– ¿Que no ronroneo? ¿Qué quieres decir con que no ronroneo?

– Pues eso. Antes, cuando ronroneabas en la cama yo ya sabía que tenías el chocho como una esponja. ¡Ahora sólo me das codazos! ¡Y qué codazos! ¡Cualquier noche me romperás una costilla!

– ¡Será por lo mal que hueles! ¡Y la esponja de mi coño está ahora en tu barriga! ¡Borracho, más que borracho!

Callaron de repente al hacerse conscientes de que no estaban solos. Se miraron con la misma inquina con que lo habrían hecho de estar citándose para más tarde tras la valla del cementerio, y regresó cada uno a sus actividades, Felisa a la cocina y Paco a su ensalada. Leonor Dot, que esperaba a Camila en la mesa junto a la ventana, pensó que aquel matrimonio hacía aguas y que no tardaría en hundirse. Razones tenía para creerlo, y sin embargo se equivocaba. El amor y el deseo transcurren por caminos muchas veces incomprensibles.

Aquella noche, en lugar de instalarse bajo la parra, Paco remoloneó por el exterior de la casa gruñendo como un oso, dedicado por entero a la febril actividad de no beber. Felisa, a la que no le gustaba ver sufrir a su marido, recogió antes de lo habitual y se acostó sin ponerse el camisón que trajera de Palma. Él entró con cierta timidez, se sentó en la cama y se desnudó rezongando. Luego, con algún apuro, se montó sobre ella. Llevaban tiempo sin hacerlo y estaban en la edad en que los cuerpos empiezan a no reconocerse como propios, por ¡o que a ambos les extrañó lo prominentes que tenían los vientres. Pero los bajos se acoplaban sin dificultad, tal como siempre había sucedido. Durante el escaso tiempo en que Paco estuvo moviéndose envolvió a Felisa la extraña sensación de que se encontraba de plácida charla con él rememorando los tiempos pasados. No sintió nada más que eso, pero para ella ya fue bastante. Aquella noche no decía Paco que la vida era una mierda ni tenía ella la necesidad de apartarlo de sí con un codazo. Luego, cuando él se descabalgó con la dificultad de quien baja de un muro, se vio incapaz Felisa de conciliar el sueño. Aunque tuviera los labios cerrados seguía hablando con Paco de cuando los chicos eran pequeños y corrían por el campo que parecían liebres, y de más tiempo atrás, mucho antes de la guerra, cuando fueron a Mallorca de viaje de novios y vivieron durante una semana como auténticos señores, paseando por las calles y comiendo en una fonda con mantel a cuadros, y de lo guapo que estaba él en aquella época, que parecía un galán de cinc. Permaneció Felisa García en vela toda la noche pensando que las miserias de la edad entierran los buenos recuerdos, hasta que las primeras luces del alba la sacaron de la cama y la devolvieron a sus tareas cotidianas.

El cantinero, por su parte, vivió a su manera aquel reencuentro fugaz con su mujer. Se quedó dormido de inmediato y, entre ronquido y ronquido, anduvo soñando que era Millán Astray a lomos de un caballo pardo paseándose por los campos de batalla cubiertos de cadáveres. Al despertarse a la mañana siguiente, complacido tanto por la hazaña de su aún no extinta virilidad como por ¡os ecos legionarios que le habían velado durante la noche, salió apresuradamente de la cama. Sin tiempo casi para atarse los pantalones, corrió a celebrarlo a escondidas con un buen trago de vino.

Hace un par de semanas, durante una de nuestras salidas en barca, el Lluent nos llevó a ver el faro. Fue al regresar de un paseo por el sur de la costa, una zona que a mí no me gusta porque los acantilados caen a pico, se precipitan en el agua formando inmensos paredones, y el mar bate contra ellos con la perseverancia y el desaliento de un animal enjaulado. Siempre me he negado a bañarme en esas aguas que parecen precipitarse hacia la profundidad, que te contagian su desesperanza y al mismo tiempo te llaman con voces que te resuenan dentro del pecho, aguas oscuras y trías como las del mar abierto. Cuando navegamos por ellas, me agarro al mástil y me quedo allí, en el centro de la barca, lo más lejos posible del mar.

Por eso me alegré ese día cuando, al superar un saliente de rocas muy negras, la bahía se abrió a nuestra derecha y el mar cambió al instante de color, se volvió verde y transparente. Pero el Lluent, en lugar de internarse en dirección al puerto, siguió costeando hasta alcanzar el pequeño atracadero donde las lanchas llegadas de Mallorca desembarcan el combustible para el faro. Amarró la barca a aquel pequeño espigón y nos propuso ascender por las escaleras que llevan hasta lo más alto de la escarpadura.

Mamá dijo que era una idea estupenda, pero yo no lo tenía tan claro. Se me hizo un nudo en la garganta al mirar hacia lo alto. A veces, no siempre, me entra un vértigo que me paraliza el cuerpo entero, y aquellas escaleras tan rudimentarias, que a tramos ascendían hacia un lado y otros en dirección contraria sin decidirse a encontrar el camino, parecían empeñadas en alcanzar las nubes. Más tarde descubrí que no era tan grave, pues el Lluent me daba su mano encallecida y era como si una rama robusta fuera tirando de mí y manteniéndome siempre a salvo. Mamá, que ascendía por delante de nosotros, se volvía a veces y se reía de mi cara de susto. Y cuando por fin alcanzó la base del faro soltó un gritito de asombro y nos hizo un gesto de apremio con las manos.

Todavía no habían puesto el cañón y no había soldados en aquel lugar. Desde allí se veía la bahía entera, el pueblo en uno de sus costados y sobre él, imponentes y arruinados, los muros del castillo. Yo no me decidía a avanzar hasta el extremo de la plataforma y me mantenía con la espalda pegada a la pared rugosa del faro. Me molestaba muchísimo no ser capaz de controlarme como mamá, pero las piernas se negaban a obedecerme.

– No hemos llegado -dijo el Lluent, sacando del bolsillo una llave grande y oxidada.

Abrió la puerta del edificio y nos invitó a pasar. Yo me quedé boquiabierta al ver que allí dentro había un jergón con un colchón de paja destripado en una de las puntas, un fogón de leña igual al que había en nuestra casa, y una mesa con dos sillas idénticas a las que tenía el capitán Constantino en su despacho. Había también una sola ventana protegida con una reja. Me dio un poco de angustia descubrir que desde ella no se alcanzaba a ver ni un pedazo de tierra, sólo el cielo y el mar. -Durante un tiempo viví aquí -dijo el Lluent-.Vamos a subir.

Tras una puerta de madera arrancaban los peldaños, que iban girando a medida que ascendían. Llegamos finalmente a una habitacioncita de cristal tan pequeña que a duras penas cabíamos los tres. En su centro se encontraba el recipiente para el petróleo y las lentes, como enormes culos de botella. Un balcón, protegido con una barandilla que a mí me pareció fragilísima, daba toda la vuelta por el exterior. El Lluent descornó una aldaba y un aire muy fresco nos acarició las caras. El pescador y mamá salieron y se acodaron confiados en la barandilla. Yo me quedé tras ellos con el corazón latiéndome enloquecidamente.

– Dios mío -dijo mamá al ver el pueblo desde allí-, en qué mundo tan pequeño vivimos.

– Más allá es grande -le respondió el Lluent señalando con el mentón el mar que se extendía a su izquierda-.También lo es la vida. Es demasiado larga, la vida.

Calló el pescador, pero de haber continuado hablando yo no habría podido escucharle. Intentaba inútilmente avanzar hacia ellos. Parecía que los pies se me hubieran fundido con el suelo y era incapaz de abrir los puños, que se aferraban al marco de la puerta sin que yo se lo ordenara. Tenía la certeza angustiosa de que si me soltaba se me llevaría el viento o se desplomaría el balcón. Me daba muchísima rabia, tanta rabia que se me revolvían las tripas, pero el corazón me bombeaba con fuerza empujándome hacia dentro, impidiéndome avanzar un solo paso. Finalmente, indignada conmigo misma, desistí de salir al exterior. El Lluent se había dado la vuelta y me miraba sin comprender lo que me sucedía. Parecía abstraído en sus pensamientos. Mi madre le miraba con una sonrisa lánguida en los labios.