritoria pero empequeñecida y primeriza, a la arquitectura monumental que cubriría todo el suelo de su patria. El capitán no sabía ni le interesaba dónde pudieran estar Osaka, Jerusalén o Petrogrado, pero hablaba de la región del Lazio como si estuviera refiriéndose a su casa.

Aquella mañana, apoyado en la higuera, dejó de soñar al pasear la mirada por el horizonte y darse cuenta de que la barca de aprovisionamiento ya había partido en dirección a Mallorca. Miró algo sorprendido a Benito Buroy, que permanecía a su lado liándose un cigarro.

– No se ha ido usted -constató-, El comisario se subirá por las paredes.

– La herida me ha impedido cumplir con mi trabajo -contestó Buroy. Y añadió, ladino-: Si usted hubiera matado las tintoreras, no habríamos tenido que rescatar el atún y me habría podido marchar en esa barca.

– ¡Cómo iba a matarlas, si disparaba a ciegas! ¿Y quién le dice que estaban ahí, si nadie las vio? A ver si todavía voy a tener problemas con la policía de Palma… No me toque las narices, Buroy, porque escribo un informe a Capitanía y me desentiendo de este asunto. Y no se ofenda por lo que le voy a decir, pero lleva dos semanas aquí y no le he visto hacer nada. ¿Qué le han encargado, que escriba en verso la vida de San Ignacio de Loyola?

Benito Buroy lo cogió por un codo para alejarlo de la Co mandancia. Fueron hasta la casa del pescado y se apoyaron en el muro de piedras terrosas.

– Yo, en su caso, no haría demasiadas preguntas -le dijo atemperando la voz-. Puede estar tranquilo, que todo esto no es de su incumbencia. Tengo incluso serias dudas de que en la Capitanía General de Palma estén informados. La orden viene de Madrid.

El capitán, disgustado, meneó la cabeza y dio unas palmaditas en la pared provocando un pequeño desprendimiento de asperones.

– Me tienen hasta la coronilla… Esos de la capital creen que pueden disponer lo que les plazca, y que yo apechugue con todo. ¿Para qué dejé que me llenaran las tripas de metralla, para que en pago por mis heridas me destinaran a este destacamento? ¡Si esto es una mierda de islote, hombre!

Aunque, a causa de la guerra, por aquellos días todo podía cambiar, desde las fronteras de los países hasta la propiedad y el destino de los miles de islas mediterráneas, parecía evidente que, para el capitán Constantino Martínez, una vez desvanecido su sueño de glicinias y capiteles en el tráfago de los problemas cotidianos, Cabrera ya nunca sería Capri.

La decisión de Paco de cambiar su imagen había nacido de un regalo que hiciera a Felisa el potentado mallorquín casado con su hermana. En uno de los paquetes que le enviaba, entre las garrafas de aceite y las hogazas de pan blanco, había un sobre abultado en el que, con su letra alabeada de hombre importante, había escrito en grandes caracteres el nombre de su cuñada. En su interior se encontraba una gruesa cadena de oro que parecía más apropiada para cerrar los portones de un palacio que para colgársela del cuello, y una nota manuscrita que, junto al deseo de plasmar en el papel sus pensamientos filosóficos, iba a acabar de decidir a Felisa García, pocos días después, a pedir a Leonor Dot que la sacara del analfabetismo. La madre de Camila, que se encontraba entre los escasos clientes del bar cuando llegó el paquete, se prestó a leer aquellas líneas.

– Han nombrado gobernador civil al marido de tu hermana. Te envía este collar para que te tu pongas cuando vayas por Palma… Qué porquería de gente. Son ladrones con mal gusto, sólo eso. El collar es espantoso, Felisa.

Hasta aquel momento nunca había dado Leonor Dot su opinión acerca de los personajes que formaban parte del nuevo régimen. Tampoco entraba en sus planes sincerarse de aquel modo tan abrupto, por lo que al acabar de hablar torció el gesto y se mordió los labios temiendo haber ofendido a la cantinera. Pero ésta no hacía otra cosa que observar fijamente los gruesos eslabones dorados.

– ¿Sí? -dijo, aterrizando de una nube. Y casi de inmediato:

– ¡Es espantoso! ¡No serviría ni para un perro! ¡Vamos, que ni muerta me lo pongo! ¡El collar de perlas sí es elegante, y no éste!

Leonor Dot continuaba preocupada. -Perdona si he dicho alguna inconveniencia… Felisa García extendió las manos con la aparente intención de abrazarla. En realidad adoptaba pose de oradora.

– ¡Si yo pienso lo mismo, mujer! Mi cuñado es una bellísima persona, pero no deja de ser un campesino… Le falta estilo, tú ya me entiendes. Aquí somos todos bastante brutos. ¡Acuérdate del anillo de la Xuxa!

Se hizo el silencio en la cantina. Felisa miró a un lado y a otro preguntándose qué sucedía, y entonces cayó en la cuenta.

– ¡Cómo vas a recordar ese anillo, si todavía no estabas aquí! Pero, bueno… ¡era grande como una cebolla y no servía para nada! ¡Con este collar, al menos tendré oro para los dientes cuando me haga falta!

E¡ resultado de todo aquello sería que Felisa García metería de nuevo la cadena en el sobre en el que había llegado y lo guardaría en su dormitorio. Al día siguiente, Paco, que no había dado su opinión acerca de las cuestiones referentes al estilo, apareció con la alhaja colgada del cuello. Los gruesos eslabones se enmarañaban con la pelambrera de su pecho. Felisa, que no prestaba mucha atención a su marido, no cayó en la cuenta hasta la hora de comer. Le servía una ensalada en la cantina cuando advirtió los destellos de la joya. Miró hacia lo alto, donde estaba su dormitorio, sin poder explicarse cómo había saltado del cajón de su cómoda al cuello de Paco.

– ¿Qué haces con eso? -le gritó-. ¿Quieres parecer un campesino?

Paco la miró con una comprensible perplejidad. -Los campesinos no llevan collares -razonó-. Lo que quiero es tener más prestancia, que ya me toca, joder. A partir de cierta edad los hombres hemos de adornarnos para ir supliendo las carencias de la salud y la flojera, tú ya me entiendes. Así hacen los generales, los obispos y hasta los reyes. ¿Por qué no he de poder hacerlo yo también?

Felisa García lo miró unos instantes enarcando las cejas. Nunca había visto a su mando intentando explicarse y aquello la desconcertaba. Se fue a la cocina, pero regresó a los pocos instantes secándose las manos en el delantal. Como había gente en el bar se agachó para decirle al oído:

– Si no follas es porque bebes demasiado.

Paco, que sostenía el vaso de vino en la mano, ¡o dejó instintivamente sobre la mesa. Pero Felisa ya le había dado la espalda y regresaba a sus dominios. El cantinero, al ver cerrarse la puerta de la cocina, soltó un resoplido de indignación. Miró a su alrededor sólo por comprobar que nadie había sido testigo del reproche, pero iba a ser él mismo quien estropeara de inmediato la discreción de que había hecho gala su mujer. Estaba demasiado ofendido para andarse con disimulos. Fue tras ella, abrió la puerta con gran enfado y le espetó a voz en grito:

– ¡Y tú ya no ronroneas!

Tras aquella terrible aseveración se dio la vuelta y regresó a la mesa más calmado, pero ahora era Felisa la que iba tras él. Salió a la cantina antes de que Paco hubiera vuelto a sentarse, se plantó ante su mesa y puso los brazos en jarras.