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– ¿El Presidente está enterado? -dijo Lozano-. En ese caso, todo cambia, senador.

– Oficialmente, el Presidente no puede estar enterado -dijo don Emilio Arévalo-. Para eso estamos los amigos del Presidente, Lozano.

La chicha me hizo peor, pensó Trifulcio. La sangre se le había parado, puesto a hervir. Pero disimulaba, alargando la mano hacia su enorme vaso y sonriendo a Téllez, Urondo, Ruperto y el capataz Martínez: salud.

Ellos estaban ya picaditos. El cholón maceteado se las daba de culto, en la casa del lado había dormido Bolívar, las chicherías de Yanahuara eran las mejores del mundo, y se reía con suficiencia: en Lima no tenían esas cosas ¿no? Le habían explicado que venían de Ica, pero no entendía. Trifulcio pensó: si en vez de una, hubiera tomado dos pastillas no me habría vuelto el soroche. Miraba las paredes tiznadas, las mujeres trajinando con fuentes de picantes entre el fogón y la mesa, y se tomaba el pulso. No se había parado, seguía circulando, pero despacito. Y hervía, eso sí, ahí estaban las oleadas calientes batiendo contra su pecho. Que llegara la noche, que se acabara el trabajito del teatro, regresar a Ica de una vez. ¿No es hora de ir al Mercado?, dijo el capataz Martínez. Ruperto miró su reloj: había tiempo, no eran las cuatro. Por las puertas abiertas de la chichería, Trifulcio veía la placita, las bancas y los árboles, unos chiquillos haciendo bailar trompos, los muros blancos de la iglesita. No era la altura, era la vejez. Pasó un carro con altoparlantes, Todos al Municipal, Todos con la Coalición, y Ruperto echó un carajo: ya verán. Quieto characato, dijo Téllez, aguántate hasta después. ¿Cómo va el soroche, abuelo?, dijo Ruperto. Mejor, nieto, sonrió Trifulcio. Y lo odió.

– Todo bien, senador, sólo que he tomado mis precauciones -dijo Lozano-. Irán, pero menos y los demás llegarán muy tarde. Cuento con usted por si…

– Cuenta conmigo para todo, Lozano -dijo don Emilio Arévalo-. Y, además, cuenta con el agradecimiento de la Coalición. Esos caballeros creen que es un servicio a ellos. Que lo crean, mejor para usted.

– ¿Todavía no se puede comunicar con Arequipa? -dijo Cayo Bermúdez-. Es el colmo, doctorcito.

– No me han gustado nada los famosos rocotos -dijo Hipólito-. Me arde todo, Ludovico.

– Sólo he convencido a diez -dijo Molina-. Los otros nones, nada de meternos ahí vestidos de civil, por más primas de riesgo que nos den. ¿Qué le parece, Prefecto?

– Diez, más los dos de Lima y los cinco del senador son diecisiete -dijo el Prefecto-. Si es verdad que Lama levanta el Mercado la cosa puede funcionar. Diecisiete tipos con huevos pueden armar el burdel adentro, cómo no. Creo que sí, Molina.

– Soy tonto, pero no tan tonto como creen esos caballeros, senador -dijo Lozano-. Yo no acepto cheques nunca.

– ¿Aló, Arequipa? -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Molina? ¿Qué pasó, Molina, dónde diablos se metió usted?

– Ellos tampoco son tan tontos -dijo don Emilio Arévalo-. Es un cheque al portador, Lozano.

– Pero si el que lo ha estado llamando todo el día soy yo, don Cayo -dijo Molina-. Y lo mismo el Prefecto, el doctor Lama. Si el que no estaba en ninguna parte era usted, don Cayo.

– ¿Algo anda mal en Arequipa, don Cayo? -dijo el doctor Alcibíades.

– No uno sino mil inconvenientes -dijo Molina-. Nos va a faltar gente, don Cayo. No sé si la cosa podrá funcionar con tan pocos.

– ¿La gente de Lozano no llegó? -dijo Cayo Bermúdez-. ¿El camión de Arévalo no llegó? ¿Qué está diciendo, Molina?

– Hemos habilitado a diez del cuerpo, pero aun así, diecisiete no son muchos, don Cayo -dijo Molina-. Confidencialmente, no tengo mucha fe en el doctor Lama. Promete quinientos, mil. Pero él fantasea mucho, ya sabe usted.

– ¿Sólo dos de Lima, sólo cinco de Ica? -dijo Cayo Bermúdez-. Esto le puede costar caro, Molina. ¿Dónde está la demás gente?

– Pero si no vinieron, don Cayo -dijo Molina-. Pero si soy yo el que pregunta dónde están, por que no llegaron todos los que nos anunció.

– Y muy inocentes, después de los rocotos nos fuimos a pasear por la plaza -dijo Ludovico-. Muy inocentes, a echarle una ojeada al teatro Municipal, para reconocer el terreno.

– Mi opinión es que a pesar de los percances el asunto puede funcionar, don Cayo -dijo el Prefecto-. La Coalición aquí no existe. Han hecho publicidad, pero ni siquiera llenarán el Municipal. Un centenar de curiosos, a lo más. Pero cómo es posible que usted creyera Que había llegado toda la gente, don Cayo.

– Alguien ha metido la mano, ya habrá tiempo para aclararlo -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Está Lama, ahí?

– ¿Aló, señor Ministro? -dijo el doctor Lama-. Quiero protestar de la manera más enérgica. Nos prometió ochenta hombres y nos manda siete. Hemos ofrecido al Presidente convertir el mitin de la Coalición en un gran acto popular a favor del Gobierno y están saboteándonos. Pero le advierto que no vamos a dar marcha atrás.

– Déjese de discursos ahora, Lama -dijo Cayo Bermúdez-. Necesito saber una cosa, y que sea absolutamente sincero. ¿Puede reforzar a la gente de Molina con unos veinte o treinta hombres? No importa el precio. Veinte o treinta que valgan la pena. ¿Puede?

– Y también cincuenta o más -dijo el doctor Lama-. No es un problema de número, señor Ministro. Gente nos sobra. Lo que pasa es que usted nos ofreció tipos cancheros en esta clase de asuntos.

– Está bien, consígase unos treinta que entren al – Municipal con la gente de Molina -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Cómo va la contra-manifestación?

– La gente del partido Restaurador está repartida por las barriadas haciendo propaganda -dijo el doctor Lama-. Las vaciaremos a las puertas del Municipal. Y hemos convocado otra manifestación en el Mercado, a las cinco. Reuniremos miles de hombres. Aquí morirá la Coalición, señor Ministro.

– Está bien, Molina, llevaremos las cosas adelante -dijo Cayo Bermúdez-. Ya sé que Lama exagera, pero no hay más remedio que confiar en él. Sí, hablaré con el Comandante para que doble las fuerzas en el centro, por si acaso.

Enfermedad rara, pensó Trifulcio, se viene y se va. Sentía que moría, que resucitaba, que moría otra vez. Ruperto lo desafiaba con el vaso en alto. Salud, sonrió Trifulcio, y bebió: Urondo, Téllez y el capataz Martínez canturreaban desentonados y la chichería se había llenado. Ruperto miró su reloj: ahora sí, hora de irse, las camionetas ya estarían en el Mercado. Pero el capataz Martínez dijo la del estribo. Pidió una jarra de chicha y la bebieron parados. Empecemos aquí mismo, dijo Ruperto, y saltó sobre una silla: arequipeños, hermanos, escuchen un momentito. Trifulcio se apoyó contra la pared y cerró los ojos: ¿iba a morirse aquí? Poco a poco, el mundo dejó de dar vueltas, la sangre empezó a correr de nuevo. Todos al Municipal a demostrarles a esos limeños quiénes eran los arequipeños, rugía Ruperto, tambaleándose. La gente seguía comiendo, tomando, y uno que otro se reía. Salud por ustedes y por Odría, dijo Ruperto, alzando una copa, los esperamos en la puerta del Municipal. Téllez, Urondo y el capataz Martínez sacaron a Ruperto a la calle abrazado; mejor se iban de una vez, characato, se hacía tarde.

Trifulcio salió apretando los dientes y los puños. No se movía, hervía. Pararon un taxi, al Mercado.

– Inocentes por dos cosas -dijo Ludovico-. Creíamos que los Restauradores de Arequipa eran más. Y no sabíamos que la Coalición había contratado tantos matones.

– Los periódicos decían que se armó porque la policía entró al teatro -dijo Ambrosio-. Porque disparó y tiró granadas.

– Menos mal que entró, menos mal que tiró granadas -dijo Ludovico-. Si no, ahí quedaba yo. Estaré jodido, pero al menos vivo, Ambrosio.

– Sí, vaya a echar una ojeada al Mercado, Molina -dijo Cayo Bermúdez-. Y llámeme inmediatamente.

– Acabo de pasar por el Municipal, don Cayo -dijo el Prefecto-. Todavía vacío. La guardia de asalto ya está instalada en los alrededores.