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– Odría les dio la mano y se le subieron hasta el codo -dijo el que daba las órdenes-. Pero hasta aquí nomás llegaron. En Arequipa escarmentarán.

Sobón, pensó Trifulcio, mirando la nuca rapada de Téllez. ¿Qué sabía él de política, qué le importaba la política? Le hacía preguntas de puro adulón. Sacó un cigarrillo y para encenderlo tuvo que empujar a Urondo. Abrió los ojos sobresaltado ¿qué, ya llegamos? Qué iban a llegar, recién acababan de pasar Chala, Urondo.

– Es una historia que no hay por donde contarla, porque todo fueron mentiras -dijo Ludovico-. Todo salió al revés. Nos engañó todo el mundo, hasta don Cayo.

– Tampoco exageres -dijo Ambrosio-. Si alguien se fregó con lo de Arequipa fue él. Perdió el Ministerio y ha tenido que irse del Perú.

– Tu jefe estará feliz con lo que ha pasado ¿no? -dijo Ludovico.

– Claro que sí, don Fermín más que nadie -dijo Ambrosio-. A él no le importaba tanto fregar a Odría como a don Cayo. Tuvo que esconderse unos días, creía que lo iban a detener.

La camioneta entró a Camaná a eso de las siete. Comenzaba a oscurecer y había poca gente en la calle.

El que daba las órdenes los llevó de frente a un restaurant. Bajaron, se desperezaron. Trifulcio sentía calambres y escalofríos. El que daba las órdenes escogió el menú, pidió cervezas y dijo voy a hacer averiguaciones. Qué te está pasando, pensó Trifulcio, ninguno de éstos se ha cansado como tú. Téllez, Urondo y el capataz Martínez comían haciendo bromas. Él no tenía hambre, sólo sed. Se tomó un vaso de cerveza sin respirar y se acordó de Tomasa, de Chincha. ¿Pasaremos la noche aquí?, decía Téllez, y Urondo ¿habría bulín en Camaná? Seguramente, dijo el capataz Martínez, bulines e iglesias no faltaban en ninguna parte. Al fin le preguntaron qué te pasa, Trifulcio. Nada, un poco resfriado. Lo que le pasa es que está viejo, dijo Urondo. Trifulcio se rió pero en sus adentros lo odió. Cuando comían el dulce volvió el que daba las órdenes, de malhumor: qué confusión era ésta, quién entendía este enredo.

– Ninguna confusión -dijo el Subprefecto-. El Ministro Bermúdez en persona me lo explicó por teléfono clarito.

– Pasará un camión con gente del senador Arévalo, Subprefecto -dijo Cayo Bermúdez-. Atiéndalos en todo lo que haga falta, por favor.

– Pero el señor Lozano sólo le pidió a don Emilio cuatro o cinco -dijo el que daba las órdenes-. ¿De qué camión habla? ¿Se volvió loco el Ministro?

– ¿Cinco para romper una manifestación? -dijo el Subprefecto-. Alguien se volvió loco, pero no el señor Bermúdez. Me dijo un camión, veinte o treinta tipos. Yo, por si acaso, preparé camas para cuarenta.

– Traté de hablar con don Emilio y ya no está en la hacienda, se fue a Lima-dijo el que daba las órdenes-. Y con el señor Lozano y no está en la Prefectura. Ah, carajo.

– No se preocupe, nosotros cinco bastamos y sobramos -se rió Téllez-. Tómese una cervecita, señor.

– ¿Usted no puede conseguirnos algún refuerzo? -dijo el que daba las órdenes.

– Qué esperanza -dijo el Subprefecto-. Los camanejos son unos ociosos. Aquí el Partido Restaurador soy yo solito.

– Bueno, ya se verá cómo se arregla este lío -dijo el que daba las órdenes-. Nada de bulín, nada de seguir chupando. A dormir. Hay que estar fresquitos para mañana.

El Subprefecto les había preparado alojamiento en la Comisaría y apenas llegaron Trifulcio se tumbó en su litera y se envolvió en la frazada. Quieto y abrigado se sintió mejor. Téllez, Urondo y el capataz Martínez habían traído a escondidas una botella y se la pasaban de cama a cama, conversando. Él los oía: si habían pedido un camión la cosa sería brava, decía Urondo.

Bah, el senador Arévalo les dijo trabajo fácil, muchachos, y hasta ahora nunca nos engañó, decía el capataz Martínez. Además, si algo fallaba para eso estaban los cachacos, decía Téllez. ¿Sesenta, sesenta y cinco?, pensaba Trifulcio, ¿cuántos tendré ya?

– Me fue mal desde que tomamos el avión aquí-dijo Ludovico-. Se movía tanto que me descompuse y le vomité encima a Hipólito. Llegué a Arequipa hecho una ruina. Tuve que entonarme con unos piscachos.

– Cuando los periódicos contaban lo del teatro, que había muertos, ay caracho, pensaba yo -dijo Ambrosio-. Pero tu nombre no aparecía entre las víctimas.

– Nos mandaron al matadero a sabiendas -dijo Ludovico-. Oigo teatro y empiezo a sentir las trompadas. Y el ahogo, Ambrosio, ese ahogo terrible.

– Cómo pudo armarse un lío así -dijo Ambrosio-. Porque toda la ciudad se levantó contra el gobierno ¿no, Ludovico?

– Sí -dijo el senador Landa-. Tiraron granadas en el teatro y hay muertos. Bermúdez es hombre al agua, Fermín.

– Si Lozano quería un camión, por qué le dijo a don Emilio cuatro o cinco bastan -maldijo, por décima vez, el que daba las órdenes-. ¿Y dónde están Lozano y don Emilio, por qué no se puede hablar por teléfono con nadie?

Habían salido de Camaná todavía oscuro, sin desayunar, y el que daba las órdenes no hacía más que requintar. ¿Te pasaste la noche tratando de telefonear? te mueres de sueño, pensaba Trifulcio. El tampoco había podido dormir. El frío aumentaba a medida que la camioneta trepaba la sierra. Trifulcio cabeceaba a ratos y oía a Téllez, Urondo y el capataz Martínez pasándose cigarros. Te volviste viejo, pensaba, un día te vas a morir. Llegaron a Arequipa a las diez. El que daba las órdenes los llevó a una casa donde había un cartel con letras rojas: Partido Restaurador. La puerta estaba cerrada. Manazos, timbrazos, nadie abría. En la angosta callecita la gente entraba a las tiendas, el sol no calentaba, unos canillitas voceaban periódicos. El aire era muy limpio, el cielo se veía muy hondo. Por fin vino a abrir un muchachito sin zapatos, bostezando.

Por qué estaba cerrado el local del partido, lo riñó el que daba las órdenes, si eran ya las diez. El muchachito lo miró asombrado: estaba cerrado siempre, sólo se abría el jueves en la noche, cuando venían el doctor Lama y los otros señores. ¿Por qué le decían ciudad blanca a Arequipa si ninguna casa era blanca?, pensaba Trifulcio. Entraron. Escritorios sin papeles, sillas viejas, fotos de Odría, carteles, Viva la Revolución Restauradora, Salud, Educación, Trabajo, Odría es Patria.

El que daba las órdenes corrió al teléfono: qué pasó, dónde estaba la gente, por qué no había nadie esperándolos. Téllez, Urondo y el capataz Martínez tenían hambre: ¿podían salir a tomar desayuno, señor? Vuelvan dentro de cinco minutos, dijo el que daba las órdenes. Les dio una libra y partió en la camioneta. Encontraron un café con mesitas de manteles blancos, pidieron café con leche y sándwiches. Miren, dijo Urondo, Todos al Teatro Municipal Esta Noche, Todos Con La Coalición, habían hecho su propagandita. ¿Tendré soroche?, pensaba Trifulcio. Respiraba y era como si no entrara el aire a su cuerpo.

– Bonito Arequipa, limpio -dijo Ludovico-. Algunas hembritas en la calle que no estaban mal. Chapocitas, claro.

– ¿Qué te hizo Hipólito? -dijo Ambrosio-. A mí él no me contó nada. Sólo nos fue mal, hermano, y se despidió.

– Le remuerde la conciencia su mariconería -dijo Ludovico-. Qué cobardía de tipo, Ambrosio.

– Y pensar que yo pude estar ahí, Ludovico -dijo Ambrosio-. Menos mal que don Fermín no fue.

– ¿Sabes a quién nos encontramos de jefazo en el puesto de Arequipa? -dijo Ludovico-. A Molina.

– ¿Al Chino Molina? -dijo Ambrosio-. ¿No estaba en Chiclayo?

– ¿Te acuerdas los humos que se daba con los que no éramos del escalafón? -dijo Ludovico-. Ahora es otra persona. Nos recibió como si hubiéramos sido íntimos.

– Bienvenidos, colegas, adelante -dijo Molina-. ¿Los otros se quedaron en la Plaza siriando a las arequipeñas?

– Cuáles otros -dijo Hipólito-. Sólo hemos venido Ludovico y yo.

– Cómo cuáles otros -dijo Molina-. Los veinticinco otros que me prometió el señor Lozano.

– Ah, sí, le oí que a lo mejor vendría también gente de Puno y de Cuzco -dijo Ludovico-. ¿No han llegado?