– Vamos, dese prisa -dijo el capitán Constantino Martínez-. Un hombre está a punto de ahogarse.

El Lluent, que no había oído ni visto el avión, difícilmente podía imaginar dónde estaba la urgencia, pero nunca en su vida había pedido aclaraciones y no iba a empezar en aquel momento. Así que saltó a la barca, se puso a los remos y comenzó a bogar.

– Por ahí, por ahí -indicó el capitán señalando vagamente hacia delante.

El militar se había situado en la proa. Agarrado con las dos manos a la parte superior de la roda oteaba preocupado el ala del avión que emergía del agua.

– Ese trasto va a hundirse en cualquier momento. Espero que el piloto haya podido saltar.

El Lluent remaba con fuerza, pero no se molestó en volverse para ver a quién iban a rescatar. Paseaba la mirada por las casas que iban dejando cada vez más lejos, amontonadas en la montaña abrupta entre bancales yermos, los techos hundidos como si hubieran llovido rocas. En una de aquellas casas, la que estaba situada más arriba, descubrió la silueta atenta de Camila.

La niña, erguida en el porche, usaba las manos a modo de prismáticos. Había visto cómo el avión segaba las aguas con la hélice antes de quedar detenido sobre ellas. Tras unos instantes de inmovilidad absoluta, el cristal de la cabina, situado al nivel mismo del mar, se había abierto liberando a un hombre que había comenzado a nadar alejándose del aparato. La barca del Lluent se acercaba a él con lentitud, a golpe de remo. El piloto, al darse cuenta de que acudían en su busca, alzó un brazo y dejó de nadar en dirección a la costa. A aquellas alturas la cabina del avión ya se había hundido y el alerón de cola se despegaba de las aguas mostrando una cruz gamada a modo de despedida. Camila vio cómo la barca se situaba junto al piloto, y al capitán Constantino Martínez que lo ayudaba a subir a bordo. Entonces fue hasta su madre y la despertó sacudiéndola suavemente.

– Mami, un avión se ha estrellado aquí delante. Me voy a la plaza.

Leonor Dot se incorporó sobre los codos, pero Camila ya había salido a la carrera. Se puso en pie la mujer y miró hacia la bahía. No vio nada fuera de lo normal, sólo la barca del Lluent que se acercaba al muelle balanceándose sobre el mar plácido de la siesta. Alzó la mirada hacia el cielo para observar con disgusto la posición del sol. No había cosa que la molestara más que despertarse sudando. Entró en la casa y se lavó la cara en el grifo. Luego se arregló el pelo contemplándose en el pequeño espejo que había sobre él, sacó los morros para ver si tenía agrietados los labios, se los humedeció con la lengua, sostuvo su propia mirada unos instantes en el azogue y se apartó por fin con la sensación extraña de estar separándose de sí misma. Sacudiéndose la falda, salió al camino y fue tras su hija.

Encontró a Felisa García a la puerta de la cantina.

– ¿Qué sucede? -le preguntó.

– ¿Que qué sucede?;De dónde vienes tú?… Ha sido terrible, Leonor. Ha caído un avión lleno de bombas. Hemos estado a punto de volar todos por los aires.

En el muelle había algunos soldados. Paco y Camila estaban con ellos. El cantinero ayudó al Lluent a amarrar la barca mientras la niña se apartaba un poco para observar al piloto accidentado. Era un hombre alto y muy rubio, que saltó a tierra observando con evidente desolación el lugar al que había llegado. Dijo algo en alemán al capitán Constantino García, pero éste se encogió de hombros y llamó a uno de los soldados.

– Que el sargento Ridruejo vaya con un par de hombres a buscar al ermitaño. Necesitamos un intérprete… Venga… venga… ya tendrían que estar en camino.

Paco, que no se perdía un solo detalle, pensó que no tenía que ser tan difícil entenderse. A fin de cuentas, meditaba, el alemán y el español procedían ambos del latín como todos los idiomas de este mundo. Además, el español era un idioma muy comprensible en sí mismo, como atestiguaba cualquiera que tuviera dos dedos de frente. Así que el cantinero se plantó delante del piloto, que contempló con estupefacción su barriga prominente, la cadena de oro que se enmarañaba en la pelambrera de su pecho y, al fin, su cabeza coronada por unos cabellos ralos y desgreñados.

– ¡Ha tenido usted suerte! -dijo Paco gritando mucho para hacerse entender-. ¡La bofetada ha sido de órdago! Una lástima, su aparato! ¡Pero lo importante es que está a salvo en Cabrera!

Terminado su discurso de bienvenida le dio unas amistosas palmaditas en los hombros. De inmediato, al ver que se había mojado las manos, se las secó en los pantalones. El piloto permaneció unos instantes mirándolo fijamente con una absoluta y nada afable seriedad. Luego se volvió hacia el capitán Constantino Martínez. Sin molestarse en esforzarse como Paco, pronunció unas palabras del todo incomprensibles:

– Ich w'áre Ihnen dankbar, wenn Síe mir diesen ¡dioten vom Halse schafften und mir erlauben würden mich umzuziehen.

Debía de ser razonable lo que decía porque el capitán, aun sin haber entendido nada, se puso de inmediato en movimiento. Señaló el edificio desde el que Benito Buroy los contemplaba acodado en la balconada.

– Sígame a la Comandancia. Tendrá usted que secarse…y habrá que dar parte a las autoridades.

Un rato después Constantino Martínez, de pie junto al teléfono de pared, informaba de lo sucedido a la Capitanía General de Palma. El piloto, sentado junto a la mesa con una toalla en torno a la cintura y el torso desnudo, paladeaba un sorbo de fina Al acabar la conversación, el militar tomó asiento en su butaca. Miró al accidentado sin poder evitar cierta sensación de inferioridad ante aquel hombre tan grande y tan rubio. Era una situación que le molestaba enormemente, pero el alemán, recuperado del susto y más relajado, no parecía advertirlo. Esbozó una leve sonrisa alzando el vaso.

– Kóstíich!… ich bedanke michjür Ihre Gastjreundschaft und für die Schnelligkeit mtt der Sie mir zur Hilfe gekommen sind.

El capitán supuso con razón que su invitado alababa la bebida. Se echó hacia atrás en la butaca haciéndola crujir.

No sabía dónde poner las manos, así que las cruzó sobre el vientre. Se sentía tan incómodo que se decidió a hablar aunque fuera consciente de que el otro no iba a entenderle.

– Es fino de Málaga, un vino típico de aquí… En España también tenemos cosas buenas, no vaya usted a pensar.

El alemán volvió a sonreír al tiempo que inclinaba levemente la cabeza en un gesto de gratitud. Se veía que era un hombre elegante, quizá un ricachón que se entretenía coleccionando medallas de guerra. El capitán Constantino Martínez se sentía zafio ante él, zafio y miserable. Estaba seguro de que aquei individuo tenía una mujer bellísima y una gran mansión por donde corrían niños rubios de mejillas rubicundas. También, por qué no, una amante en Berlín, una cabare-tera muy racial y muy morena que cubriría esos deseos sucios que tienen todos los hombres. Sí, no cabía la menor duda. La vida de aquel alemán era un campo de rosas, mientras él se pudría en Cabrera a la espera de un destino más digno. Aquella idea lo sublevaba.

– ¿No estaban bien como estaban? -pronunció, con la sola intención de sentirse menos apocado por aquel hombre que a fin de cuencas estaba en sus manos-. Ay, Señor, en qué lío van a meternos.

– Danke!, Danke! -repetía el otro.

Fue entonces cuando, al alzar el vaso para apurar su contenido, el piloto alemán descubrió la cara radiante de Camila por el lado exterior de la ventana. La niña dio un respingo al verse sorprendida y salió corriendo hacia la cantina. Leonor Dot estaba en la barra del bar con una taza de achicoria entre las manos. Felisa García, al otro lado del mármol, vio entrar a Camila como un torbellino. Quiso decirle algo, pero la niña la interrumpió con un grito jadeante:

– ¡Es guapísimo! ¡Parece un príncipe!

La cantinera alzó las cejas y se volvió hacia Leonor Dot meneando la cabeza.