– El mar y el cielo son caprichosos porque son muy grandes. Míralo, mira a tu alrededor. Hay mar por todas partes, no se acaba nunca… Y fíjate en nosotros. ¿Qué somos nosotros? Una menudencia, eso es. No daríamos ni para un poco de sustancia. Aquí hay demasiado caldo para tan poca carne.

Entonces señalaba al perro que correteaba por la barca deteniéndose a menudo, el rabo enhiesto y el hocico inquieto, extremadamente atento a todo lo que no podía verse.

– Él sí sabe cuándo va a haber tormenta. Si se pone a aullar como un condenado, no lo dudes. Vuelve a puerto tan rápido como puedas.

Otros pescadores se veían también sorprendidos, en aquellos meses de septiembre, por los caprichos del cielo y del mar. A veces entraban en la bahía a lomos de la espuma y alcanzaban el muelle jadeantes y empapados. Así sucedió al anochecer de aquel día en que Camila consiguiera dar un largo paseo en un camión que no iba a ninguna parte. A media tarde el cielo se había cubierto y había comenzado a sonar un aullido permanente, un triste lamento. Un rato después el mar parecía hervir con las entrañas más irías que nunca. Paco, que se encontraba bajo el emparrado, vio aparecer una barcaza ventruda y cenicienta. En un costado, con letras grandes y descuidadas, llevaba escrito su nombre: Margarita. Dio una voz al Lluent, que jugaba dentro al dominó con unos soldados.

– Mala cosa -dijo e! pescador tras asomarse a la puerta y echar un vistazo-. Son pescadores de marrajo. No esperes nada bueno de ellos.

Eran tres hombres de aspecto hosco y desaseado. Cuando entraron en el bar habían empezado a servirse las cenas. Benito Buroy estaba solo en una mesa, y Leonor Dot y Camila en su lugar habitual junto a la ventana. Los recién llegados se plantaron frente a la barra. Uno de ellos la golpeó con el puño cerrado. Paco entró con paso vacilante y se situó al otro lado del mostrador.

– Orujo -le dijo el hombre-. Hay que joderse con el tiempo. Me cago en esta mierda de oficio, y en esta mierda de sitio y en todo. ¡Me cago en Dios, hostia!

– No es buena la noche -congenió el cantinero-. Quizá querréis comer algo.

– ¡Tú saca la botella y vete a que te den por el culo! ¡Y nos invitas, mariconazo, que no estamos aquí por gusto! Si al menos tuvieras algunas putas…

Se volvió hacia la sala.

– Porque, ¿hay putas aquí, o no las hay?

Los otros le rieron la gracia mientras Paco se apresuraba a poner sobre el mármol una botella y tres vasos. En la cantina se había hecho un silencio profundo. Se oía tan sólo el ruido de los cubiertos y. en el exterior, el lamento lúgubre del viento. Leonor Dot y Camila comían sin levantar la vista del plato. Entonces sonó el chasquido de una ficha de dominó al golpear con fuerza la mesa y la voz del Lluent que dijo de forma bien clara:

– Cinco doble. Quien tenga cojones para meterse conmigo, que lo diga.

Tras dirigirle una mirada desganada, el que llevaba la voz cantante se volvió de nuevo hacia la barra y vació de un trago su vaso de orujo. Otro de los marrajeros, el más joven, hizo ademán de encararse con el Lluent, pero el tercero de ellos, de edad avanzada, corpulento y estrábico, lo retuvo por el brazo. El Lluent continuó hablando sin levantarse de la mesa y sin molestarse en mirarlos. Parecía dirigirse a los soldados que, muy incómodos, ponían todo su empeño en atender al juego.

– Coged el orujo y salid de aquí. No os invita Paco, os invito yo. En mi casa hay leña para encender un fuego. Hay mantas en el arcón, podéis acostaros en el suelo. Yo iré más tarde.

Dos de los marrajeros agarraron la botella y los vasos y se encaminaron hacia la puerta. Pero el joven se revolvió con cólera.

– ¿Es que vamos a hacerle caso? ¿Vamos a hacer caso a este malparido?

El bizco, desde la entrada del local, le hizo un gesto con la cabeza. Luego, viendo que el joven no se movía, regresó sobre sus pasos, lo apresó por el cuello del impermeable y lo arrastró hasta sacarlo del local. Antes de salir él también se volvió hacia el pescador.

– Lluent -dijo-, un día de estos tendrás un disgusto.

Sus voces se fueron apagando a medida que cruzaban la plaza. En la cantina se respiró un ambiente de alivio pero también de malestar. Aunque todos continuaban con lo mismo que hacían antes de la llegada de aquellos hombres, parecían incapaces de desembarazarse de la sensación de peligro, de humillación.

Camila dejó los cubiertos apoyados en el plato, se levantó de la mesa y fue hasta el Lluent. Posó una mano sobre el antebrazo del pescador.

– ¿Vas a dormir con ellos? -le preguntó con un hilo de voz.

El Lluent contempló la mano suave, los dedos largos de la niña. Luego la miró a los ojos y esbozó una sonrisa que apareció como una grieta en sus labios resecos.

– Peor es dormir solo -contestó.

Felisa está triste porque hoy han fusilado en el cementerio a un hombre que de niño jugaba con ella. A veces, cuando veo cuánto maltrata la vida a las personas, me da por pensar que a mí también me maltratará, que me pasarán cosas terribles como a mamá, o que yo misma haré otras de las que tendré que arrepentirme y con las que quizá cargue para siempre en la conciencia. Supongo que es fácil equivocarse, perder el camino o dejarse vencer por el cansancio, tirarlo todo por la borda, vamos. Debe de ser muy tentador cuando una lleva mucho tiempo viviendo y empieza a comprobar que no sucede casi nada de todo aquello que esperaba. Eso dice mamá, que cuando eres joven te ves capaz de abrazar el mundo entero, y que a medida que pasan las décadas vas abarcando menos con los brazos, a algunas personas queridas, y que al final te basta con abrazarte a la almohada en las noches largas de insomnio. Felisa, con sus pensamientos extraños, viene a decir lo mismo aunque de otra manera. Dice que el futuro es mejor tenerlo por delante, que así todo es más bonito.

Recuerdo una noche en la que papá llegó a casa muy, pero que muy mal. En aquella época siempre estaba preocupado o molesto por cosas de las que no quería hablar, pero aquella noche rompió su silencio. Para cenar había lentejas con chorizo y yo las odiaba. En cualquier otra ocasión me habría quejado, y estaba a punto de hacerlo, pero papá, tras sentarse a la mesa sin saludarnos siquiera, se había quedado con la cuchara vacía a medio camino entre el plato y la boca, tan inmóvil que daba miedo mirarlo. Mamá, comprendiendo que pasaba algo malo, tampoco comía. Esperaba. Parecía que los tres odiáramos las lentejas. Entonces papá dejó con mucho cuidado la cuchara sobre el guiso, como si pusiera una barca de papel en el agua de un estanque, y sin dejar de observarla atentamente dijo: «Ayer mataron a Pepe. Me ha llegado una nota del frente…

Mamá dijo «Dios mío», se levantó y abrazó a papá por la espalda apoyando la mejilla en su pelo.

Pepe era el hermano de papá, el único que tenía. No se llevaban muy bien porque era anarquista, pero se habían criado juntos y siempre se habían ido visitando aunque fuera para continuar sus interminables peleas. Tenían miedo de no conocerse si dejaban de verse. Recuerdo a Pepe sentado en el salón de casa riéndose y soltando palabrotas para que no viéramos la incomodidad que sentía, y a mi padre mirándolo en silencio, sufriendo por no saber qué decirle. Mamá y yo, durante aquellas visitas que tantas veces acababan a gritos, suplicábamos al cielo que no bebieran mucho, que no hablaran, que se limitaran a estar juntos un rato, a darse luego un abrazo y a irse cada uno por su lado queriéndose a su manera, un poco por obligación y un poco por respeto al recuerdo de la infancia que habían pasado juntos.

Por eso estaba papá tan mal aquella noche, porque habían matado a su hermano. Yo, que entonces era muy niña, empecé a comer lentejas para ponerle!as cosas más fáciles. Pero papá no me veía. Dijo: «Lo peor es que todo ha sido para nada. Tanto sacrificio, tanta sangre… para nada. Pasaremos a la historia por habernos ido a la mierda en un esfuerzo inútil».