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– Tú siempre con que tengo chuecas las rayas -dijo, parándose de espaldas frente a mí para que yo se las enderezara como cualquier otro día. Me agaché hasta sus piernas.

– ¿Entonces qué? ¿Me pongo y ya? -preguntó.

– ¿Te pones dónde? -dije.

– Abajo de él.

– Abajo y que se dé de saltos -dije, y la besé.

– Dame la bendición, entonces. Como cuando era yo chica y te ibas de viaje -dijo al oír a Emilio llamándola.

Era curiosa y mandona como su padre. Y como su padre una arbitraria perfecta.

Le puse la punta de la mano extendida en la frente y luego la bajé hasta su pecho y fui de un hombro a otro mirándola aguantar la risa y la emoción, los ojos húmedos y los cachetes rojos.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que te vaya bien con todo y sobre todo con el Espíritu Santo.

Me quedé sentada en el suelo hasta que un mozo entró a preguntarme si podía bajar las maletas. Entonces me levanté a cerrar el desorden que había dejado Lilia y salí del cuarto junto con las maletas.

Abajo en el jardín había un griterío por los novios que se irían en el Ferrari, regalo de Andrés a su hija. Lo habían pintado con bilé diciendo «recién casados» y tenía botes amarrados a la salpicadera para que fueran haciendo ruido al rodar. Lilia subió al coche y se despidió con la mano como artista de cine. Sus hermanos se acercaron a besarla. El único que parecía sobrar era Emilito mirando al fondo del jardín como si esperara algo.

– Adiós -dijo Lilia estirando la boca para besar a su padre que presidía el jolgorio de la despedida. Emilito señaló un Plymouth negro que se estacionó detrás:

– Nos vamos en aquél, mi vida. Ya están allá las maletas.

Los viejos Alatriste se acercaron a despedirse, besaron a su hijo y doña Concha se puso a llorar. Lili no se había movido del Ferrari.

– Bájate, Lilia -dijo Emilito.

– Me quiero ir en éste -contestó ella.

– Pero nos iremos en el otro.

– Si te pones así mejor cada quien en el suyo -dijo Lili. Se corrió al volante del Ferrari y lo hechó a andar. Los botes hicieron un ruido terrible y el Ferrari desapareció escandalosamente por el portón de la calle.

– Esa es hembra, no pedazos -dijo Andrés para aumentar la ira de Milito que salió tras ella en el otro coche. Luego me ofreció el brazo, preguntó dónde había estado y fui con él a bailar. Cuando volvimos a la mesa principal, ya no estaban ahí doña Concha ni su marido.

– Vamos a dar las gracias -ordenó Andrés, tomando una botella de champaña y dos copas. Fuimos a brindar de mesa en mesa. Con un discurso especial para cada quien agradecimos la presencia y los regalos, Andrés era un genio para eso.

Cuando abrazó solemnemente a su compadre, Rodolfo dijo que debía volver a México. Estaba con él Martín Cienfuegos y se irían juntos. Lo dijeron y Andrés acentuó el gesto de cordialidad y brindó con el secretario de Hacienda. Se detestaban. Cada uno estaba seguro de que el otro era su peor rival en el camino a la presidencia, y en los últimos tiempos, Andrés mucho más seguro que Cienfuegos. Los acompañamos hasta la puerta del jardín.

– Este lamegüevos de Martín está convenciendo al Gordo de sus encantos. Y el Gordo que necesita poco, con la pura casa que le regaló tiene para darle la presidencia y las nalgas muerto de risa -dijo Andrés, cuando regresábamos a las mesas. Lo dijo con rabia, pero por primera vez también con pesar.

En la mesa de la Bibi, Gómez Soto estaba borrachísimo diciendo gracejos incomprensibles. Quijano se levantó al vernos.

– ¿Se fue la niña? -me preguntó.

– Se fue -contesté.

– Qué bien bailan estos dos -le dijo Gómez a mi general señalándonos. Yo y tú ya estamos viejos para bailar así.

– Viejo estarás tú -dijo Andrés. Yo todavía cumplo como es debido. ¿Verdad, Catín? Traté de sonreír con elegancia.

– ¿Verdad, Catalina? -volvió a decir. -Claro que sí -contesté sorbiendo mi champaña como si fuera refresco.

– ¿Estará usted en México? -preguntó Quijano antes de besarme la mano.

– Iré pronto -contesté, mientras Andrés discutía con Gómez Soto quién tenía menos años y más hijos.

Bibi me miró con cara de «con estas mulas hay que arar» y yo pensé en ir viendo que se calentara el pozole antes de que todo el mundo trajera la briaga de su general.

Con el pozole llegaron los fuegos artificiales y otra orquesta. Eran como las cinco de la mañana cuando Natalia Velasco y María Bautista, dos de las que me veían menos en las clases de cocina, se acercaron medio arrastrando a sus maridos para darme las gracias por la invitación.

Me despedí con una sonrisa y toda la cortesía que aprendí a manejar como reina después de tantos años de padecerla. No tenía mejor venganza, al menos para casos como ése.

Entré a la casa a ver que fueran preparando los chilaquiles, la cecina, el café y los panes para el desayuno. En la cocina había unas cuarenta mujeres dedicadas a echar tortillas y ayudar en la guisada. Me acerqué a la que cuidaba la cazuela en que hervía la salsa de los chilaquiles.

– Que no vaya a picar mucho -dije, sin detenerme a mirarla.

Alguito si pica -contestó. No se acuerda de mí ¿verdad señora?

La miré. Dije que sí y puse cara de que la había visto alguna vez, pero se me ha de haber notado que no sabía yo ni cuándo.

– Soy la viuda de Fidel Velázquez, aquel que mataron en Atencingo. ¿Se acuerda que ese día me llevó a su casa? Ahí conocí a doña Lucina y ella me llamó para venir ahora. Seguido la veo y me cuenta de usted.

– Y los niños, ¿cómo están? -dije para mostrar que recordaba algo.

– Grandes. Ya dentro de poco nada más voy a trabajar para tres. Estoy de hilandera en una fábrica aquí en Atlixco. Y me ayudo con lo que voy pudiendo. Hoy vine aquí, la semana que entra voy a cocinar higos para llevarlos a vender a Puebla.

– Yo te compro. Ve a la casa y me llevas los que tengas -dije antes de probar el jitomate y pedirle a Lucina un té y una aspirina porque me dolía la cabeza.

Fui a tomarlos al salón que empezaba a llenarse de gente con frío. Ordené que ofrecieran coñac. Tomé una copa y le di tragos rápidos. Luego me quedé dormida en un sillón hasta que alguien llegó a decirme que los invitados querían desayunar.

– ¿Nos echamos una siesta? -preguntó Andrés cuando terminó de sopear un cuerno en su café.

– Nos la echamos -dije. Y me fui a dormir junto a él, por primera vez desde la muerte de Carlos.

CAPÍTULO XXII

Quería espantar los recuerdos, pero sin el ruido de la Lili era todavía más difícil. Iba de Puebla a Tonanzintía, de la tumba de Carlos al jardín de mi casa, incapaz de nada mejor que comerme las uñas, agradecer la compasión de mis amigas y pasar las tardes con Verania y Checo cuando volvían del colegio.

Con los niños todo era dar y parecer contenta. Los llevaba a la feria, a subir un cerro o a buscar ajolotes en los charcos cerca de Mayorazgo para quitarme de la cabeza lo que no fuera un juego o una demanda fácil de resolver. A veces me proponía el gusto por ellos, me empeñaba en la ternura y el alboroto permanentes, pero mis hijos habían aprendido a no necesitarme y después de un tiempo de estar juntos no se sabía quién estaba teniéndole paciencia a quién.

Cuando me sentaba en el jardín a chupar pedacitos de pasto con la cabeza casi metida entre las piernas en cuclillas, les daba pena acercarse, me dejaban sola y se iban lejos a buscar un pretexto para llamarme.

La mujer de Atencingo se lo dio. Una tarde llegaron corriendo a decirme que ahí estaba una señora que vendía higos, que yo había dicho que se los compraría todos.

La llevaron con todo y canasta hasta el rincón del jardín en el que yo estaba. Eran como las cinco de una tarde clara y así, parada bajo la luz con su canasta en el brazo, la cara como recién mojada y una sonrisa de dientes grandes, ella despedía seguridad y encanto.