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El taxi los dejó en una esquina del Mercado y Ruperto ¿ven?, ahí estaba ya su gente. Las dos camionetas con parlantes, estacionadas entre los puestos, hacían un ruido infernal. De una salía música, de otra una voz retumbante, y Trifulcio tuvo que sujetarse de Urondo. ¿Qué pasaba, negro, seguía el soroche? No, murmuró Trifulcio, ya pasó. Unos tipos repartían volantes, otros llamaban a la gente con bocinas, poco a poco iba engordando el grupo alrededor de las camionetas. Pero la mayoría de hombres y mujeres seguían vendiendo y comprando en los puestos de verduras, de frutas y de ropa. Qué éxito, Trifulcio, dijo el capataz Martínez, sólo te miran a ti. Y Téllez: las ventajas de ser feo, Trifulcio. Ruperto trepó a una camioneta, se dio de abrazos con los tipos que estaban ahí, y agarró el micro. Acérquense, acérquense, arequipeños, oigan.

Urondo, Téllez, el capataz Martínez se mezclaron con las placeras, los compradores, los mendigos, y los azuzaban: acérquense, vengan, oigan. Unas cinco horas para que termine lo del teatro, pensaba Trifulcio, y la noche ocho horas más, y a lo mejor no partirían hasta el mediodía: no iba a aguantar tanto. Atardecía, aumentaba el frío, entre los puestos de mercaderías había mesitas alumbradas con velas donde la gente comía. Le temblaban las piernas, sentía la espalda mojada, fuego en las sienes. Se dejó caer sobre un cajón y se tocó el pecho: latía. La mujer que vendía tocuyos lo miró desde el mostrador y lanzó una carcajada: es usted el primero que veo, antes sólo en película. Es verdad, pensó Trifulcio, en Arequipa no hay morenos. ¿Está enfermo?, dijo la mujer, ¿quiere un vaso de agua? Sí, gracias. No estaba enfermo, era la altura. El agua le hizo bien y fue a ayudar a los otros. Prepárense para demostrarles a ésos, rugía Ruperto, con el puño en alto, y lo escuchaban muchos ya. Bloqueaban la calle y Téllez, Urondo, el capataz Martínez y los tipos de las camionetas iban de un lado a otro aplaudiendo y animando a los curiosos. Al Municipal a demostrarles a ésos, y Ruperto se golpeaba el pecho. Está borracho, pensó Trifulcio, afanosamente tragando aire.

– Y quién les hizo creer que había tantos odriístas en Arequipa -dijo Ambrosio.

– La contra-manifestación del Partido Restaurador en el Mercado -dijo Ludovico-. Fuimos a ver y la cosa estaba que ardía.

– ¿Qué le dije, Molina? -el doctor Lama señaló la muchedumbre-. Lástima que Bermúdez no pueda ver esto.

– Hábleles de una vez, doctor Lama -dijo Molina-. Necesito llevarme a mi gente pronto, para darles instrucciones.

– Sí, les diré unas palabras -dijo el doctor Lama- Ábranme camino hasta las camionetas.

– ¿El plan era hacerlos pan con pescado a los de la Coalición? -dijo Ambrosio.

– Nosotros entrábamos al teatro y armábamos el lío adentro -dijo Ludovico-. Y cuando salieran se iban a dar de bruces con la contra-manifestación. Como idea estaba bien, sólo que no resultó.

Apretado contra la gente que escuchaba, reía y aplaudía, Trifulcio cerró la boca. No se moría, no parecía que los huesos se fueran a quebrar de frío, ya no sentía que el corazón se iba a parar. Y habían desaparecido los agujazos en la cabeza. Escuchaba los alaridos de Ruperto y veía a la gente empujándose para llegar a la camioneta en la que habían comenzado a repartir trago y regalos. En la media luz, reconocía las caras de Téllez, de Urondo, del capataz Martínez, salpicadas entre los oyentes, y los imaginaba aplaudiendo, animando. Él no hacía nada; respiraba despacio, se tomaba el pulso, pensaba si no me muevo aguantaré.

Y en eso hubo movimientos, encontrones, el mar de cabezas onduló, un grupo de hombres se acercó a la camioneta y los de arriba los ayudaron a subir a la plataforma. ¡Tres hurras por el Secretario General del Partido Restaurador! gritó Ruperto y Trifulcio lo reconoció: el que le había dado el remedio contra el soroche, el doctor. Silencio, el doctor Lama iba a hablarles, aullaba Ruperto. El que daba las órdenes había subido a la camioneta también.

– Con todos éstos la cosa está botada -dijo Ludovico.

– Hay bastante gente, sí -dijo Molina-. No los emborrachen mucho, nomás.

– Vamos a colocar unos cuantos guardias en el teatro, don Cayo -dijo el Prefecto-. Uniformados y armados, sí. Se lo advertí a la Coalición. No, no se opusieron. Es una precaución que no está demás, don Cayo.

– ¿Cuánta gente ha reunido Lama en el mercado? -dijo Cayo Bermúdez-. Dígame lo que comprobó usted con sus propios ojos, Molina.

– No sé calcular, pero bastante -dijo Molina-. Mil personas, tal vez. La cosa se presenta bien. Los que van a entrar ya están en el local del partido. De ahí le hablo, don Cayo.

Estaba oscureciendo rápido y Trifulcio ya no podía verle la cara al doctor Lama, sólo oírlo. No era Ruperto, sabía hablar. En difícil y con elegancia, a favor de Odría y del pueblo, en contra de la Coalición. Bien, aunque no tanto como el senador Arévalo, pensaba Trifulcio. Téllez lo agarró del brazo: nos íbamos, negro. Se abrieron paso a codazos, en la esquina había una camioneta y adentro Urondo, el capataz Martínez, – el que daba las órdenes, y los dos limeños, hablando de rocotos rellenos. ¿Cómo iba el soroche, Trifulcio? Mejor ya. La camioneta cruzó calles oscuras, paró frente al partido Restaurador. Las luces prendidas, los cuartos llenos de gente, y otra vez los latidos, el frío, la sofocación. El que daba las órdenes y el Chino Molina hacían las presentaciones: mírense bien las caras, ustedes son los que entrarán a la candela.

Les habían traído trago, cigarros y sandwiches. Los dos limeños estaban achispados, los arequipeños borrachos a morir. No moverse, respirar hondo, aguantar.

– Nos dividieron en grupos de a dos -dijo Ludovico-. A Hipólito y a mí nos separaron.

– Ludovico Pantoja con el negro -dijo Molina-. ¿Trifulcio, no?

– Me dieron de yunta al que andaba hecho polvo por el soroche -dijo Ludovico-. Uno de los que mataron en el teatro. Fíjate si no me pasó cerca, Ambrosio.

– Son veintidós, once parejitas -dijo Molina-. Reconózcanse bien, no se vayan a confundir.

– Nos mataron tres y a catorce nos mandaron al hospital -dijo Ludovico-. Y el cobarde de Hipólito ileso, dime si es justo.

– Quiero ver si han entendido -dijo Molina-. A ver, tú, repíteme lo que vas a hacer.

El que iba a ser su pareja le pasó la botella y Trifulcio tomó un trago: gusanitos que corrían por su cuerpo y calor. Trifulcio estiró la mano: tanto gusto, a él siendo de Lima ¿la altura no le había hecho nada?

Nada, dijo Ludovico, y se sonrieron. Tú, decía Molina, y uno se paraba: yo a la platea, izquierda y atrás, con éste. Y Molina: ¿y tú? Otro se paraba: a la galería, al centro, con aquél. Todos se levantaron para responder pero cuando le tocó a Trifulcio, siguió sentado: a la platea, junto al escenario, con el señor. ¿Por qué no van los negros a cazuela?, dijo Urondo, y hubo risitas.

– ¿O sea que ya saben?-dijo Molina-. No hacen nada hasta oír el silbato y la voz de orden. Es decir ¡Viva el General Odría! ¿Quién dará la voz?

– Yo la daré -dijo el que daba las órdenes-. Estaré en primera fila de galería, justo en el centro.

– Pero hay una cosa que quisiera aclarar, Inspector Molina -dijo una voz avergonzada-. Ellos se han venido preparados. He visto a su gente, en los autos, haciendo propaganda. Maleantes conocidos, Inspector. Argüelles, por ejemplo. Un chavetero viejo, señor.

– También se han traído matones de Lima -dijo otra voz-. Lo menos quince, inspector.

– Esos guardias que Molina convenció no tenían experiencia, iban con la moral baja -dijo Ludovico-. Yo empecé a olérmelas que si la cosa se ponía fea, iban a correr.

– Si algo falla, para eso estará ahí la guardia de asalto -dijo Molina-. Tiene órdenes bien claras. O sea que déjense de mariconadas.

– Si cree que era por miedo, se equivoca, Inspector -dijo la voz avergonzada-. Sólo quería aclararle las cosas.