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Andrés se levantó gritando maldiciones y yo todavía estaba con los periódicos sobre las piernas cuando el ayudante entró con un citatorio de la Procuraduría.

– Estos son más pendejos que cabrones -dijo Andrés. Como si no les supiera yo ninguna,

Se sirvió otra taza de té y fue a bañarse chiflando. Salió de la regadera eufórico y enrojecido. Por supuesto no se dirigió a la Procuraduría sino a buscar a Fito.

Quién sabe qué hablarían, el resultado fue que al día siguiente los periódicos publicaron una entrevista con el procurador general de justicia en la que el tipo exoneraba a Andrés de cualquier cargo y se refería a él varias veces como el respetable jefe de asesores del señor Presidente de la República.

Menos Magdalena, a la que nadie volvió a preguntarle nada, todos los testigos declararon haberse equivocado en sus juicios, y a los pocos días aparecieron como culpables los miembros de una banda de criminales a sueldo imposibilitados para declarar porque murieron en el tiroteo mantenido con la policía antes de ser atrapados.

De todos modos Andrés quedó lastimado y no volvió a ver al Gordo, pero tampoco tuvo necesidad de renunciar a su cargo. Compró una fábrica de cigarros y se propuso convertirla en la más importante del país. Volvió a decir a todas horas que el verdadero poder es de los ricos y que él se iba a convertir en banquero para que le hicieran los mandados todos los cabrones que de ahí en adelante se fueran subiendo a la silla del águila, en la que sabiamente Zapata no había querido retratarse.

No me apenó verlo perder fuerza. Salía con Alonso como si fuéramos novios. Cenábamos en el Ciros casi todas las noches. Lo acompañaba a las funciones de gala y pasaba horas con él en las filmaciones. Una noche, después de una botella de vino, hasta lo besé en público.

Volvía a mi casa de madrugada y durante semanas no abrí la puerta de mi cuarto. Sólo a veces, como quien visita a su abuelo, tomaba té con Andrés en las mañanas.

Todo diciembre lo pasé en Acapulco sin ningún remordimiento. Los niños estaban de vacaciones, su papá siempre había dicho que la Navidad era un invento para pendejos, ¿por qué teníamos que pasarla juntos?

Sólo hasta unos días antes del Año Nuevo lo llamé para pedirle de dientes para fuera que lo pasara con nosotros. Cuál no sería mi sorpresa cuando lo vi aparecer la mañana del 31. Había adelgazado como diez kilos y envejecido como diez años, pero caminaba erguido y no perdía la sonrisa irónica que le era tan útil. Verania le gritó desde la terraza y bajó corriendo a besarlo. Llegaron con él Marta y Adriana con sus novios. Ya estaban en la casa Lilia con su aburrido esposo y Octavio con Marcela. Toda la familia del general.

Por supuesto Alonso estaba instalado conmigo. También eran mis invitados Mónica con sus hijos, la Palma y Julia Guzmán. En la noche debían llegar Bibi con Gómez Soto y Helen Heiss con sus hijos. Octavio y Marcela habían invitado tres parejas de amigos y Lilia llevó a Georgina Letona, la ex novia de su marido, para ver si la casábamos con mi hermano Marcos. Como si no supiera que Milito seguía cogiendo con ella, o a lo mejor porque lo sabía.

Total, éramos más de cincuenta para cenar. Creí que con todos ésos no se notaría la presencia de Alonso y fui tan dulce como pude con Andrés. Hasta me disculpé por haber llenado la casa de gente cuando él esperaba sólo una reunión familiar. Pasamos la tarde en la terraza, bebiendo ginebra con agua de limón mientras Alonso paseaba en la playa con Verania feliz y Checo empeñado en matar cangrejos.

Andrés estuvo mucho rato callado y por fin dijo:

– A Armillita lo cogió el toro en San Luis Potosí, a Briones en El Toreo. ¿Dónde me agarrará a mí?

Su voz era tan sombría que casi me apenó. Según él una pitonisa le había dicho que cuando en la misma quincena de un año cayeran dos toreros, no estaría lejos su muerte.

– Pues ya te salvaste porque se acabó este año -dije riendo. Como no te mueras hoy en la noche, de aquí a que haya otra vez dos toreros cogidos en la misma quincena nos entierras a todos.

– Todavía eres mi rayito de luz -contestó con una voz extraña.

No supe si se estaba burlando o si la ginebra se le subía más rápido que antes. De todos modos me puse nerviosa y le di un beso.

CAPÍTULO XXIV

El año no empezó bien para Alonso. La presencia de Andrés en Acapulco le pareció intolerable. Era lógico. A pesar de la perfecta figura y el atuendo de magazine que él tenía siempre, a pesar de su cara joven y su trato agradable, Andrés se notaba más que él. No hacia más que entrar a un cuarto o acercarse a la conversación de un grupo y todo empezaba a girar a su alrededor. Era el héroe de sus hijos, el atractivo de mis visitas, el dueño de la casa y de remate mi marido.

Una tarde en que inventé ir a Pie de la Cuesta a ver meterse el sol, Quijano no quiso acompañarnos. Al regresar, Lucina nos dijo que se había ido a la filmación urgente. Luego ella misma me entregó una nota breve, diciendo: «Me voy. Supongo que entiendes la causa. Con todo, te quiero, Alonso».

Durante la cena Andrés hizo más de veinte chistes sobre el «arregladito» que había hecho el favor de dejarnos, por fin, en familia. Sus hijos se los rieron todos, yo algunos.

La primera noche me sentí culpable por Alonso, la segunda me cambié al cuarto de Andrés. Nunca tuvieron los hijos una sorpresa como la que les dimos ese fin de año mostrando una reconciliación llena de besos públicos y cortesías de novios.

Volvimos a México ya muy empezado enero. No busqué a Quijano. Me entretuve con las rabietas de Andrés y lo ayudé a criticar al Gordo y a sobrellevar la inminente candidatura de Cienfuegos.

A principios de febrero fuimos a Puebla, donde tomaba posesión el tipo que él había querido como gobernador. En Puebla, Andrés seguía siendo autoridad y le encantó recordar los honores y el trato de cacique respetable que se le daba. Ahí se sentía tan cómodo y seguro, que se le olvidó su cargo de asesor presidencial. Yo tampoco tuve ganas de volver a México y compartí con él la inmensa casa vacía cuando los niños regresaron a sus colegios acompañados por Lucina.

Se iba poniendo viejo, un día le dolía un pie y al otro una rodilla. Bebía sin tregua brandy de la tarde a la noche y té de limón negro durante toda la mañana. Me hubiera dado piedad si el jardín y el cuarto del helecho no revivieran insistentemente a Carlos.

Lilia me visitaba todos los días, me contaba los últimos chismes y me hacia reír. A mis amigas las veía algunas tardes. Mónica trabajaba con tal furia que a veces sólo podía darnos un beso y desaparecer. En cambio Pepa tenía el jardín toda la tarde y la placidez que sus encuentros en la bodega del mercado le dejaban en la cara y las palabras. También recuperé a Bárbara mi hermana que era como un ángel de la guarda, mejor que un ángel porque no me juzgaba, sólo se moría de la risa o se echaba a llorar y, como yo, pasaba de las carcajadas a las lágrimas sin ningún esfuerzo. Ella estaba conmigo la tarde que Andrés llegó a la casa sintiéndose muy mal. Volvía de Tehuacán donde le habían hecho un homenaje. Uno de esos homenajes a los que iba rodeado de autoridades formales que públicamente le rendían cuentas y lo trataban como a un patrón. Ese día lo habían acompañado el nuevo gobernador del estado, el presidente municipal de Puebla y por supuesto el de Tehuacán, donde lo declararon hijo predilecto de la población.

Eran como las cinco cuando oímos el ruido de los autos llegando hasta la puerta.

– Qué tedio Bárbara -dije, ya regresó. Va a llamarme para que lo escuche hacer el recuento de sus glorias.

Se había pasado el desayuno recordándome cómo estaban los obreros peleados entre sí cuando él llegó al gobierno, cómo durante su administración aumentaron los caminos, se construyeron escuelas, se terminó el descontento.