Изменить стиль страницы

La señora Hortensia volvió a San Miguel hecha una espina. La ropa le bailaba, se le había chupado la cara, sus ojos ya no brillaban como antes. ¿La policía no encontró las joyas, señora? La señora se rió sin ganas, nunca las encontrarían, y los ojos se le aguaron, Lucas era más vivo que la policía. Todavía lo quería, pobre. La verdad que no quedaban muchas, Amalia, las había ido vendiendo por él, para él. Qué tontos eran los hombres, él no necesitaba robárselas, Amalia, a él le hubiera bastado pedírmelas. La señora cambió.

Los males le venían uno detrás de otro y ella indiferente, seria, callada. Ganó Prado, señora, el Apra se le volteó a Lavalle y votó por Prado y Prado ganó, así lo dijo la radio. Pero la señora ni la oía: perdí mi trabajo, Amalia, el gordo no me renovó el contrato. Lo decía sin furia, como la cosa más normal del mundo.

Y unos días después, a la señorita Queta, las deudas me van a ahogar. No parecía asustada ni que le importara. Amalia ya no sabía qué inventar cuando el señor Poncio venía a cobrar el alquiler: no está, salió, mañana, el lunes. Antes, el señor Poncio era puro piropo y amabilidad; ahora, una hiena: enrojecía, tosía, se atoraba. ¿Con que no está? Le dio a Amalia un empellón y ladró señora Hortensia, basta de engaños! Desde lo alto de la escalera, la señora lo miró como si fuera una cucarachita: con qué derecho esos gritos, dígale a Paredes que le pagaré otro día. Usted no paga y el coronel Paredes me requinta a mí, ladró el señor Poncio, la vamos a sacar de aquí judicialmente. Saldré cuando me dé la gana, dijo la señora sin gritar y él, ladrando, le damos plazo hasta el lunes o procederemos.

Amalia subió después al cuarto pensando estará furiosa. Pero no, estaba tranquila, mirando el techo con ojos gelatinosos. Cuando Cayo, Paredes ni quería cobrar el alquiler, Amalia, y en cambio ahora. Hablaba con una terrible flojera, como si estuviera lejísimos o durmiéndose. Tendrían que mudarse, no había otro remedio, Amalia. Fueron unos días agitados. La señora salía temprano, volvía tarde, vi cien casas y todas carísimas, llamaba a un señor y a otro señor, les pedía una firmita, un préstamo y colgaba el teléfono y se le torcía la boca: malagradecidos, ingratos. El día de la mudanza vino el señor Poncio y se encerró con la señora en el cuartito que era de don Cayo. Por fin bajó la señora y ordenó a los hombres del camión que volvieran a meter a la casa los muebles de la salita y el bar.

La falta de esos muebles ni se notó en el departamento de Magdalena Vieja, era más chico que la casita de San Miguel. Hasta sobraron cosas y la señora vendió el escritorio, los sillones, los espejos y el aparador. El departamento estaba en el segundo piso de un edificio color verde, tenía comedor, dormitorio, baño, cocina, patiecito y cuarto de sirvienta con su bañito. Estaba nuevo, y una vez arreglado, quedó bonito.

El primer domingo que se encontró con Ambrosio en la avenida Brasil, en el paradero del Hospital Militar, tuvieron una pelea. Pobre la señora, le contaba Amalia, los apuros que pasó, le quitaron sus muebles, las groserías del señor Poncio, y Ambrosio dijo me alegro. ¿Qué? Sí, era una conchuda. ¿Qué? Sableaba a la gente, se las pasaba pidiéndole plata a don Fermín que ya la había ayudado tanto, una desconsiderada.

Plántala, Amalia, búscate otra casa. Antes te planto a ti, dijo Amalia. Discutieron como una hora y sólo se amistaron a medias. Está bien, no hablarían más de ella, Amalia, no valía la pena que nos peleemos por esa loca.

Con los préstamos y lo que vendió, la señora estuvo viviendo mal que bien, mientras buscaba trabajo. Encontró al fin en un sitio de Barranco, "La Laguna".

Otra vez empezó a hablar de dejar de fumar y a amanecer muy maquillada. Nunca nombraba al señor Lucas, sólo venía a verla la señorita Queta. No era la de antes. No hacía bromas, no tenía la malicia, la gracia, esa manera tan despreocupada y alegre de antes. Ahora pensaba mucho en la plata. Quiñoncito está loco por ti chola, y ella no quería verlo ni en pintura, Quetita, no tiene un cobre. Después de un tiempo empezó a salir con hombres, pero nunca los hacía pasar, los tenía esperando en la puerta o en la calle mientras se alistaba. Le da vergüenza que vean cómo vive ahora, pensaba Amalia. Se levantaba y se servía su pisco con ginger-ale. Oía la radio, leía el periódico, llamaba a la señorita Queta, y se tomaba dos, tres. Ya no se la veía tan guapa ni tan elegante.

Así se pasaban los días, las semanas. Cuando la señora dejó de cantar en "La Laguna", Amalia se enteró sólo dos días después. Un lunes y un martes la señora se quedó en casa, ¿tampoco iba a ir a cantar esta noche, señora? No volvería a "La Laguna" más, Amalia, la explotaban, buscaría un sitio mejor. Pero los días siguientes no la vio muy ansiosa por encontrar otro trabajo. Se quedaba en cama, las cortinas cerradas, oyendo radio en la penumbra. Se levantaba pesadamente a prepararse un chilcanito y cuando Amalia entraba al cuarto la veía inmóvil, la mirada perdida en el humo, la voz floja y los gestos cansados. A eso de las siete comenzaba a pintarse la boca y las uñas, a peinarse, y a eso de las ocho la señorita Queta la recogía en su autito. Volvía al amanecer hecha un trapo, tomadísima, con una fatiga tan grande que a veces despertaba a Amalia para que la ayudara a desvestirse. Vea cómo está enflaqueciéndose, le dijo Amalia a la señorita Queta, dígale que coma, se va a enfermar. La señorita se lo decía, pero no le hacia caso. Todo el tiempo andaba llevando su ropa a una costurera de la avenida Brasil para que se la angostara. Cada día le daba a Amalia lo del diario y le pagaba su sueldo puntual, ¿de dónde sacaba plata? Ningún hombre se había quedado a dormir en el departamento de Magdalena todavía. Tendría sus cosas en la calle, a lo mejor. Cuando la señora comenzó a trabajar en el "Monmartre", no habló más de dejar de fumar ni de corrientes de aire.

Ahora hasta cantar le importaba un pito. Con qué desgano se maquillaba. Ni el arreglo y la limpieza de la casa le interesaban, ella que se ponía histérica cuando pasaba un dedo por la mesa y encontraba polvo. Ni se fijaba que los ceniceros se quedaban repletos de puchos, y no había vuelto a preguntarle en las mañanas ¿te duchaste, te echaste desodorante? El departamento se veía desordenado, pero Amalia no tenía tiempo para todo. Además, ahora la limpieza le costaba mucho más esfuerzo. La señora me contagió su flojera, le contaba a Ambrosio. Da no sé qué verla a la señora así, tan dejada, señorita, ¿sería porque no se conformaba de lo del señor Lucas? Sí, dijo la señorita Queta, y también porque el trago y las pastillitas para los nervios la tienen medio idiotizada.

Un día tocaron la puerta, Amalia abrió y era don Fermín. Tampoco la reconoció: Hortensia me está esperando. Cómo había envejecido desde la última vez, cuántas canas, qué ojos hundidos. La señora la mandó a comprar cigarrillos, y el domingo, cuando Amalia le preguntó a Ambrosio a qué vino don Fermín, él hizo ascos: a traerle plata, esa desgraciada lo había tomado de manso. ¿Qué te ha hecho la señora a ti, por qué la odias? A Ambrosio nada, pero a don Fermín lo estaba sangrando, abusando de lo bueno que era, cualquier otro la hubiera mandado al diablo. Amalia se enfurecía: qué te metes tú, qué te importa a ti. Busca otro trabajo, insistía él ¿no ves que se muere de hambre?, déjala.

A veces la señora desaparecía dos, tres días, y al volver estuve de viaje, Amalia. Paracas, el Cuzco, Chimbote. Desde la ventana, Amalia la divisaba subiendo a automóviles de hombres con su maletín. A algunos les conocía la voz, por el teléfono, y trataba de adivinar cómo eran, de qué edad. Una madrugada oyó voces, fue a espiar y vio a la señora en la salita con un hombre, riéndose y tomando. Después escuchó una puerta y pensó se metieron al cuarto. Pero no, el señor se había ido y la señora, cuando ella fue a preguntarle si ya quería almorzar, estaba echada en la cama vestida, con la mirada rarísima. Se la quedó viendo con una risita silenciosa y Amalia ¿se sentía mal? Nada, quieta, como si todo su cuerpo se hubiera muerto menos sus ojos que vagaban, mirando. Corrió al teléfono y esperó temblando la voz de la señorita Queta: se mató otra vez, ahí estaba en su cama, no oía, no hablaba, y la señorita Queta gritó cállate, no te asustes, óyeme. Café bien cargado, no llames al médico, ella ya venía.