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– Qué me quedaba, ya todos se estaban echando -dijo Ludovico-. El negro sacó su cadena y se lanzó al escenario dando empujones. Saqué la pistola y me fui detrás de él. Con otros dos tipos pudimos llegar hasta la primera fila. Ahí nos esperaban los de los brazaletes.

Algunos del escenario corrían hacia las salidas; otros miraban a los tipos del servicio de orden que habían formado una muralla y esperaban, con los palos en alto, al negrazo y a los otros dos que avanzaban remeciendo las cadenas sobre sus cabezas. Éntrales Urondo, gritó Trifulcio, éntrales Téllez. Hizo chicotear la cadena como un domador su látigo, y el de los brazaletes que estaba más cerca soltó el palo y cayó al suelo agarrándose la cara. Sube negro, gritó Urondo, y Téllez ¡nosotros los aguantamos, negro! Trifulcio los vio aventándose contra el grupito que defendía la escalerilla al escenario, y remolineando su cadena, se aventó él también.

– Me quedé separado de mi pareja y de los otros -dijo Ludovico-. Se formó una pared de matones entre ellos y yo. Se estaban fajando como con diez y había lo menos cinco rodeándome. Los tenía quietos con la pistola, y gritaba Hipólito, Hipólito. Y en eso el fin del mundo, hermano.

Las granadas cayeron desde la galería como un puñado de piedras pardas, rebotaron con golpes secos sobre las sillas de la platea y las tablas del escenario, y al instante comenzaron a elevarse espirales de humo.

En pocos segundos la atmósfera se emblanqueció, endureció, y un vapor espeso y ardiente fue mezclando y borrando los cuerpos. El griterío creció, ruido de cuerpos que rodaban, de sillas que se rompían, toses, y Trifulcio dejó de pelear. Sentía que los brazos se le escurrían, la cadena se desprendió de sus manos, las piernas se le doblaron y sus ojos, entre las nubes quemantes, alcanzaron a divisar las siluetas del escenario que huían con pañuelos contra las bocas, y a los tipos de los brazaletes que se habían juntado y, tapándose la nariz, se le acercaban como nadando. No se pudo incorporar, se golpeaba el pecho con el puño, abría la boca todo lo que podía. No sentía los palazos que habían empezado a descargar sobre él. Aire, como un pescado, Tomasa, atinó todavía a pensar.

– Me quedé ciego -dijo Ludovico-. Y lo peor el ahogo, hermano. Empecé a disparar a la loca. No me daba cuenta que eran granadas, creí que me habían quemado por atrás.

– Gases lacrimógenos en un local cerrado, varios muertos, decenas de heridos -dijo el senador Landa-. No se puede pedir más ¿no, Fermín? Aunque tenga siete vidas, Bermúdez no sobrevive a esto.

– Se me acabaron las balas en un dos por tres -dijo Ludovico-. No podía abrir los ojos. Sentí que me partían la cabeza y caí soñado. Cuántos me caerían encima, Ambrosio.

– Algunos incidentes don Cayo -dijo el Prefecto-. Parece que les destrozaron el mitin, eso sí. La gente está saliendo despavorida del Municipal.

– La guardia de asalto ha comenzado a entrar al teatro -dijo Molina-. Ha habido tiros adentro. No, no sé todavía si hay muertos, don Cayo.

– No sé cuanto rato pasó, pero abrí los ojos y el humo seguía -dijo Ludovico-. Me sentía peor que muerto. Sangrando por todas partes, Ambrosio. Y en eso vi al perro de Hipólito.

– ¿Pateando a tu pareja él también? -se rió Ambrosio-. O sea que los engatuzó. No había resultado tan cojudo como creíamos.

– Ayúdame, ayúdame -gritó Ludovico-. Nada, como si no me conociera. Siguió pateando al negro, y de repente los otros que estaban con él me vieron y me cayeron encima. Otra vez las patadas, los palazos. Ahí me desmayé de nuevo, Ambrosio.

– Que la policía despeje todas las calles, Prefecto -dijo Cayo Bermúdez-. No permita ninguna manifestación, detenga a todos los líderes de la Coalición. ¿Ya tiene lista de víctimas? ¿Hay muertos?

– Como despertar y seguir viendo la pesadilla -dijo Ludovico-. El teatro ya estaba casi vacío. Todo roto, sangre salpicada, mi pareja en medio de un charco. Ni recuerdo de cara le dejaron al viejo. Y había tipos tirados, tosiendo.

– Sí, una gran manifestación en la Plaza de Armas, don Cayo -dijo Molina-. El Prefecto está con el Comandante ahora. No creo que convenga, don Cayo. Son miles de personas.

– Que la disuelvan inmediatamente, idiota -dijo Cayo Bermúdez-. ¿No se da cuenta que la cosa va a crecer con lo ocurrido? Póngame en contacto con el Comandante. Que despejen las calles ahora mismo, Molina.

– Después entraron los guardias y uno todavía me pateó, viéndome así -dijo Ludovico-. Soy investigador, soy del cuerpo. Por fin vi la cara del Chino Molina. Me sacaron por una puerta falsa. Después me volví a desmayar y sólo desperté en el hospital. Toda la ciudad estaba en huelga ya.

– Las cosas están empeorando, don Cayo -dijo Molina-. Han desempedrado las calles, hay barricadas por todo el centro. La guardia de asalto no puede disolver una manifestación así.

– Tiene que intervenir el Ejército, don Cayo -dijo el Prefecto-. Pero el general Alvarado dice que sólo sacará la tropa si se lo ordena el Ministro de Guerra.

– Mi compañero de cuarto era uno de los tipos del senador -dijo Ludovico-. Una pierna rota. Me daba noticias de lo que iba pasando en Arequipa y me malograba los nervios. Tenía un miedo, hermano.

– Está bien -dijo Cayo Bermúdez-. Voy a hacer que el general Llerena dé la orden.

– Me escaparé, la calle es más segura que el hospital -dijo Téllez-. No quiero que me pase lo que a Martínez, lo que al negro. Conozco a uno que se llama Urquiza. Le pediré que me esconda en su casa.

– No va a pasar nada, aquí no van a entrar -dijo Ludovico-. Qué tanto que haya huelga general. El Ejército les meterá bala.

– ¿Y dónde está el Ejército que no se ve? -dijo Téllez-. Si se antojan de lincharnos, pueden entrar aquí como a su casa. Ni siquiera hay un guardia en el hospital.

– Nadie sabe que estamos acá -dijo Ludovico-. Y aunque supieran. Creerán que somos de la Coalición, que somos víctimas.

– No, porque aquí no nos conocen -dijo Téllez-. Se darán cuenta que vinimos de afuera. Esta noche me voy donde Urquiza. Puedo caminar, a pesar del yeso.

– Estaba medio tronado de susto, por lo que habían matado a sus dos compañeros en el teatro -dijo Ludovico-. Piden la renuncia del Ministro de Gobierno, decía, entrarán y nos colgarán de los faroles. ¿Pero qué es lo que está pasando, carajo?

– Está pasando casi una revolución -dijo Molina-. El pueblo se adueñó de la calle, don Cayo. Hemos tenido que retirar hasta los agentes de tránsito para que no los apedréen. ¿Por qué no llega la orden para que actúe el Ejército, don Cayo?

– ¿Y ellos, señor? -dijo Téllez-. ¿Qué han hecho con Martínez, con el viejo?

– No te preocupes, ya los enterramos -dijo Molina-. ¿Tú eres Téllez, no? Tu jefe te ha dejado plata en la Prefectura para que regreses a Ica en ómnibus, apenas puedas caminar.

– ¿Y por qué los han enterrado aquí, señor? -dijo Téllez-. Martínez tiene mujer e hijos en Ica, Trifulcio tiene parientes en Chincha. Por qué no los mandaron allá para que los enterraran las familias. Por qué aquí, como perros. Nadie va a venir a visitarlos nunca, señor.

– ¿Hipólito? -dijo Molina-. Tomó su colectivo a Lima a pesar de mis órdenes. Le pedí que se quedara a ayudarnos y se largó. Sí, ya sé que se portó mal en el teatro, Ludovico. Pero voy a pasar un parte a Lozano y lo voy a joder.

– Cálmese, Molina -dijo Cayo Bermúdez-. Con calma, con detalles, vaya por partes. Cuál es la situación, exactamente.

– La situación es que la policía ya no está en condiciones de restablecer el orden, don Cayo -dijo el Prefecto-. Se lo repito una vez más. Si no interviene el Ejército aquí va a pasar cualquier cosa.

– ¿La situación? -dijo el general Llerena-. Muy simple, Paredes. La imbecilidad de Bermúdez nos ha puesto entre la espada y la pared. Las embarró y ahora quiere que el Ejército arregle las cosas con una demostración de fuerza.