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¿Pelearse con el general? ¿Cómo se le ocurría a la ingenua Bibi que uno pudiera torear en las plazas de México sin el apoyo de la cadena de periódicos de su marido? Además, si ella quería divorciarse, él no quería, y el apoderado era su esposa.

Con toda la dignidad de que pudo hacer acopio la Bibi se vistió y dejó el hotel. A pesar de su prisa tuvo tiempo para retirar de la gerencia su firma como aval de los gastos del torero.

Llegó a su casa buscando desesperada a la sirvienta con quien había mandado la carta al cuarto de su marido. Por desgracia era una mujer tan eficaz que había llegado al extremo de entregar la carta en la propia mano del general.

Bibi se encerró en su recámara a lamentar sin tregua el rapto de irresponsabilidad y cachondería que la había conducido a ese momento. Me odió por no haberla prevenido, por haberme hecho cómplice de su suicidio. No sabía qué hacer. Ni siquiera lloró, su tragedia no se prestaba a algo tan glamoroso y consolador como las lágrimas.

Al día siguiente bajó a desayunar a la hora en que su marido acostumbraba hacerlo.

Se encontró con el general simpático y apresurado bebiendo un jugo de naranja que alternaba con grandes bocados de huevo revuelto con chorizo. Cuando la vio aparecer se levantó, la ayudó a sentarse sugiriéndole que pidiera el mismo desayuno y se olvidara por una vez de las dietas y el huevo tibio. Ella aceptó comer chorizo en la mañana y hubiera aceptado cualquier cosa. No sabía si agradecerle al general que se hiciera el desenterado o si temblar imaginando los planes que él tendría guardados tras el disimulo.

Optó por el agradecimiento. Nunca fue más dulce y bonita, nunca más sugerente. El desayuno terminó con la cancelación de una junta muy importante que el general tenía en su oficina, y con el regreso de ambos a la cama.

En la noche tuvieron una cena en la embajada de Estados Unidos y al volver ella encontró sobre su tocador la carta sin abrir. ¿No la había visto su marido? ¿O de dónde había sacado un sobre igual si no quedaba otro en el país? Se durmió con las preguntas y abrazando el papel suizo, lacrado, con sus iniciales sobre el sello azul.

Despertó a tiempo para organizar un romántico desayuno en el jardín cerca de la alberca. Cuando el general bajó, ella tenía puesto un delantal de organdí blanco y la sonrisa de esposa mezclada con ángel que tanto le había servido en la vida y de la que no quería separarse jamás. Cocinó el desayuno y lo sirvió. Después, con el mismo pudor que si se desnudara, se quitó el delantal y fue a sentarse junto al satisfecho general.

Estaban terminando el café cuando llegó el asistente menudo y nervioso que iba siempre tras su marido recordándole compromisos y apuntando detalles. Bibi le preguntó si quería café y se lo sirvió mientras Gómez Soto iba al baño antes de salir. Se habían hecho amigos, a veces hacían chistes sobre las obsesiones del general.

– Estás ojeroso -le dijo Bibi.

– Todavía no me repongo del viajecito. Fui a Suiza y regresé en treinta horas. A comprar unos sobres, ¿me crees?

– Para que no andes jugando con lo de comer -le dije cuando terminó su historia.

– Después de todo, estuvo rico -me contestó. Si se te antoja dar una jugada, el martes Alonso Quijano estrena su película. Me pidió que te invitara.

Lo consulté con la Palmita que siempre me pareció una mujer sensata y acabé yendo con ella. La película era malísima. Pero Quijano volvió a gustarme; tanto, que fui primero al cóctel y después a su casa y de ahí a su cama sin detenerme siquiera a pensar en Andrés. Hasta que empezó a amanecer desperté medio asustada. Escribí en un papel:»Gracias por la acogida» y me fui.

Llegué a la casa cuando el sol entraba apenas por los árboles del jardín. Igual a la mañana en que lo vi salir junto a Carlos.

Estaba tan lejos y la recordaba como si fuera el mismo día. ¿Miedo a Andrés? ¿Miedo de qué?

Entré a nuestro cuarto haciendo ruido, con ganas de que me notara. Tampoco había llegado.

CAPÍTULO XXIII

Sin decidirlo me volví distinta.

Le pedí a Andrés un Ferrari como el de Lilia. Me lo dio. Quise que me depositara dinero en una cuenta personal de cheques, suficiente dinero para mis cosas, las de los niños y las de la casa. Mandé abrir una puerta entre nuestra recámara y la de junto y me cambié pretextando que necesitaba espacio. A veces dormía con la puerta cerrada. Andrés nunca me pidió que la abriera. Cuando estaba abierta, él iba a dormir a mi cama. Con el tiempo hasta parecíamos amigos otra vez.

Aprendí a mirarlo como si fuera un extraño, estudié su manera de hablar, las cosas que hacia, el modo en que iba resolviéndolas. Entonces dejó de parecerme impredecible y arbitrario. Casi podía yo saber qué decidiría en qué asuntos, a quién mandaría a qué negocio, cómo le contestaría a tal secretario, qué diría en el discurso de tal fecha.

Dormía con Quijano muchas veces. El se cambió a una casa con dos entradas, dos fachadas, dos jardines al frente. Uno daba a una calle y otro a la de atrás. El entraba por un lado y yo por el opuesto. Los dos llegábamos exactamente en el mismo tiempo al mismo cuarto lleno de sol y plantas. Quijano era un solemne. Intentaba describir lo que dio en llamar «lo nuestro» y hacía unos discursos con los que parecía ensayar el guión de su próxima película. Hablaba de mi frescura, de mi espontaneidad, de mi gracia. Oyéndolo me iba quedando dormida y descansaba de todo hasta horas después.

Andrés compró una casa en Acapulco a la que no iba nunca porque el mar le parecía una pérdida de tiempo. Yo me la apropié. Íbamos ahí muchos fines de semana. Invitaba otros amigos para disimular, llevaba a los niños, iba Lilia cuando quería descansar de Emilito, por supuesto venían Marcela y Octavio. Para todos era más o menos obvia mi relación con Quijano, hasta para Verania, que nunca le dijo nada a su padre pero se dedicó a patear las espinillas de Alonso y a soplarle a Checo intrigas cada vez que podía.

La casa quedaba entre Caleta y Caletilla, la rodeaba el mar y las tardes ahí se iban como un sueño. Hubiera podido pasarlas todas sentada en la terraza mirando al infinito como vieja empeñada en los recuerdos. El mar era Carlos Vives desde que nos escapamos tres días a una playa desierta en Cozumel. Lo miraba tratando de recuperar algo. ¿Qué sería lo mejor? Tanto tuvimos. ¿Por qué no la muerte?, me preguntaba, si hasta los días que pasamos en el mar resultó inevitable jugar con ella.

– Me voy a morir de amor -dije riendo una tarde que caminábamos mojando los pies en el agua tibia.

En mi miedo de siempre la muerta era yo y hasta me parecía romántico dejarlo con la ausencia, inventando mis cualidades, sintiendo un hueco en el cuerpo, buscándome en las cosas que tuvimos juntos.

Muchas veces imaginé a Carlos llorándome, matando a Andrés, enloquecido. Nunca muerto.

Horas pasaba en Acapulco mirando al mar, con la mano de Alonso sobre una de mis piernas y recordando a Vives:

– Nadie se muere de amor, Catalina, ni aunque quisiéramos -había dicho.

Me hubiera quedado a vivir ahí si para poseer ese lugar no hubiera sido necesario regresar a México a ganárselo oyendo las rabietas de Andrés contra su compadre, los planes para ser Presidente que se le frustraban cada tres mañanas, los discursos de héroe de la patria que cada tiempo le pedían en Puebla.

Además estaba Fito con sus frecuentes llamadas para pedir mi presencia en lugares extraños. Un día tuve que acompañarlo a poner la primera piedra de lo que sería el Monumento a la Madre. Echó un discurso sobre el inmenso regocijo de ser madre y cosas por el estilo. Después me invitó a comer a Los Pinos.

Chofi, que alegó jaqueca y se libró del sol y los apretujones de la inauguración, me preguntó qué me había parecido el discurso de Fito. En lugar de responder que muy acertado y callarme la boca, tuve la nefasta ocurrencia de disertar sobre las incomodidades, lastres y obligaciones espeluznantes de la maternidad. Quedé como una arpía. Resultaba entonces que mi amor por los hijos de Andrés era un invento, que cómo podría decirse que los quería si ni siquiera me daba orgullo ser madre de los que parí. No me disculpé, ni alegué a mi favor ni me importó parecerles una bruja. Había detestado alguna vez ser madre de mis hijos y de los ajenos, y estaba en mi derecho a decirlo.