– ¡Mi Encarna! ¡Ay, Encarnita de mi corazón! ¡Mi Encarna!

Las voces convocaron a la criadita con el pasmo en la cara y un trapo sucio en una mano y a un sólido calvo en pantuflas y bata de terciopelo que preguntó un ¿qué pasa aquí? antes de que la dama se arrojara en sus brazos, con tal ímpetu que le hizo perder la estabilidad y con ella la chinela izquierda.

Habían menguado los entrecortados sollozos y la habitación olía a agua del Carmen y a lágrimas. El hombre tenía las tres pecheras empapadas de las lágrimas de su mujer, la de la bata, la de la camisa y la de la camiseta que se adivinaba al fondo de una aproximación visual a su escote.

– ¿Ya estás mejor, Paquita?

– Mejor. ¿Cómo puedo estar mejor?

– Tenía que suceder.

– ¿Por qué tenía que suceder?

– Porque Encarnita tenía la cabeza a pájaros.

– ¿Y tú qué sabes si no la conocías?

– Señora, el coche ya está limpio.

Le he puesto hasta Mistol.

Carvalho sufría por el trato infringido al pobre animal que debería devolverle a casa. El aviso de la criadita resituó a la señora Paca.

Apartó a su marido y se enfrentó a Carvalho.

– Supongo que usted querrá hablar conmigo. ¿Es usted inspector?

– No. Trabajo por encargo de la familia de Encarna.

– ¿Mariquita?

– Eso es.

La mujer indicó a su marido con la cabeza que se fuera.

– Vete, Manolo. Hay cosas entre mujeres que deben hablarse entre mujeres.

El hombre miraba perplejo a Carvalho, pero la apariencia viril del detective era irrebatible. Carvalho se encogió de hombros y le envió un gesto cómplice, hoy te ha tocado a ti, mañana me tocará a mí.

– Si me necesitas me llamas.

¿Quiere una copita usted?

– No, muchas gracias.

– ¿Una copita de Marie Brizard para matar el gusanillo?

– Le tengo cariño al gusanillo. No lo mataría así como así.

Sonrió el hombre sin saber por qué sonreía y salió de la habitación. La mirada de la dueña escarbaba en Carvalho, como si buscara otras verdades ocultas más allá de las que le había dicho.

– ¿Se sabe quién le hizo esa salvajada?

– No. Por eso estoy yo aquí.

– ¿Cómo sabía usted que me encontraría aquí?

– Aquí no lo sabía. Pensaba que tal vez siguiera en Águilas. Me pusieron en su pista gentes relacionadas con el marido de Encarna.

– Ese borde. Ese borde tiene la culpa de todo.

Desde que Encarna se había casado apenas si había vuelto por Águilas.

Dos o tres veces. En verano. No.

No era la misma. Era una señora, pero a costa de un alto precio.

– El otro día una mujer le escribía a Elena Francis una carta que se parecía mucho, mucho a la vida de Encarna. Incluso por un momento pensé: mira, ésa es Encarna que se desahoga.

Pero no. No iba con el carácter de Encarna escribirle a la Francis.

Era muy reconcentrada. Muy suya.

Pero la historia era la misma.

– ¿Qué historia?

– La de una chica que se casa con un hombre para salir de una vida miserable y luego vive un infierno. El marido un putero irresponsable y más falso que un duro sevillano y ella sola, sin hijos, en una ciudad en la que no se fía de nadie, rodeada de amigos que son en realidad los amigos de su marido y cada vez más abandonada y más arrepentida. Maldita la hora en que el señorito aquel se cruzó en su camino. Pero ella ¿qué iba a hacer?

¿Toda la vida prensando higos o salando alcaparras? Ése era su porvenir en Águilas. O el mío. Pero yo tuve paciencia y esperé tiempos mejores.

Todo esto ha cambiado en los últimos veinte o veinticinco años, y teniendo arrestos, ganas de trabajar y pocas puñetas, el que ha querido se ha subido en lo alto, y el que no ha querido, pues a tomar el sol, que aquí sol no falta. Se equivocaron los que se marcharon, casi todos a Cataluña, pensando que allí regalaban los billetes de veinte duros en las taquillas del metro. Y no se crea que yo no conozco aquello. Estuve unas semanas en casa de un tío mío, mire, para pasar un mes, bueno, pero para vivir, no. Mi Manolo y yo tuvimos la suerte de coger los buenos tiempos del turismo y aquí en verano se hacen buenos duros si se quiere trabajar en verano; ahora, si se quiere tomar el sol, entonces no. Ahora tenemos tiempo de tomar el sol.

– Pero usted también se ha marchado de Águilas.

– Estamos más cerca del hotel, y aquí tiene mucho porvenir el cultivo intensivo de invernadero. Hemos hecho una inversión muy fuerte para cultivar aquí también aguacates y chirimoyas, como en Almería y Málaga.

– ¿Las veces que vino Encarna se relacionó con usted?

– ¿Y con quién si no? Y sobre todo me escribía y yo la escribía a ella, tanto a Albacete como a Barcelona.

– ¿A Barcelona?

– Sí. Durante los períodos que pasaba allí para ir al médico, porque estaba delicada, o creía estarlo. ¿Se ha fijado usted en que las personas desgraciadas en su matrimonio se escuchan más y un día les duele aquí y otro les duele lo de más allá? Pobre, pobre Encarnita. Es la fatalidad.

Es el destino. Iba a encontrar esa muerte tan horrorosa. Con lo feliz que ella creía ser en Barcelona.

– ¿Cuando estuvo de jovencita?

– No. Ahora.

– ¿Feliz por ir al médico?

– No sólo iba al médico.

La vacilación de la mujer sólo trataba de aplazar la revelación que deseaba hacer.

– Por mucho que se contemplase a sí misma, no iba a ir cada tres meses a Barcelona para que le vieran cosas diferentes. El hígado te lo miran una vez o dos, pero no cada tres meses.

¿No cree usted?

– El cuerpo humano está lleno de cosas.

– Y sobre todo el de las mujeres.

¿Se ha fijado usted en lo que cabe en el vientre de una mujer? Piense por un momento.

Y empezó a enumerar con la ayuda de los dedos.

– Las tripas, bueno, los intestinos. El hígado. Los riñones. La apendicitis. Los ovarios. La matriz.

La placenta. Y hasta un niño o dos o cinco, porque ha habido casos de cinco niños. Todo eso cabe en el vientre de una mujer.

– Nunca lo había pensado.

– Las mujeres pensamos más en esas cosas. Como nos afectan a nosotras, pues es lógico.

– ¿Qué hacía Encarna en Barcelona?

– Verse con mi primo. Con Ginés.

Un primo mío que va embarcado. Es un señor oficial, también es de Águilas y fue el novio, bueno, novio, pretendiente, como les llamábamos entonces, de Encarna hasta que se puso por medio el señorito ese de Albacete. Fue una historia muy bonita. La lees en una novela o la ves en el cine y no te la crees. También en esto se parecía la historia de la carta a la señora Francis: también la que escribía se había encontrado de pronto a su antiguo amor por la calle, precisamente en el momento en que se sentía más desgraciada.

“Precisamente en aquel momento Encarna paseaba por las Ramblas y alguien la llamó por su nombre. Se vuelve y ¿quién estaba allí? Ginés.

Veinte años después. Ya no era aquel muchacho tímido que se ponía colorado en cuanto la veía, sino un oficial de marina que se ofrecía a acompañarla por una ciudad que él conocía muy bien. Cada tres meses iba y volvía a las Américas en un buque de carga, “La Rosa de Alejandría”.

– ¿Es el nombre del barco?

– Sí, es el nombre del barco en el que va embarcado mi primo.

– ¿Es un barco egipcio, griego o turco?

– No. No creo. Es un barco español. O al menos son españoles los embarcados, por ejemplo, un amigo de mi primo, Germán, que es de Lorca.

A veces ha vuelto mi primo por Águilas y Germán le ha acompañado.

– Se encuentran por casualidad en las Ramblas veinte años después.

¿Qué más?

– Se citan para la próxima vez que vuelva el barco a Barcelona, y a partir de ese momento Encarna se inventa cualquier excusa para acudir a la cita. Me lo cuenta por carta y me lo cuenta con esa naturalidad, esa pachorra que ella tenía para estas cosas.

Porque Encarna siempre había ido a lo suyo por el camino más directo.