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Tenía razón. Y odio. Qué bien puesto tenía el odio esa niña. Lilia, Marcela y Octavio me acompañaron hasta que amaneció.

Toda la noche duró el desfile de dolidos con los dolientes. Yo no me moví de mi lugar de viuda.

– Admiro su entereza, señora -me dijo Bermúdez, un hombre que hacía de maestro de ceremonias en los actos políticos cuando Andrés era gobernador.

– La felicito, doña Catalina -dijo la esposa del presidente municipal.

Hubo de todo. Creo que me divertí esa noche.

Era yo el centro de atención y eso me gustó. Al entrar todos me buscaban con los ojos, casi todos querían abrazarme y decir cosas, pero lo mejor fue lo que me dijo Josefita Rojas, que entró con los pasos apresurados y la cabeza erguida con que recorría las calles de la ciudad como si quisiera agotarla. Nunca se subía a un coche, a todas partes llegaba caminando. Vivía en el cerro de Loreto y desde ahí bajaba al centro, a Santiago o a donde la invitaran, dando esos pasos que todavía la mantienen viva. Josefita me abrazó fuerte, después me tomó de los hombros y me miró a los ojos.

– ¡Vaya! -dijo. Me da gusto por ti. La viudez es el estado ideal de la mujer. Se pone al difunto en un altar, se honra su memoria cada vez que sea necesario y se dedica uno a hacer todo lo que no pudo hacer con él en vida. Te lo digo por experiencia, no hay mejor condición que la de viuda. Y a tu edad. Con que no cometas el error de prenderte a otro luego, te va a cambiar la vida para bien. Que no me oigan decírtelo, pero es la verdad y que me perdone el difunto.

Como a las seis de la mañana pensé que debía ir a cambiarme de ropa y de aspecto. Casi no había nadie en la sala a esas horas. Me acerqué a la caja abierta y vi la cara de Andrés muerto. Quise encontrar alguna dulzura en los rasgos de su cara, algún guiño de complicidad de esos que a veces me hacía, pero le vi el gesto tieso de cuando se enojaba, de cuando pasaba días sin hablarme porque algo lo andaba preocupando y ni el buenas noches podía interrumpir el enredo de su cabeza.

– Adiós, Andrés -le dije. Van a venir por ti para llevarte a Zacatlán. Te querías ir ahí a descansar, y Fito está empeñado en darte gusto. Ahora si lo que quieras, pídele lo que quieras. Anda listo para lo que se te ofrezca. Qué feo estás. Me chocas con esa cara. Siempre me has chocado con esa cara. Ve a ponérsela a otra, yo tengo demasiados líos como para cargar con tu cara de reproche. ¿No querrás que me suicide de pena? Ya oíste lo que dijo Josefita, voy a estar mejor que nunca sin ti. No quiero ir a tu entierro, seguro me van a subir en el mismo coche que Rodolfo y lo voy a tener que aguantar todo el camino hasta Zacatián. Y tú metido en tu caja, muy quitado de la pena mientras yo lo aguanto. ¿Así va a ser para siempre? ¿Cuándo me lo voy a quitar de encima? Justo encima más le vale no querer ponerse. Tú porque eras simpático y me agarraste niña. ¡Cómo me hacías reír, cómo me dabas miedo! Cuando ponías esta cara me dabas miedo. Esta cara pusiste cuando te insulté por matar a Lola. Que a mí que me importaba, dijiste. Así que me dejas todo para que yo lo reparta. Lo que quieres es joder, como siempre. ¿Quieres que vea lo difícil que resulta? ¿A quién le toca qué según tú? ¿Quieres que lo adivine, que siga pensando en ti durante todo el tiempo que dure el horror de ir dándole a cada quien lo suyo? Quieres ver si me quedo con todo. ¿Qué te crees tú? ¿Que no me vas a dejar en paz, que me vas a pesar toda la vida, que muerto y todo vas a seguir siendo el hombre al que más horas le dedico, que para siempre voy a pensar en tus hijos y tus mujeres? Eso querrías, que te siguiera yo cargando. ¿Qué le toca a quién, desde mi justicia? ¿Crees que les voy a dar el gusto de quedarme con todo? ¿Para que puedan ir diciendo que tenían razón, que siempre supieron que yo no era más que una ambiciosa? ¿O crees que me voy a quedar a media calle, pidiéndole a Fito una caridad? No, Andrés, los voy a llamar a todos a echar volados y a ver quién se gana esta casa tan fea, a ver a quién le tocan los ranchos de la sierra, a quién el Santa Julia y a quién La Mandarina, a quién los negocios con Heiss, a quién el alcohol clandestino, a quién la Plaza de Toros, a quién los cines y a quién las acciones del hipódromo, a quién la casa grande de México y a quién las chicas. Puros volados, Andrés, y el que ya esté metido en alguna parte pues ahí se queda, no voy a sacar a Olga del rancho en Veracruz, ni a Cande de la casa en Teziutlán. Ni loca voy a querer meterme en casa ajena. Yo quiero una casa menos grande que ésta, una casa en el mar, cerca de las olas, en la que mande yo, en la que nadie me pida, ni me ordene, ni me critique. Una casa en la que pueda darme el gusto de recordar cosas buenas. Tu risa de alguna tarde, nuestros juegos a caballo, el día en que estrenamos el Ford convertible y lo corrimos a toda velocidad camino a México por primera vez. En la noche me dijiste «deja que yo te quite la ropas y me la fuiste quitando despacio y yo quieta hasta que me quedé desnuda mirándote. Entonces siempre te miraba con agradecimiento. Empecé a temblar porque hacia frío y todavía me daba vergüenza estar desnuda a medio cuarto. Te chupaste un labio y caminaste hacia atrás: «qué bonita eres», dijiste como si me vieras por primera vez y no fuera tuya. No soporté seguir ahí parada, te dije «ya, Andrés, ya no me veas así», y corrí a meterme bajo las sábanas. Entonces te acercaste y me pusiste el dedo en el ombligo: «¿qué guardas en este agujerito?», preguntaste, y yo te dije «un secreto». Toda la noche buscamos el secreto, ¿te acuerdas? Tengo sueño, ganas de irme a mi cama toda para mí, sin tus piernas cruzándose a media noche en mi camino, sin tus ronquidos. Me iría a dormir, pero quiero ir a Zacatián. Detesto ese lugar tan mojado, tan lleno de recovecos, pero quiero ir a ver a la gente parada en las puertas de sus casas esperando que pasemos contigo muerto, por fin. Pondrán cara de pena tus empleados, los que siembran tus ranchos y cuidan tu ganado. Pero estarán felices, en la noche beberán licor de fruta y se reirán de nuestra suerte. Ahí va la viuda -dirán. Tan piruja. Apenas y le medio pagaba con la misma moneda. Viejo rabo verde, cabrón, ratero, asesino. Simpático -dirá alguno. Loco, murmurará doña Rafa, la amiga de tu mamá. Con sus ciento veinte años te verá pasar desde su mecedora de palo. Loco -dirá, yo siempre le dije a Herminia que ese niño le había salido medio loco. Atrabancado, contestaría tu madre, por atrabancado me gusta. También a mí me gustaste por atrabancado, ¿cómo fue que me gustaste si estás tan feo? Te hubiera imaginado así la tarde que nos conocimos y no me hubiera metido en tanto lío, no estaría yo aquí sola viendo salir el sol, con una flojera espantosa de ir a enterrarte. Pero ni modo. Ya me voy a vestir. ¿Qué me pondré? Velo de viuda, no. Tú a veces me dabas buenas ideas. ¿Te acuerdas cuando me compré el vestido de seda roja en esa tiendita de Nueva York? Yo no lo quería, tú lo escogiste y me gusta ponérmelo. Una viuda de rojo se vería mal. Pero con ese vestido aguantaría mucho más fácil todo el teatro que me falta. Rodolfo se portaría bien conmigo. Me acuerdo cuando me lo puse para El Grito el año pasado. Ya muy noche, después de varios brindis, con la banda presidencial cuatrapeada me jaló hasta el balcón y lo abrió, me hizo salir con él a la plaza que empezaba a quedarse varia. «Con ese vestido pareces una parte de la bandera, te traigo entre los ojos desde que llegaste, me costó trabajo no gritar después del Viva México, Viva la Independencia, Viva mi comadre que está tan guapa como la misma patria.» Se me echó encima, salí corriendo a buscarte. El fue atrás de mí: “le decía yo a tu mujer que está muy guapa. No te ofende, ¿verdad?”, dijo como si temiera que yo te contara. No sabía quién eras, no sabía que tú estarías de su lado, que de fantasiosa no me hubieras bajado si te cuento su ridículo. Ya es muy tarde, tengo poquito tiempo para cambiarme, ¿no voy a ir así de fea? Habrá fotógrafos, estará Martín Cienfuegos.