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¿Acaso no me conoces, sonsa, sonrió la señora Hortensia, se te ocurre que te iba a botar? Y Amalia: ese chofer, ese Ambrosio que usted conoce, el que le llevaba recaditos a San Miguel. No quería que nadie supiera, tiene sus manías. Lloraba a gritos y le contaba, señora, se portó mal una vez y ahora peor. Desde que supo del hijo se ha vuelto rarísimo, no quería hablar de él, Amalia le decía tengo vómitos y él cambia de conversación, Amalia ya se mueve y él hoy no puedo quedarme contigo, tengo que hacer. Ya sólo la veía un ratito los domingos, por cumplir, y la señora abría los ojos. ¿Ambrosio?, sí, no la había vuelto a llevar al cuartito, ¿el chofer de Fermín Zavala?, sí, le invitaba un lonche y se despedía, ¿años que te ves con él?, y la miraba y movía la cabeza y decía quién lo iba a creer.

Era un loco, un maniático, toda la vida con sus secretos, señora, se avergonzaba de ella y ahora como la otra vez la iba a dejar. La señora se echó a reír y movía la cabeza, quién lo iba a creer. Y después, ya seria, ¿tú lo quieres, Amalia? Sí, era su marido, si ahora sabe que le conté todo la iba a dejar, señora, me puede hasta matar. Lloraba y la señora le trajo otro vasito de agua y la abrazó: no va a saber que me contaste, no la iba a dejar. Se quedaron conversando y la señora la tranquilizaba, nunca sabría, sonsa. ¿La había visto algún médico? No, ay qué tonta eres, Amalia.

¿De cuántos meses estaba? De cuatro, señora. Al día siguiente ella misma la llevó donde un doctor que la examinó y dijo el embarazo está muy bien. Esa noche llegó la señorita Queta y la señora, delante de Amalia, esta mujer está encinta, figúrate. ¿Ah, sí?, dijo la señorita Queta, como si no le llamara la atención. Y si supieras de quién, se rió la señora, pero al ver la cara de Amalia se puso un dedo en la boca: no se podía decir, chola, era un secreto.

¿Qué iba a pasar ahora? Nada, no la iba a botar.

La señora la había llevado al médico y quería que se cuidara, no te agaches, no enceres, no levantes eso. Era buena la señora, y ella se sentía tan aliviada de habérselo contado a alguien. ¿Y si Ambrosio se enteraba? Qué importa si de todos modos te va a dejar, bruta.

Pero no la dejaba, todos los domingos venía. Conversaban, tomaban lonche y Amalia pensaba qué falso, qué mentiroso todo lo que decimos. Porque hablaban de todo menos de eso. No habían vuelto al cuartito, iban a pasear o al cine y en la noche él la traía hasta el Hospital Militar. Se lo notaba preocupado, la mirada se le perdía por momentos, y ella pensaba pero tú de qué te pones así, ¿acaso le había pedido que se casaran, acaso plata? Un domingo, al salir de la vermouth, le escuchó la voz cortada: cómo te sientes, Amalia.

Bien nomás, dijo ella, y mirando el suelo ¿le preguntaba eso por el hijo? Cuando nazca ya no podrás seguir trabajando, lo oyó decir: Y por qué no, dijo Amalia; qué crees que voy a hacer, de qué iba a vivir. Y Ambrosio: de eso tendré que encargarme yo. No habló más hasta que se despidieron. ¿Me encargaré yo?, pensaba a oscuras, frotándose la barriga, ¿él? ¿Quería decir vivir juntos, la casita?

El quinto, el sexto mes. Se sentía muy pesada ya, tenía que interrumpir el arreglo para recuperar el aliento, la cocina, hasta que pasaran los arrebatos de calor. Y un día la señora dijo nos mudamos. ¿Adónde, señora? A Jesús María, este departamento resultaba caro. Vinieron unos hombres a examinar los muebles y a discutir precios, volvieron con una camioneta y se llevaron las sillas, la mesa del comedor, la alfombra, el tocadiscos, el refrigerador, la cocina. Amalia sintió una opresión en el pecho al día siguiente, cuando vio las tres maletas y los diez paquetitos que contenían todas las cosas de la señora. De qué te apenas si a ella no le importa, no seas bruta. Pero se apenaba, pero era. ¿No le da tristeza quedarse casi sin nada, señora? No, Amalia ¿sabes por qué? Porque dentro de un tiempito se iría de este país. Si quieres te llevo al extranjero conmigo, Amalia, y se reía. ¿Qué le pasaba?

¿De dónde ese buen humor de repente, esos proyectos esas ganas de hacer cosas de la señora? Amalia se quedó fría al ver el departamentito de General Garzón. No es que fuera tan chiquito, pero tan viejo, tan feo.

La salita comedor era minúscula, lo mismo el dormitorio, la cocinita y el baño parecían de juguete. En el cuarto de servicio, tan angosto, sólo cabía el colchón. Apenas tenía muebles y tan arruinados. ¿Aquí vivía antes la señorita Queta, señora? Sí, y Amalia no lo creía, con el carrito blanco que tenía y lo elegante que vestía, ella había pensado que la señorita viviría mucho mejor. ¿Y adónde se había ido la señorita ahora? A un departamento en Pueblo Libre, Amalia.

Desde que se mudaron a Jesús María la señora mejoró de ánimo, de hábitos. Se levantaba temprano, comía mejor, pasaba gran parte del día en la calle, conversaba. Y hablaba del viaje: a México, se iría a México, Amalia, y no volvería nunca. La señorita Queta venía a verla, y desde la sofocante cocina, Amalia las oía, hablando día y noche de lo mismo: se iría, viajaría.

Era de veras, pensaba Amalia, se va a ir, y sintió pena.

Por ti me estoy volviendo no sé cómo, decía tocándose la barriga, lloro de todo, todo me da pena, qué bruta me has vuelto. ¿Y cuándo iba a viajar, señora? Prontito, Amalia. Pero la señorita Queta no la tomaba muy en serio, Amalia la oía: no te hagas ilusiones, Hortensia, no creas que todo te va salir tan fácil, te estás metiendo en honduras. Había algo raro pero qué, qué era. Se lo preguntó a la señorita Queta y ella le dijo: las mujeres son idiotas, Amalia: la está llamando porque necesita plata, y la idiota de Hortensia se la va a llevar, y cuando tenga la plata en sus manos la va a largar otra vez. ¿El señor Lucas, señorita? Claro, quién iba a ser. Amalia creyó que se desmayaba. ¿Se iba a ir donde él? ¿La había dejado, le había robado y donde él? Pero ya no podía pensar mucho rato en la señora ni en nada, se sentía demasiado mal. La primera vez no había sentido ese cansancio, esa pesadez tan grande: sueño mañana y tarde y al regresar de la compra tenía que echarse. Se había llevado un banquito a la cocina y cocinaba sentada. Cómo has engordado, pensaba.

Era verano, Ambrosio tenía que llevar a los. Zavala a Ancón y Amalia sólo lo veía un domingo sí y otro no.

¿No sería lo de Ancón una mentira, un pretexto para irse alejando de ella a poquitos? Porque de nuevo estaba rarísimo. Amalia iba a darle el encuentro a la avenida Arenales, con mil cosas para contarle, y qué baño de agua fría. ¿Así que la señora quería irse a México?, ajá, ¿a juntarse con ese cafiche?, ah bueno, ¿así que la casita de ahora era enana?, ah qué tal. No me estás oyendo, sí te estoy, en qué estás pensando, en nada. No importa, pensaba Amalia, ya no lo quiero. Su tía le había dicho cuando se vaya la señora te vienes acá, la señora Rosario le había dicho si te quedas en la calle ésta es tu casa y Gertrudis lo mismo. Si te has arrepentido de lo que me ofreciste, mejor olvídate y cambia de cara, le dijo un día, yo no te he pedido nada.

Y él, asombrado ¿qué te he ofrecido? Vivir juntos, dijo ella. Y él: ah, eso, no te preocupes, Amalia. Cómo había podido amistarse, juntarse de nuevo con él. Una vez contó todas las palabras que Ambrosio había dicho ese domingo y no llegaban a cien. ¿Estaba esperando que ella tuviera el hijo para dejarla? No, antes lo dejaría Amalia a él. Se buscaría una casa donde trabajar no lo vería más qué dulce sería la venganza cuando él viniera llorando a pedirle perdón: fuera, no te necesito, lárgate.

Seguía engordando, y la señora hablaba todo el tiempo del viaje, ¿pero cuándo iba a viajar? No sabía exactamente cuándo pero pronto, Amalia. Una noche la oyó discutiendo a gritos con la señorita Queta. Estaba tan adolorida que no se levantó a espiar: he sufrido mucho, todos le habían dado patadas, no tengo por qué guardar consideraciones a nadie. Te vas a fregar, decía la señorita, la verdadera patada sólo ahora te la van a dar, loca. Una mañana, al regresar del mercado, vio un auto en la puerta: era Ambrosio. Se le acercó pensando qué vendrá a decirme, pero él la recibió poniéndose un dedo en la boca: chist, no subas, ándate. Don Fermín estaba arriba con la señora. Ella se fue a sentar a la placita de la esquina: nunca cambiaría, toda la vida seguiría con sus cobardías. Lo odiaba, le tenía asco, Trinidad era mil veces mejor. Cuando vio partir el carro entró a la casa y la señora parecía una fiera. Requintaba, fumaba, empujaba las sillas y, al ver a Amalia, qué haces ahí mirándome como una idiota, anda a la cocina. Se fue a encerrar a su cuarto, resentida.