– Necesitaré tela para hacer unos paños -contestó Leonor Dot.

Y, señalando a Camila:

– Le ha venido.

Felisa García soltó el lienzo, que por el peso de la achicoria se hundió en el agua ya filtrada. Dio una sonora palmada dejando que sus manos permanecieran enlazadas y miró a Camila con una alegría infinita.

– ¡Vaya con la niñita! ¡Cómo pasa el tiempo, Dios mío! ¿Ya te ha dicho tu madre que en estos días no puedes bañarte, ni lavarte siquiera? ¿Y que no puedes tocar las plantas? ¡Ni te acerques al huerto! Lo dejarías todo mustio… ¡todo! Has de andarte con cuidado… ¡Hasta la mayonesa se cortaría si intentases montarla!

Camila, que no esperaba que convertirse por fin en mujer fuera tan parecido a volverse una leprosa, se frotó las manos contra la falda sintiendo asco de sí misma y miró a su madre con espanto.

– Felisa -intervino ésta-, creo que exageras.

– ¿Que exagero?;Qué te apuestas a que no exagero?

Fue a la repisa de la ventana, cogió una maceta con una al-bahaca y se la ofreció a Camila.

– ¡A ver si no voy a saber de esto, con la edad que tengo! Toca la planta, niña, tócala bien… Ya verás lo que pasa.

Camila retrocedió un paso y se llevó las manos a la espalda. Le horrorizaba la idea de matar la albahaca. Retraída, casi llorosa, se arrepintió de haber deseado tanto el cambio que se estaba produciendo en ella. Como si un fondo ponzoñoso fuera tomando posesión de sus ideas, comenzó a pensar que convertirse en una adulta era adquirir la capacidad de ensuciar las cosas y de causar el mal.

El tiempo, en apariencia inexorable, se estanca a veces al enfrentarse a la tenacidad de la memoria. Algunas noches, pese a que ya había transcurrido más de un año, Benito Buroy se despertaba en la oscuridad, empapado de sudor, y se daba cuenta de que los sueños se le habían estado asfixiando en el recuerdo de aquellas otras noches en el penal, cuando cualquier ruido le hacía pensar que ya iban a buscarlo para encararlo al pelotón de fusilamiento. En el juicio sumarísimo le había faltado una defensa digna de tal nombre, pero tampoco le habría servido de gran cosa. A fin de cuentas, los magistrados que le juzgaban habían ganado una guerra larga y difícil, una guerra civil, y no podían ni querían ser benévolos. No sólo deseaban poner en evidencia las atrocidades que hubiera cometido Buroy en el campo de batalla, sino también obligarlo a aceptar la paz que instauraban. Para ello, además de castigarlo querían demostrarle que podían volver a hacerlo en cuanto se les antojara, sólo por comprobar que continuaba en el redil. Benito Buroy quizá se librara de una condena a muerte en aquel juicio, pero no de ser para siempre un enemigo descubierto y vigilado. A aquellas alturas ya sabía Buroy que una guerra no resuelve los problemas que la provocaron, sólo los decanta hacia uno de sus lados con la contundencia irreparable con que se desploma un animal abatido. En un rincón de su celda, temblando por haber oído el sonido lejano del cerrojo de una puerta, había comprendido que ante aquellos hombres no cabía el perdón ni el olvido, tampoco la expiación. Había sido derrotado para el resto de su vida.

Así pues, algunas noches se despertaba en su habitación de Cabrera y, sin ver nada pero con los ojos muy abiertos, recordaba aquellas otras noches en el penal. Pese a todo, guardaba una memoria difusa del terror de los primeros días, cuando tanto temía la visita de sus verdugos. El tiempo los había ido emborronando. Mucho más nítidas se le aparecían las otras noches después de aquella en la que, ante un oficial falangista de pelo engominado y gafitas sin montura, famélico y malcarado, insomne según decía, que leía los informes de ¡a policía alzando las cejas y dejando escapar una sonrisita torva como si hojeara fotografías de mujeres desnudas, Benito Buroy cediera ante el temor a la muerte y la certeza de que ya no había salvación en la resistencia ni en el silencio. En una desfallecida remembranza había dado fe de todos los nombres y de todos los hechos que podía recordar. A solas de nuevo en su celda, le resonaban en los oídos las palabras del oficial: «Estás salvando la vida, estás salvando la vida», y la vaga promesa de indulgencia con que había concluido el interrogatorio, y la primera sospecha de que para redimirse no había hecho más que comenzar a alimentar a una fiera que iba a resultar insaciable. Debía pedir perdón, y podían concedérselo siempre que continuara pidiéndolo una y otra vez, una y otra vez. Eso era lo que hacía desde que saliera del penal, y lo que haría cuando le pegara un tiro al alemán para que a él le permitieran vivir un poco más, despertarse por las noches, abrir los ojos en la oscuridad y desear que Otto Burmann, el pobre y desesperado Otto Burmann, se despertara también y le reprochara algo al oído que le provocara el enojo, o la risa, o el desprecio. Que lo rescatara en cualquier caso de sí mismo.

Benito Buroy se despertó y abrió los ojos en la oscuridad, pero Otto Burmann no estaba allí. Sintió que le faltaba el aire. Se incorporó en la cama aguzando el oído con la estéril intención de escuchar algún sonido, algo que le diera un indicio de que se estaba haciendo de día. Pero no hay nada tan invariable como las horas perdidas en el interior de la noche. Buroy sintió la necesidad imperiosa de salir de sí mismo. Se puso en pie, fue hacia la puerta y la abrió. El soldado de guardia dormía en la silla, la cabeza caída. No se movió cuando pasó por su lado y salió a la plaza.

La higuera, contagiada por la inmensidad del firmamento, permanecía absolutamente inmóvil bajo la luz de la luna. Benito Buroy avanzó unos pasos creyéndose solo, pero entonces le llegó un tarareo jadeante desde un extremo de la explanada. Era e! Lluent, sentado a la puerta de su casa. Balanceaba el tronco suavemente y hacía girar entre sus dedos, como un rosario, una cuerda atada en círculo. Benito Buroy se le acercó.

– Me alegro de que esté despierto -dijo el pescador-. Voy a necesitar ayuda. Hoy me duele la espalda.

El otro no contestó, pero tampoco se movió de donde estaba. Le venia bien que aquel viejo le ofreciera alguna ocupación que le permitiera distraerse hasta que empezara a amanecer. Ni siquiera se preguntó qué podía desear de él a aquellas horas. Se limitó a encender un cigarro y a volverse de nuevo hacia el mar.

– Varaos -dijo el Lluent poniéndose en pie con desgana-. Los soldados ya han cargado la barca.

Benito Buroy miró hacia el muelle, pero allí no había nadie. Siguió al pescador hasta el laúd. En la cubierta, amarrados con un cabo en torno al mástil, había seis de los bidones que el falso acorazado descargara dos días atrás. El Líuent, que ya había soltado el amarre y lo sostenía entre las manos, le hizo un gesto con la cabeza para que subiera a bordo. Luego saltó tras él y separó la barca del muelle con la ayuda de un remo. Comenzó a bogar con mucha parsimonia hacia la embocadura de la bahía. A la luz de la luna todo se revestía de una apariencia entrevista apenas, mortecina. El mar espejeaba y las casas del pueblo, sobre la ladera de la montaña que se mantenía en una densa oscuridad, parecían a punto de difuminar-se y desaparecer. Benito Buroy tiró al mar la colilla de su cigarro.

– A estas horas se levanta la brisa -dijo el pescador.

Guardó los remos e izó la vela. El laúd, tras unos instantes de reposo, comenzó a deslizarse con gran lentitud. Benito Buroy sintió frío cuando salieron a mar abierto. Allí las aguas ya no estaban tan calmas. Se habían levantado unas olas amplias y profundas como lomas, y un viento constante, muy húmedo, hinchaba el trapo imprimiéndoles velocidad. Dejaron a su derecha los peñones que indicaban la derrota de Mallorca y se fueron alejando de Cabrera en dirección a ninguna parte. Al poco rato la isla era una sombra en el horizonte. Benito Buroy tintaba. El Lluent, por su parte, parecía haberse adormecido al timón. Sin embargo, de vez en cuando alzaba la cabeza para estudiar las estrellas, y finalmente se puso en pie y miró a su alrededor buscando algo en la superficie del mar.