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Cienfuegos era el peor enemigo de Andrés porque no podía tocarlo. No porque Andrés lo hubiera protegido, ni porque fuera el ministro consentido de Fito, sino porque era un conquistador profesional que se ganó a doña Herminia en una tarde, y doña Herminia que no había tenido más hijos que Andrés tuvo siempre la manía de andar buscándole hermanos. De chico lo hermanó con Fito al que hasta llevó a vivir un tiempo en su casa, y de grande se encantó con la risa y los halagos del costeño Martín Cienfuegos.

– Este muchacho va a ser como otro hijo para mí, como el que se me murió. Y tiene que ser como un hermano para ti, ¿me oyes Andrés Ascencio? -dijo doña Herminia.

Entonces Andrés empezó a desconfiar de los encantos de Cienfuegos y a convertirlo en el rival inevitable que acabó volviéndose.

– Otro hermano te estoy dando -dijo la vieja y más te vale cuidarlo, Andrés Ascencio, porque hasta creo que me recuerda a tu padre. ¿Aceptas ser como otro hijo mío? -le preguntó a Martín que la oía con más atención que a la Cámara de Diputados.

– Será un honor señora -dijo abriendo los brazos, dejándose ir sobre la mecedora, besando a doña Herminia en la frente para después abrazarla, acariciar sus mejillas y terminar hincado besándole las manos.

No recuerdo mejor puesta en escena del amor filial. Hasta lágrimas de agradecimiento echó. Ni Andrés que idolatraba a la vieja hubiera podido hacer algo semejante.

Volvió de Zacatlán furioso. Todo el camino de regreso fue llamándolo hijo de la chingada farsante. Dizque en broma, pero no lo bajó de ahí.

– Esa mi madre -empezó a decir sentado en la cama- qué hermanos me dio. Ni uno que más o menos entendiera dónde estamos parados. Primero la enterneció el Gordo Campos y luego este hijo de la chingada farsante de Martín. Es pendeja mi madre, una ignorante que con que le dieran sonrisitas y besos hasta la maternidad regalaba.

Siquiera yo no heredé su pendejez, pero a Campos lo adoptó y lo heredó. Nada más hay que verlo. Agarra todas el imbécil, con tal de pavonearse y dárselas de fino y de legal. Como si con leyes y caravanas fuera a lograr algo. Paró todo hace leyes, ¿no hasta inventó una que obliga a cada mexicano a enseñar a leer y a escribir a otro? Y según él, así ya acabó con el problema. En cosa de un rato no queda un indio incapaz de escribir su nombre, el del país y por supuesto el de su benemérito Presidente. Es un genio el Gordo, no más hay que verle la cara. Y su «hermano» Martín, su candidatito, va a acabar de chingarse lo que quede de país. Ese cabrón hasta las esperanzas va a subastar.

En un ratito enlata el suspiro de tres mil desempleados y se los vende a los gringos para cuando quieran sentirse deprimidos. Va a vender el Ángel de la Independencia, el Hemiciclo a Juárez y si se descuidan hasta la Villa de Guadalupe. Mexican souvenirs: las olas de Acapulco, pedacitos de La Quebrada en relicarios y nalgas de vieja buena en papel celofán.

Todo muy moderno y muy nais, que no se nos note lo rancheros, lo puercos, lo necios, lo ariscos. Otro Mexsicou. Lástima que me vaya a morir, porque conmigo vivo ese cabrón no se trepa a la silla del águila más que a balazos y a balazos le gano, a él y a todos los cabroncitos bien peinados que dizque lo hacen fuerte. Y me iba a perdonar mi santa madre pero ese hijo de la chingada farsante le quitaba yo la madre a madrazos. Las dos madres, la puta que lo parió y la pendeja que dio en adoptarlo.

– Ya deja eso de que te vas a morir -dije. ¿Por qué no le haces caso al doctor Téllez, te tomas las pastillas y se juegan un póker antes de acostarse?

– Si acostado ya estoy, y mal acostado: viendo al techo y sin nadie encima.

– Nosotros nos vamos -dijo Esparza.

– Ya era hora cabrones -contestó Andrés.

– Descanse general, no tome café, ni coñac, ni excitantes. Vengo mañana temprano a jugarle la del arranque.

Me dejaron sola con él. Fui a sentarme en la orilla de la cama.

– ¿Quieres más té? -dije sirviéndoselo. Se incorporó para tomarlo y volvió a preguntarme:

– ¿Qué quieres tú Catalina? ¿Vas a coquetear con Cienfuegos? ¿Quién es Efraín Huerta?, ¿y cómo sabe que de un seno tuyo al otro solloza un poco de ternura?

– ¿Dónde encontraste sus poemas? -pregunté.

– En mi casa no valen los cerrojos.

– ¿Qué vale?

– Era amigo de Vives, ¿verdad? Te conoce mal, tú ya no tienes sollozos ni en los senos ni en ninguna parte, ni fingirlos podrías, ¿y ternura Catalina? ¡Qué tipo tan ingenuo! No en balde está en el Partido Comunista.

Caminé hasta la ventana. Ya muérete, murmure mientras él seguía habla y habla hasta quedarse dormido. Luego fui a acostarme junto.

Al rato despertó, puso la mano sobre mis piernas y empezó a acariciarme. Abrí los ojos, le guiñé uno, fruncí la nariz.

– ¿Por qué no te levantas y le hablas a Cabañas? -dijo. Me duele una pierna.

– A Téllez, ¿no?

– A Cabañas Catalina, no estoy para perder el tiempo.

Cuando Cabañas llegó, Andrés tenía entumidas las dos piernas y hablaba despacio.

– ¿Trajiste el dos Cabañas? -dijo haciendo un esfuerzo.

– Sí general, los traje todos.

– Dame el dos.

– ¿Qué es el dos? -pregunté.

No me contestó. Empezó a firmar con su eterna pluma fuente de tinta verde.

Un rato después se murió.

CAPÍTULO XXVI

Llamé a sus hijos. Alguien le avisó a Rodolfo que llegó como a las once de la noche. Entró con su barriga, su lentitud y su cauda a querer dirigir:

– Vamos a llevarlo a Zacatlán.

– Como tú quieras -contesté.

– El así ordenó.

– Le creo señor Presidente, vamos a llevarlo a Zacatlán.

– Te agradezco la colaboración. Ya sé del testamento.

– No hay qué agradecer. Espero hacerlo bien.

– Si tienes problemas cuenta conmigo -dijo.

– Quiero contar contigo para no tenerlos -contesté.

– No te entiendo, era como mi hermano, eres su mujer ¿Qué quieres que haga?

– Que no te metas, que no me ayudes, que no hagas tratos con las otras viudas. Todas recibirán lo suyo, pero tendrán que venir conmigo para recibirlo.

– ¿Quiénes son las otras viudas?

– Compadre, no estás hablando con tu mujer. Sé perfectamente quiénes son las otras viudas y cuántos son los hijos que no han vivido con nosotros. Sé qué haciendas son para unos, qué casas para otros.

Sé qué negocios, qué dinero, hasta qué reloj y qué mancuernillas son para quién.

Se quedó callado, asintió con la cabeza y fue a pararse a un lado de la caja gris. Intentó una cara de pena pero le ganó el gesto de aburrimiento que llevaba a todas partes.

La gente llenó mi casa. A empujones llegaban hasta Rodolfo. Los hombres le daban abrazos acompañados de palmadas en la espalda, las mujeres apretaban su mano.

Yo estaba parada del otro lado de la caja, no quise sentarme. Pasé ahí toda la noche estrechando manos y recibiendo abrazos. No lloré. Hablé sin parar. Con cada gente hablé de él, recordé dónde se conocieron y cuándo había sido la última vez que nos vimos.

Como a las dos de la mañana Fito se fue a dormir. Lucina me llevó un té. Me senté un rato. En la silla de junto, encontré a Checo. Me pareció tan niño.

– ¿Cómo estás, mamá? -preguntó.

– Bien, mi vida, ¿y tú?

– Bien también -y no hablamos más.

Verania se había ido a dormir más temprano. A Marta el doctor tuvo que atenderla porque le dio un mareo.

– Veo que tu novio no vino a darte el pésame -me dijo Adriana cuando estuvimos juntas.

– No hables así -le ordené.

– No pretendas educarme ahorita. Es un poco tarde -me contestó. Además todo el mundo sabe lo de Alonso. Estoy segura de que medio velorio vino nada más a verlo entrar con cara de yo era amigo del difunto.