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– ¿Demostración de fuerza? -dijo el general Alvarado-. No, mi general. Si saco la tropa, habrá más muertos que el año cincuenta. Hay barricadas, gente armada, y los huelguistas son toda la ciudad. Le advierto que correría mucha sangre.

– Cayo asegura que no, mi General -dijo el comandante Paredes-. La huelga es seguida sólo en un veinte por ciento. El lío lo ha desatado un pequeño grupo de agitadores contratados por la Coalición.

– La huelga es seguida cien por ciento, mi General -dijo el general Alvarado-. El pueblo es amo y señor de la calle. Han formado un Comité donde hay abogados, obreros, médicos, estudiantes. El Prefecto insiste en que saque la tropa desde anoche, pero yo quiero que la decisión la tome usted.

– Dígame su opinión, Alvarado -dijo el general Llerena-. Francamente.

– Apenas vean los tanques, los revoltosos se irán a sus casas, general Llerena -dijo Cayo Bermúdez-. Es una locura seguir perdiendo tiempo. Cada minuto que pasa da más fuerza a los agitadores y el gobierno se desprestigia. Dé la orden de una vez.

– Sinceramente, creo que el Ejército no tiene por qué ensuciarse las manos por el señor Bermúdez, mi General -dijo el general Alvarado-. Aquí no está en veremos ni el Presidente, ni el Ejército ni el régimen. Los señores de la Coalición vinieron a verme y me lo han asegurado. Se comprometen a tranquilizar a la gente si Bermúdez renuncia.

– Usted conoce de sobra a los dirigentes de la Coalición, general Llerena -dijo el senador Arévalo-. Bacacorzo, Zavala, López Landa. Usted no va a suponer que esos caballeros andan aliados con apristas o comunistas ¿no es verdad?

– Tienen el mayor respeto por el Ejército, y sobre todo por usted, general Llerena -insistió el senador Landa-. Sólo piden que renuncie Bermúdez. No es la primera vez que Bermúdez mete la pata, General, usted lo sabe. Es una buena ocasión para librar al régimen de un individuo que nos está perjudicando a todos, General.

– Arequipa está indignada con lo del Municipal -dijo el general Alvarado-. Fue un error de cálculo del señor Bermúdez, mi General. Los líderes de la Coalición han orientado muy bien la indignación. Le echan toda la culpa a Bermúdez, no al régimen. Si usted me lo ordena, yo saco la tropa. Pero piénselo, mi General. Si Bermúdez sale del Ministerio, esto se resuelve pacíficamente.

– Estamos perdiendo en horas lo que nos ha costado años, Paredes -dijo Cayo Bermúdez- Llerena me responde con evasivas, los otros Ministros no me dan cara. Se trata de una emboscada contra mí en regla. ¿Has hablado con Llerena tú?

– Está bien, mantenga la tropa acuartelada, Alvarado -dijo el general Llerena-. Que el Ejército no se mezcle en esto, a menos que sea atacado.

– Me parece la medida más inteligente -dijo el general Alvarado-. Bacocorzo y López Landa, de la Coalición, han vuelto a verme, mi General. Sugieren un gabinete militar. Saldría Bermúdez y el gobierno no daría la impresión de ceder. Podría ser una solución ¿no, mi General?

– El general Alvarado se ha portado muy bien, Fermín -dijo el senador Landa.

– El país está cansado de los abusos de Bermúdez, general Llerena -dijo el senador Arévalo-: Lo de Arequipa es sólo una muestra de lo que podría ocurrir en todo el Perú si no nos libramos de ese sujeto. Ésta es la oportunidad de que el Ejército se gane la simpatía de la nación, General.

– Lo de Arequipa no me asusta en absoluto, doctor Lora -dijo el doctor Arbeláez-. Al contrario, nos sacamos la lotería. Bermúdez ya huele a cadáver.

– ¿Sacarlo del Ministerio? -dijo el doctor Lora-. El Presidente no lo hará jamás, Arbeláez, Bermúdez es su niño mimado. Preferirá que el Ejército entre a sangre y fuego en Arequipa.

– El Presidente no es muy vivo pero tampoco muy tonto -dijo el doctor Arbeláez-. Se lo explicaremos y entenderá. El odio al régimen se ha concentrado en Bermúdez. Les tira ese hueso y los perros se aplacarán.

– Si el Ejército no interviene, no puedo continuar en la ciudad, don Cayo -dijo el Prefecto-. La Prefectura está protegida apenas por una veintena de guardias.

– Si usted se mueve de Arequipa, queda destituido -dijo Bermúdez-. Controle sus nervios. El general Llerena dará la orden de un momento a otro.

– Estoy acorralado aquí, don Cayo -dijo Molina-. Estamos oyendo la manifestación de la Plaza de Armas. Pueden atacar el puesto. ¿Por qué no sale la tropa, don Cayo?

– Mire, Paredes, el Ejército no va a enlodarse para salvarle el Ministerio a Bermúdez -dijo el general Llerena-. No, de ninguna manera. Eso sí, hay que poner fin a esta situación. Los jefes militares y un grupo de senadores del régimen vamos a proponerle al Presidente la formación de un gabinete militar.

– Es la manera más sencilla de liquidar a Bermúdez sin que el gobierno parezca derrotado por los arequipeños -dijo el doctor Arbeláez-. Renuncia de los ministros civiles, gabinete militar y asunto resuelto, General.

– ¿Qué es lo que pasa? -dijo Cayo Bermúdez-. He esperado cuatro horas y el Presidente no me recibe. ¿Qué significa esto, Paredes?

– El Ejército sale inmaculado con esta solución, general Llerena -dijo el senador Arévalo-. Y usted gana un enorme capital político. Los que lo apreciamos nos sentimos muy contentos, General.

– Tú puedes entrar a Palacio sin que te paren los edecanes -dijo Cayo Bermúdez-. Anda, corre Paredes. Explícale al Presidente que hay una conspiración de alto nivel, que a estas alturas todo depende de él. Que haga entender las cosas a Llerena. No confío en nadie ya. Hasta Lozano y Alcibíades se han vendido.

– Nada de detenciones ni de locuras, Molina -dijo Lozano-. Usted se mantiene ahí en el puesto con la gente, y no mete bala si no es de vida o muerte.

– No entiendo, señor Lozano -dijo Molina-. Usted me ordena una cosa y el Ministro de Gobierno otra.

– Olvídese de las órdenes de don Cayo -dijo Lozano-. Está en cuarentena y no creo que dure mucho de Ministro. ¿Qué hay de los heridos?

– En el Hospital los más graves, señor Lozano -dijo Molina-. Unos veinte, más o menos.

– ¿Enterraron a los dos tipos de Arévalo? -dijo Lozano.

– Con la mayor discreción, como ordenó don Cayo -dijo Molina-. Otros dos se regresaron a Ica. Sólo queda uno en el hospital. Un tal Téllez.

– Sáquelo cuanto antes de Arequipa -dijo Lozano-. Y lo mismo al par que yo le mandé. Esa gente no debe continuar ahí.

– Hipólito ya se fue, a pesar de mis órdenes -dijo Molina-. Pero Pantoja está en la clínica, grave. No podrá moverse durante algún tiempo, señor.

– Ah, ya entiendo -dijo Cayo Bermúdez-. Bueno, en las circunstancias actuales lo comprendo muy bien. Es una solución, sí, de acuerdo. ¿Dónde firmo?

– No pareces muy triste, Cayo -dijo el comandante Paredes-. Lo siento mucho pero no te pude apoyar. En cuestiones políticas, la amistad a veces hay que ponerla de lado.

– No me des explicaciones, yo entiendo de sobra -dijo Cayo Bermúdez-. Además, hace tiempo que quería largarme, tú lo sabes. Sí, salgo mañana temprano, en avión.

– No sé cómo voy a sentirme de Ministro de Gobierno -dijo el comandante Paredes-. Lástima que no te quedes aquí para darme consejos, con la experiencia que tienes.

– Te voy a dar un buen consejo -sonrió Cayo Bermúdez-. No te fíes ni de tu madre.

– Los errores se pagan muy caros en política -dijo el comandante Paredes-. Es como en la guerra, Cayo.

– Es verdad -dijo Cayo Bermúdez-. No quiero que se sepa que viajo mañana. Guárdame el secreto, por favor.

– Te tenemos un taxi que te llevará hasta Camaná, allá puedes descansar un par de días antes de continuar a Ica, si quieres -dijo Molina-. Y mejor ni abras la boca sobre lo que te pasó en Arequipa.

– Está bien -dijo Téllez-. Yo Feliz de salir de acá cuanto antes.

– ¿Y qué pasa conmigo? -dijo Ludovico-. ¿Cuándo me despachan a mí?

– Apenas puedas pararte -dijo Molina-. No te asustes, ya no hay de qué. Don Cayo ya salió del gobierno, y la huelga va a terminar.