– Yo no he dicho que la Thatcher tenga un polvo. He dicho que no está mal para sus años, y la pones en pelotas en un centro de camioneros jubilados y me la hacen madre.

– Salvaje.

– Pero qué morbo tiene esta mala puta, la Vivien, que me voy a hacer yo una paja esta noche en su honor.

– Bestia.

A Martín le gustaba que le insultaran, que le trataran como una bestia de lascivia.

– Esta noche me la como yo a ésta.

– Será guarro.

– Le echo un bote de leche condensada por encima y me la lamo de arriba a abajo. Rinconcito por rinconcito.

– ¡Calla ya, hombre, que parece como si no hubieses follado desde los tiempos del cuplé!

Ginés se durmió en el instante en que Leslie Howard, el frío Ashley Wilkes, vuelve a casa herido de un balazo, fingiéndose borracho, como Clark Gable, Ret Butler en la película. Le despertaron para que se fuera a su camarote y se dejó caer en el camastro cansado por su primer día de convalecencia activa. Concilió el sueño y creía estar en la habitación inmensa de un hospital blanco, hasta el punto de que apenas se veía el relieve de los cuerpos en movimiento, salvo el de Tourón, que se le acercaba y le acariciaba los cabellos: pobrecito, pobrecito, Larios, duerme, siempre duerme. Le despertó una mano más contundente que la del capitán soñado. Era Basora cuchicheante.

– ¿Te ves con ánimo de levantarte?

– ¿Qué pasa?

– La ocasión esperada. El capitán está cantando y Germán ha dejado la puerta sin cerrar. Nosotros vamos a ver qué pasa. ¿Tienes fuerzas para venir? Tal vez pasen muchos días hasta que se repita una situación como ésta.

– Voy.

– Abrígate.

Basora deshizo la cama y le echó una manta por encima. Siguió Ginés a su compañero por un recorrido a media luz que les llevó a las puertas del camarote del capitán, donde ya permanecían agazapados Martín y Germán.

Basora cogió el canto de la puerta con la yema de los dedos y la fue abriendo con lentitud enervante hasta conseguir una ranura suficiente para que Martín y él pudieran contemplar lo que estaba ocurriendo dentro. Basora retiró la cabeza en seguida, Martín permaneció algún tiempo más.

La puerta entreabierta permitía oír con mayor claridad la canción del capitán.

“Quien te puso Salvaora qué poco te conosía.

Que el que de ti se enamora se pierde pa toa la vía”.

Germán y Ginés ocuparon las posiciones cedidas por los otros dos conspiradores, y ante ellos apareció una perspectiva rectangular en la que se veía extrañamente entera la figura de lo que quedaba del capitán. Traje de lamé largo y escotado, guantes hasta los codos, peluca platino, una flor de trapo en el vértice del escote, ojeras pintadas, labios sangrantes, brazos serpénticos agitando los efluvios emocionales de la canción y el humo de un cigarrillo dorado entre los dedos de la mano izquierda.

“Ere tan bonita como el firmamento; lástima que tenga malo centimiento…”

Y el capitán aparecía y desaparecía en sus idas y venidas por un escenario delimitado por luces de varietés que él sólo veía. En su cara se habían dibujado rasgos canallas de puta en desguace y por un corte de la falda asomaba una pierna vieja, musculada, llena de vello, apoyada en el mundo a través de un rojo zapatito de charol.

Germán se apartó, cogió a Ginés por los hombros y le apartó también a él con una cierta firmeza. Los cuatro se metieron en el camarote de Basora y buscaron las cuatro esquinas de la estancia para no mirarse, ni hablarse, como si tuvieran que pedirse perdón los unos a los otros por algo que habían hecho y que les avergonzaba.

– Mierda -dijo Basora.

– Pobre hombre -comentó Germán.

Ginés simplemente tenía miedo, un miedo inexplicable, como si se hubiera metido en una casa desconocida y todas las puertas hubieran quedado cerradas a su espalda.

– Así que lo que vio el “Cojoncitos”, el fogonero, no era ninguna chaladura. Este tío tuvo las agallas de pasearse por cubierta vestido de tía.

– Un capitán de barco que se viste de tía puede pasearse por cubierta si le da la gana. Por algo es el capitán. Y otro día se saca el carnet de baile y te pide una polka.

Martín reía como un histérico ante la broma de Basora, pero, en los demás, pesaba más el sentimiento de disgusto y del no saber a qué atenerse.

– Y mañana qué. Mañana cuando empiece a dar órdenes, o en el comedor, ¿qué?, ¿le seguiremos viendo como el capitán o como la “Niña de la Venta”?

Escupía Martín por la nariz la risa que no podía sacar por la boca y esta vez arrastró a Basora y luego a Germán. Ginés sostenía una media sonrisa indeterminada, mientras los demás se aguantaban el pecho o el vientre o la meada, porque la carcajada era ya una asfixia histérica que les revolcaba por la cama o les hacía caer al suelo en busca de los rincones del camarote.

– ¿Sabéis qué le diré mañana cuando le vea? -preguntó Martín con lágrimas en los ojos.

Germán y Basora también lloraban, pero se aguantaron las lágrimas y la risa porque sabían que Martín iba a echar más leña a la hoguera de su hilaridad.

– ¡A sus órdenes, tía buena!

Y el capitán oyó las carcajadas desde su camarote convertido en camerino.

Al día siguiente, Ginés dijo estar totalmente recuperado y convenció a Germán de que le dejara hacer sus tareas habituales. Le horrorizaba la perspectiva de quedarse en la encerrona del camarote, entregado a las entradas libres de Tourón y a la necesidad de tratarle como si nada hubiera pasado. Merodeó por los rincones del buque menos propicios a la visita del capitán e incluso bajó a la sala de máquinas, donde fue recibido con sorpresa por los maquinistas y Martín, que le confesó que también estaba jugando al escondite. Llegó la hora del almuerzo y no había más remedio que acudir al comedor, aunque lo hizo con retraso, en la confianza de que tomaran asiento antes sus compañeros y asumieran ellos la primera conversación con Tourón. Llegó al comedor casi al tiempo que Germán y ya estaban allí Basora y Martín.

– ¿Y el capitán?

– Se ha hecho servir el almuerzo en su camarote.

– ¿Le habéis visto?

– Yo no. He hablado con él por teléfono porque no ha acudido al puente de mando.

– Yo tampoco.

– Ni yo.

– Hay que deducir que no ha salido de la habitación.

– Que se dio cuenta ayer noche.

– O que está enfermo o que le ha dado por ahí. En fin, comamos y amemos.

Basora y Martín comieron con buen apetito el arroz con bacalao y el redondo a la jardinera del menú del día, Germán permanecía abstraído y Ginés apenas mordisqueó su arroz hervido con cebolla y el lenguado a la plancha.

– Ya saldrá del cascarón -comentó Basora cuando se ponía en pie dando la comida por concluida.

Durante toda la tarde el capitán siguió los trabajos del buque desde su camarote, rechazó el ofrecimiento de Germán de ir a verle y aseguró que tenía una pequeña alergia en la piel que le impedía el contacto con el aire libre. Cenaron los oficiales entre silencios, bostezaron ante el segundo pase de “Lo que el viento se llevó”, porque Martín había dosificado las tres películas de vídeo nuevas y la tercera no tocaba hasta que rebasaran la perpendicular de las Azores, ya en descenso abierto hacia el estrecho.

Al día siguiente el capitán repetiría su ausencia y al tercer día subió al puente de mando en un momento en que estaba deshabitado, pero desde cubierta vieron su silueta tras los cristales, oteando el horizonte con unos prismáticos, y por la noche se presentó en el comedor simpático y parlanchín, como si llegara de un largo viaje cargado de anécdotas y regalos de su imaginación. Al poco rato de diálogo, los oficiales habían recuperado el tono conversacional de otras noches, y el capitán exhibía uno de sus mejores talantes, aunque persistía en la especial dedicación a Ginés, por cuya salud estaba preocupado.

– Después de la cena venga a mi camarote. Tengo unas vitaminas en mi botiquín que le estimularán el apetito. No puede usted desembarcar en Barcelona con esta cara.