Mamá, con esa voz firme aunque muy dulce que utiliza en los momentos difíciles, le explicó que Pepe había muerto por defender sus ideas y que aquello debía bastarnos. Pero papá no estaba únicamente apenado por la noticia o cansado de ver que todo se volvía en su contra. Sabía muy bien lo que estaba diciendo, lo había pensado. «Si te juegas el pellejo ha de ser para llegar a alguna parte -dijo-.Y si por culpa de eso te sacan de este mundo a balazos, ha de valer la pena lo que dejes atrás. No puede ser que hayamos destrozado todo lo que queríamos para que este jodido país siga siendo lo que era, peor de lo que era. Mira a la niña.» Me señalaba con el dedo. A mí me dio un vuelco el corazón porque comprendí que papá acababa de descubrir que ya no podía darme nada. «No hemos sabido defender su futuro», dijo.

Lo recuerdo como si fuera ahora. Se quedó mirándome de esa forma triste como miran los hombres derrotados. Yo tenía ganas de llorar, pero me contuve apretando los labios, porque llorar me parece una forma demasiado fácil de resolver los problemas. Le sostuve la mirada y noté que papá, aunque no se movía, recuperaba lentamente su manera normal de ser. «Camila -me dijo por fin-, voy a intentar que te vayas de España. A los Estados Unidos, si puedo, o a México. Esto se hunde, cariño, y he de ponerte a salvo… No sé si puedes entenderlo.»

No. No podía porque era muy niña y un poco estúpida, pero dije que sí con la cabeza intentando que no vieran el miedo que me daba viajar sola a países tan lejanos. Bueno, mi padre no podría hacer lo que me dijo. Pocos días después desapareció para siempre, y yo no viajé a ningún sitio.

– Constantino -dijo Felisa García-, he venido a ofrecerle una solución a un problema que usted todavía no sabe que tiene.

El militar, sentado en su butaca, miró a la mujer con poco entusiasmo. Pues claro que tenía problemas, meditaba, y por supuesto que se le plantearían otros nuevos, cientos de ellos, pero no por eso había que andar adelantándolos. Todo aquello de lo que no tenía noticia no estaba bajo su responsabilidad, y en eso el capitán Constantino Martínez, acostumbrado a una vida entera en el ejército, era muy estricto. Los escalafones superiores estaban para algo. Ellos debían decidir en qué medida cualquier cosa era o no un problema y si le tocaba a él solventarlo. Mientras tanto, el supuesto problema, sencillamente, no existía. En ello radicaba la tranquilidad de espíritu que le proporcionaba la lógica castrense, y no era cosa de andar subvirtiéndola. Así que, sólo por miedo a la cantinera, señaló las sillas situadas al otro lado de su mesa de despacho.

– Siéntese, mujer. Pero preferiría que me hablara de sus problemas y no de los míos. Si está en mi mano, será un placer echarle… esa mano. Ya me entiende.

– Yo también los tengo, Constantino, claro que sí -comenzó Felisa García tras sentarse con el gruñido habitual con que acostumbraba llamar al orden a sus articulaciones-.Y le ayudo con la esperanza de ayudarme también a mí misma. Verá usted, la semana pasada fusilaron a Pascual. Yo no tuve valor para asomarme y no sabe cuánto me arrepiento. Hacía mucho tiempo que no veía a Pascual. Era nuestro carbonero, un hombre muy tranquilo y también una buena persona.

El capitán empezaba a sentirse verdaderamente irritado. A cualquier otro lo habría despachado con cajas destempladas, pero ante Felisa García se limitó a hacer crujir su butaca con un movimiento de impaciencia.

– Es un poco tarde para interceder por él -ironizó-. Le aseguro, de todas maneras, que hizo méritos suficientes para no merecer que usted se preocupe. Dejémosle descansar en paz.

La cantinera no iba a bajarse del burro. A Pascual lo había conocido bien porque se había criado con ella, y sabía que si había cometido alguna atrocidad en el frente habría sido sin duda por obedecer una orden. Porque Pascual era tan asustadizo como una oveja y tan ignorante que no sabía ni dónde estaba el Mediterráneo, que lo rodeaba por todas partes.

– Cada día rezo por su alma -insistió-. Poquito, porque tengo muchas ocupaciones, pero rezo.-. El caso es que mi hijo, no Andrés, sino el otro, aprendió el oficio con él. Le encantaba pasar las noches con Pascual junto a la carbonera.

– ¿Y eso, en qué me concierne?

– No sea cazurro, Constantino.Y perdóneme… pero tiene usted un camión que funciona a gasógeno y en esta isla ya no hay nadie que haga carbón. Mi hijo, aunque inválido, es un hombre responsable. Con la ayuda de un par de soldados podría preparar todo el carbón necesario para poner en marcha el camión, y de paso para calentarnos en invierno y cocinar con un poco más de comodidad. Sólo tendría usted que conseguir que regresara a Cabrera.

El capitán enarcó las cejas y tamborileó en la mesa con las yemas de ¡os dedos.

– No es mala idea -contestó-, debo reconocerlo. Ahora está en Madrid, ¿no es cierto?

– Sí. Y no quiere volver. Pero digo yo que ustedes podrán convencerlo… por las buenas, naturalmente, que el pobre bastante ha sufrido ya por España.

– Y su marido, ¿qué opina? ¿Está de acuerdo con usted?

Felisa García alzó las manos hacia el techo lleno de grietas como si invocara una autoridad divina.

– Mi marido no tiene opiniones. Debería usted saberlo, Constantino.

El militar soltó una risotada. Se le había pasado el malhumor. Abrió un cajón de su escritorio, sacó un purito y lo encendió, diciéndose que sus heridas interiores podían irse a paseo. La verdad era que Felisa García tenía razón. Cabrera debía ser capaz de abastecerse por sí misma si, tal como se pronosticaba, llegaban tiempos peores. Los submarinos alemanes ya surcaban aquellas aguas rastreando los convoyes británicos. Aunque la guerra se desarrollara en el mar, había que estar preparados para dar cobijo a unos y rechazar a otros si se hacía necesario. Y el teniente de la marina que le trajo el camión le había avisado de que no iban a volver por allí en bastante tiempo.

– Veré lo que se puede hacer… Pero me deberá usted un jamón, por lo menos.

– Délo por hecho. Se lo pediré a mi cuñado.

Cuando salió a la plaza, Felisa García avanzó unos pasos para buscar la sombra de la higuera, y se quedó allí retorciéndose las manos con la mirada perdida en el mar. No estaba segura de lo que acababa de hacer, pero tenía la impresión de que el mundo se desordenaba cada vez más y que había que intentar evitarlo. Si algo tenia claro Felisa García era que los países debían permanecer donde estaban, con sus fronteras tan bien dibujadas en los mapas que daba gusto verlos cada uno de un color distinto, y que los vecinos debían saludarse con respeto en lugar de andar matándose entre sí, y que los hijos debían buscar una mujer o regresar con sus padres y no andar mendigando en la capital. Todo debía estar en su sitio, porque era la única manera de que cada uno supiera dónde aposentar el culo. Así de sencillo. ¿Qué pintaba su hijo, que hasta que fuera a la guerra no había salido de Cabrera más que unas pocas veces para visitar a su tía en Palma, vendiendo cupones en una esquina de Madrid? ¿Iba a ser feliz allí? ¿No iba a encontrarse con que poco a poco regresaba la normalidad a la capital mientras él continuaba en su esquina cada vez más desplazado y maltrecho, incómodo recuerdo de unos tiempos que nadie querría rememorar? Para Felisa García, la vida no tenía sentido si un hijo no disponía de un lugar en el que resguardarse cuando todo le iba mal.

«Las brújulas no deberían señalar el norte, sino la casa de cada uno», se dijo a la sombra de la higuera.

Y en el pensamiento encontró una vez más la tranquilidad. Tan contenta estaba de haber sabido resumir sus ideas confusas en una sola frase nítida y bien planteada, que en lugar de encaminarse hacia la cantina fue a ver a Leonor Dot. Su amiga, que se hallaba en el huerto, se le ofreció de inmediato cuando la vio entrar resollando con fuerza y pidiendo su ayuda. Felisa quería que escribiera en un papel la frase que se le había ocurrido.