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– Acabo de hablar con el Cuzco y Cabrejitos no me indicó nada -dijo Molina-. No entiendo. Además, no hay mucho tiempo. El mitin de la Coalición es a las siete.

– Los engaños, las mentiras, Ambrosio -dijo Ludovico-. Las confusiones, las mariconadas.

– Ya veo, es una emboscada -dijo don Fermín-. Bermúdez ha estado esperando que la Coalición creciera y ahora quiere darnos el zarpazo. Pero por qué escogió Arequipa, don Emilio.

– Porque será un buen golpe publicitario -dijo don Emilio Arévalo-. La Revolución de Odría fue en Arequipa, Fermín.

– Quiere demostrarle al país que Arequipa es odriísta -dijo el senador Landa-. El pueblo arequipeño impide el mitin de la Coalición. La oposición queda en ridículo y el Partido Restaurador tiene cancha libre para las elecciones del cincuenta y seis.

– Va a mandar veinticinco soplones de Lima -dijo don Emilio Arévalo-. Y a mí me ha pedido una camionada de cholos buenos para la pelea.

– Ha preparado su bomba con todo cuidado -dijo el senador Landa-. Pero esta vez no será como cuando lo de Espina. Esta vez la bomba le reventará en las manos.

– Molina quería hablar con el señor Lozano y se había hecho humo -dijo Ludovico-. Y lo mismo don Cayo. Su secretario contestaba no está, no está.

– ¿Mandarte refuerzos, Chino? -dijo Cabrejitos-. Estás soñando. Nadie me ha dicho nada, y aunque quisiera no podría. Mi gente anda tapada de trabajo.

– El Chino Molina se jalaba los pelos -dijo Ludovico.

– Menos mal que el senador Arévalo nos manda ayuda -dijo Molina-. Cincuenta, parece, y muy fogueados. Con ellos, ustedes y la gente del cuerpo haremos lo que se pueda.

– Yo quisiera probar esos rocotos rellenos de Arequipa, Ludovico -dijo Hipólito-. Aprovechando que estamos aquí.

Después de desayunar, sin obedecer las órdenes, se fueron a dar un paseíto por la ciudad: callecitas, solcito frío, casitas con rejas y portones, adoquines que brillaban, curas, iglesias. Los portales de la plaza de Armas parecían los muros de una fortaleza. Trifulcio tomaba aire con la boca abierta y Téllez señalaba las paredes: qué manera de hacer propaganda los de la Coalición. Se sentaron en una banca de la plaza, frente a la fachada gris de la Catedral, y pasó un auto con parlantes: Todos al Teatro Municipal a las Siete, Todos a Oír a los Líderes de la Oposición. Por las ventanas del auto tiraban volantes que la gente recogía, hojeaba y botaba. La altura, pensaba Trifulcio. Se lo habían dicho: el corazón como un tambor y te falta la respiración. Se sentía como si hubiera corrido o peleado: el pulso rápido, las sienes desbocadas, las venas duras. O a lo mejor la vejez, pensaba Trifulcio. No se acordaban del camino de regreso y tuvieron que preguntar. ¿El Partido Restaurador?, decía la gente, ¿cómo se come eso? Vaya partido el de. Odría, se reía el capataz Martínez, ni saben dónde está. Llegaron y el que daba las órdenes los riñó ¿se creían que habían venido a hacer turismo? Había dos tipos con él. Uno bajito, con anteojos y corbatita, y otro cholón y maceteado, en mangas de camisa, y el bajito estaba riñendo al que daba las órdenes: le habían prometido cincuenta y le mandaban cinco. No se iban a burlar así de él.

– Llame a Lima, doctor Lama, trate de ubicar a don Emilio, o a Lozano, o al señor Bermúdez -dijo el que daba las órdenes-. Yo traté toda la noche y no he podido. Yo no sé, yo entiendo menos que usted. El señor Lozano le dijo a don Emilio cinco y aquí estamos, doctor. Que ellos le expliquen quién se equivocó.

– No es que nos falte gente, sino que necesitábamos especialistas, tipos cancheros -dijo el doctor Lama-. Y, además, protesto por el principio. Me han mentido.

– Qué importa que no hayan venido más, doctor -dijo el cholón maceteado-. Iremos al Mercado, levantaremos trescientos y lo mismo les echaremos el teatro abajo.

– ¿Estás seguro de la gente del Mercado? -dijo el que daba las órdenes-. No me fío mucho de ti, Ruperto.

– Recontraseguro -dijo Ruperto-. Yo tengo experiencia. Levantaremos todo el Mercado y caeremos al teatro Municipal como un huayco.

– Vamos a ver a Molina -dijo el doctor Lama-. Ya debe haber llegado su gente.

– Y en la Prefectura nos encontramos a los famosos matones del senador Arévalo -dijo Ludovico-. Los cincuenta eran sólo cinco, Ambrosio.

– Alguien le está tomando el pelo a alguien, aquí-dijo Molina-. Esto no es posible, señor Prefecto.

– Estoy tratando de hablar con el Ministro para pedirle instrucciones -dijo el Prefecto-. Pero parece que su secretario me lo estuviera negando. No está, ya se fue, no llegó todavía. Alcibíades, el afeminadito ése.

– Esto no es malentendido, esto es sabotaje -dijo el doctor Lama-. ¿Éstos son sus refuerzos, Molina? ¿Dos en lugar de veinticinco? Ah no, esto sí que no.

– Alcibíades es hombre mío -dijo don Emilio Arévalo-. Pero la clave es Lozano. Es bastante comprensivo y odia a Bermúdez. Eso sí, habrá que calentarle la mano.

– Cinco pobres diablos, para remate uno de ellos viejo y con soroche -dijo Ludovico-. ¿Usted cree que esos cinco y nosotros dos vamos a romper un mitin? Ni que fuéramos supermanes, señor Prefecto.

– Se le dará lo que haga falta -dijo don Fermín-. Yo hablaré con Lozano.

– Habrá que recurrir a su gente, Molina -dijo el Prefecto-. No estaba en los planes, el señor Bermúdez no quería que la gente de acá entrara a la candela. Pero no hay otro remedio.

– Usted no, Fermín -dijo el senador Arévalo-. Usted es de la Coalición, oficialmente un enemigo del Gobierno. Yo soy del régimen, a mí Lozano me tiene más confianza. Me ocuparé yo.

– ¿Con cuántos hombres suyos se puede contar, Molina? -dijo el doctor Lama.

– Entre oficiales y ayudantes unos veinte -dijo Molina-. Pero ellos están en el escalafón y así nomás no van a aceptar. Querrán prima de riesgo, gratificaciones.

– Prométales lo que quieran, hay que echar abajo ese mitin como sea -dijo el doctor Lama-. Lo he prometido y lo voy a cumplir, Molina.

– La verdad es que nos preocupamos por gusto -dijo el Prefecto-. Ni siquiera llenarán el teatro. ¿Quién conoce aquí a los señorones de la Coalición?

– Ya sabemos que irán sólo curiosos y que los curiosos, al primer incidente, echarán a correr -dijo el doctor Lama-. Pero hay un asunto de principio. Nos han engañado, Prefecto.

– Voy a seguir tratando de comunicarme con el Ministro -dijo el Prefecto-. A lo mejor el señor Bermúdez cambió de idea y hay que dejarlos que hagan el mitin.

– ¿No se le podría dar una astilla o algo a uno de mis hombres? -dijo el que daba las órdenes-. El sambo, doctor. Está que se desmaya del soroche.

– Y si no tenían gente, por qué se metieron al teatro -dijo Ambrosio-. Siendo tan pocos era una locura, Ludovico..

– Porque nos contaron el gran cuento y nos lo tragamos -dijo Ludovico-. Tan creídos estábamos que nos fuimos a comer los rocotos rellenos que quería Hipólito.

– A Tiabaya, que es donde los hacen mejor -dijo Molina-. Mójenlos con chicha de jora, y vuelvan a eso de las cuatro para llevarlos al local del Partido Restaurador. Es el punto de reunión.

– ¿La razón? -dijo don Emilio Arévalo-. Usted la sabe de sobra, Lozano. Hundir a Bermúdez, por supuesto.

– Dirá echarle una mano a la Coalición, senador -dijo Lozano-. Esta vez no voy a poder servirlo. No puedo hacerle una cosa así a don Cayo, usted comprende. Es el Ministro, mi superior directo.

– Claro que puede, Lozano -dijo don Emilio Arévalo-. Usted y yo, podemos. Todo depende de nosotros dos. No llega la gente a Arequipa y el plan de Bermúdez se hace trizas.

– ¿Y después, senador? -dijo Lozano-. Don Cayo no le pedirá cuentas a usted. Pero sí a mí. Yo soy su subordinado.

– Usted cree que quiero servir a la Coalición y ahí está su error, Lozano -dijo don Emilio Arévalo-. No, yo quiero servir al Gobierno. Soy hombre del régimen, enemigo de la Coalición. El régimen tiene problemas porque le han crecido ramas podridas, y la peor es Bermúdez. ¿Me entiende, Lozano? Se trata de servir al Presidente, no a la Coalición.