– Es aquí -dijo-. Hágame el favor de sujetar el timón, que yo desataré los bidones.

Benito Buroy se situó en la popa. Había encendido otro cigarro, pero los dedos le temblaban tanto que le costaba un gran esfuerzo llevárselo a los labios. El pescador liberó la carga y se volvió de nuevo hacia su pasajero.

– Hoy me duele la espalda -repitió-. Ayúdeme a tirarlos al mar.

Entre ambos fueron volcando los bidones, que al caer al agua se sumergían para refiotar a los pocos instantes con ansiedad de ahogados, como corchos que soportaran un peso excesivo. Cuando hubieron acabado de descargarlos, el Lluent volvió a gobernar el timón e hizo virar la barca describiendo un amplio círculo. El laúd, liberado de su flete, era mucho más veloz y más frágil. Benito Buroy intentaba localizarlos bidones, pero sobresalían tan poco del agua que no tardó en perderlos de vista. Fue entonces cuando aquellas olas mansas, en el lugar impreciso del que ya se estaban alejando, comenzaron a borbotear agitadas por dentro. Benito Buroy retrocedió instintivamente. A punto estuvo de caer de espaldas por el otro costado de la barca cuando vio emerger la torre de un submarino y poco después su lomo inacabable, satinado bajo la luz de la luna.

– Tranquilo -dijo el Lluent-. Son amigos, alemanes. No harán daño a quienes les dan de beber.

Señaló un lugar en el horizonte donde la negritud del cielo comenzaba a transformarse en un azul profundamente oscuro.

– Mire… ya amanece.

Camila se encontraba en el porche fingiendo que hojeaba una revista, pero a duras penas podía contener la risa. Felisa García había llegado un par de horas atrás hecha un saco de nervios. Aquella tarde, por fin, daban comienzo las clases de alfabetización. Leonor Dot la había hecho sentar a la mesa y había extendido ante ella papeles y un par de lápices. Luego, muy calmada y didáctica, había empezado a explicarle los rudimentos de la escritura. Pero la otra, por muy alta que tuviera su autoestima desde su viaje a Mallorca, y pese a su reciente inclinación por los aforismos de anhelo filosófico, se ponía todo el rato a la defensiva, e incluso agresiva cuando se sentía herida en lo referente al alcance de su inteligencia. Según le diera, regañaba a su maestra por la poca claridad con que explicaba las cosas, o declaraba, golpeando la mesa con la palma de la mano, que por muchas vueltas que le dieran iba a ser incapaz de entender tanto signo misterioso y tanta chorrada. Tras un largo tira y afloja volvían a empezar con las vocales y las sílabas, una y otra vez, siguiendo siempre los mismos pasos y tropezando en las mismas cuestiones impenetrables. A aquellas alturas de la clase, tras dos horas de forcejeo, Leonor Dot había escrito una palabra en un papel y se lo enseñaba a su alumna.

– Léelo, Felisa -oyó Camila que decía su madre-. Haz un esfuerzo, dime qué pone.

– ¿Y yo qué sé lo que pone? ¡Vengo aquí para que me enseñes! -replicaba la otra.

– Si ya lo sabes, Felisa. Recuerda: la pe con la a, pa; la te con la a, ta. Y las vocales ya ¡as conoces.;Qué he escrito? Léelo.

– …Peateatea… ¿Qué coño es eso?

– Patata, Felisa. Es patata… Voy a preparar tila. Creo que las dos la necesitamos.

– Yo no sirvo para esto, Leonor, y además tú no sabes enseñarme.

– Cargaré mucho la tila. Echaré toda la que me queda.

Aquella primera clase fue un desastre, pero Felisa García, a pesar de toda su resistencia y derrotismo, aceptó llevarse unos ejercicios para copiarlos por la noche. Así lo hizo, sentada a la mesa de la cocina después de fregar los platos, bostezando y enjugándose las lágrimas con la manga, pues los ojos le lloraban de tanto forzarlos. «A ver si por culpa de esto voy a necesitar gafas», se decía sin ser consciente de que, acostumbrada a ver el mundo a través de un velo, ya las necesitaba desde hacía mucho tiempo. Paco, que sí sabía leer aunque nunca lo hiciera, entró un momento en la cocina e hizo un amago de burlarse de ella, quizá de reprocharle que se distrajera con aquellas tonterías, pero Felisa lo ahuyentó con una mirada furibunda. Copiaba sin saber lo que hacía, con aburrimiento y desgana, el trazo tembloroso y la esperanza por los suelos. Pero, sin que ella se diera cuenta, algo muy sutil comenzaba a hilvanarse en su mente. Recónditas asociaciones iban adquiriendo sentido a base de reiterarse con machacona insistencia. En algún momento empezó a entender sonidos, a pronunciar las sílabas como si éstas le saltaran del papel a los labios. Leía «pa» en voz alta y se quedaba mirando el calendario en el que el papa Pío XII, colgado a un lado de la puerta que daba al bar, bendecía a los que por ella entraban. Decía «pa», pero no repetía aquel sonido para acabar pronunciando «papa» sino que, iluminada por una súbita revelación del entendimiento, concluía haciendo retumbar su vozarrón entre las paredes de la cocina: «patata». ¡Claro que sí: «patata»! Leonor le había dicho, para animarla, que llegaría un momento en que la lectura le resultaría tan fácil como el hecho mismo de hablar, y aquello era lo que le estaba sucediendo con la palabra «patata». La veía en el papel y era ver un dibujo del tubérculo. Felisa García no daba crédito a sus ojos.

Envalentonada, decidió entonces atacar uno de los textos largos y abstrusos que le había preparado Leonor Dot. Estuvo chamullando y maldiciendo un buen rato hasta que, poco a poco, de forma entrecortada y espasmódica, fue pronunciando las sílabas que, en sus labios, más parecían estornudos.

– …Mi… ca… sa… es…ba…ra… ta…

«Mi casa es barata», pensó, con la garganta atenazada por el orgullo de haber sabido descifrar aquellos signos ancestrales. «Qué frase tan estúpida. A mí se me ocurren mucho mejores.»

Era lunes. Benito Buroy llevaba doce días en Cabrera cuando regresó por fin a! acantilado donde le esperaba Markus Vogel. Lo hizo sin haberlo planeado, sin casi darse cuenta de cuáles eran sus verdaderas intenciones, tal como a él le gustaba resolver aquellos temas. Había salido de la Comandancia y se encontraba bajo la higuera sin saber a qué dedicar la mañana, cuando de repente, con el resuello acalambrado de quien salt3 al vacío, regresó a su habitación a por la pistola, salió a caminar y sus pasos le llevaron por el único sendero que conocía, el que pasaba junto al cementerio, bordeaba la cala Santa María y ascendía hacia lo alto de la montaña por laderas de guijarros cortante^ v lentiscos enmarañados.

Mientras ascendía descubrió que Andrés le espiaba. Aquello podía convertirse en un contratiempo, pero el muchacho no tardó en cansarse del juego. Buroy vio su espalda, ágil y corcovada como la de una alimaña, alejándose por entre los matorrales. Andrés tomó un sendero que, serpenteando por detrás del pueblo y de los barracones militares, se perdía por el monte en dirección al valle de las voces. Cuando ya estaba lejos soltó un grito que quedó suspendido unos segundos en el aire. No iba a molestar más a Buroy, pero ya le había hecho bastante daño sacándolo de su ensimismamiento. Hasta entonces había caminado sin pensar en nada, enfrascado en la contemplación del suelo. Ahora notaba el peso de la pistola en el bolsillo del pantalón.

Poco después llegaba a lo alto del macizo. Ante él se extendía la bahía de la Olla, con el peñasco clavado en sus aguas transparentes y las infinitas grutas abiertas en los taludes calizos. Se entretuvo un buen rato observando la costa. No había nadie a la vista.

Hasta aquel momento había improvisado y debía seguir haciéndolo. Descendió hasta el saliente rocoso donde la semana anterior se había encontrado con el alemán. El pellejo de la lagartija, momificado por el sol, continuaba junto a la piedra donde estuviera sentado. Un poco más allá, en una hoya protegida del viento, descubrió Buroy restos de una hoguera. Markus Vogel debía de encender fuego a menudo, pues muy cerca había ramas y leños amontonados. Benito Buroy tuvo que reprimir una vaga y desconcertante sensación de intrusión. Pero no era la primera vez que se encontraba en situaciones como aquélla. Sabía cómo enfrentarse a ellas. No podía permitirse las emociones, no debía pensar. Tenía que hacer su trabajo y salir de allí con rapidez. No regresar nunca. Con el paso del tiempo las heridas de la memoria cicatrizan y van perdiendo importancia. El olvido es un músculo que se ejercita.