– Casa Matrán ya ha cerrado. Hace años.

– Me dijeron que en el escaparate había fotos de Paco Rabal montado a caballo.

– Las había. Pero ahora puede ver al personaje al natural. Tiene una casa en Calabardina, es inconfundible, tiene unos arcos así y así. No sólo viene en verano. A veces pasa temporadas. Hace poco estaba aquí cuando le dieron un premio. Un premio importante, de toda España, vamos, un premio nacional. Se armó una que no veas.

Estaba en un pequeño negocio de diarios, revistas, libros y chupa-chups y juguetes de plástico. Tal vez podría llevarle a Charo una presencia de lo que nunca vivió directamente y preguntó por algo que evocara el pueblo que había conocido su madre.

– Hay un libro que se llama “Águilas a través del tiempo”, de un escritor de aquí, don Antonio Cerdán, por más señas. Pero dudo que lo encuentre. Se ha agotado. Tal vez en el ayuntamiento o en Información y Turismo.

En el ayuntamiento sólo tenían un plano del casco urbano de Águilas a prueba de lupas electrónicas y otro plano topográfico donde el término municipal quedaba convertido en una sopa de toponimias, separadas por imaginarias fronteras de puntos seguidos.

Menos da una piedra y quizá Charo sepa encontrar carne humana o memoria entre tanto signo. En Información y Turismo sí tenían el libro, pero sólo uno y lo tenían para demostrar su existencia a los que preguntaran por él. Carvalho lo ojeó y se enteró que los más viejos pescadores del lugar aseguraban que sus abuelos habían visto en el fondo del mar, hacia poniente, una misteriosa obra sumergida a la que le llamaban Las Murallas, restos posibles de la antigua Urci, cuna de Águilas. Carvalho devolvió el libro y se fue en busca de Paca Larios, empujado por el cansancio de un viaje que estaba a punto de terminar en sí mismo, de terminar en nada.

Una mujer rubia castaña con ojos azules y un niño en cada mano le dijo que su tía Paquita ya no vivía en Águilas.

– Se compraron un hotel hacia Terreros y viven en Jaravía durante el invierno. Pero no en Jaravía mismo.

Viven en una finca que se llama “La Rosa del Azafrán”.

Camino del coche volvió a topar con el ciego y su niño locomotora; proclamaba el ciego “Llegó el “Torero”” y se le acercaban compradores de iguales con la naturalidad de quien realiza un rito cotidiano. La misma calle donde estaba el hotel continuaba hacia la carretera de Almería, Terreros y el desvío a Jaravía y Pulpí. Las afueras de Águilas eran como las de cualquier otro pueblo engordado por su propio crecimiento a base de barrios reticulares, pero Carvalho creyó reconocer la Casita Verde al borde de la playa, una nave con tejado a dos aguas, pintada de verde, caprichosamente aislada, como si fuera un monumento a la nostalgia de los aguileños.

Y, en seguida, el descampado entre el yermo y la palmera, a la derecha de nuevo el horizonte de tierras oxidadas o amarillas reptando hacia las montañas y a la izquierda calas oscuras para un mar suave y caravanas aparcadas de las que salían extranjeros ligeros de ropa, la mayoría viejos jubilados de la Europa rica en busca de los baratos penúltimos soles y mares de sus vidas. Los anuncios del hotel Verdemar empezaron a jalonar la carretera a partir de la Casita Verde y al pie del desvío a Jaravía y Pulpí aparecía el bloque de apartamentos con todas las ventanas cerradas y una brigada de obreros reasfaltando la entrada.

– Está vacío. No abrirá hasta abril.

– ¿Vienen los dueños a ver las obras?

– Viene el dueño cada día. Pero más tarde.

Tomó la carretera de Jaravía, hacia la promesa de un oasis con palmeras divisado en el horizonte. Más allá una montaña amarilla y rojiza, con escombreras mineras y un pequeño tren amarillo que parecía jugar a avanzar y aguantarse por la ladera. A medida que la carretera subía, Águilas y sus calas se desparramaban hacia el Mediterráneo. A la izquierda, coincidiendo con el límite del crecimiento de las urbanizaciones, una playa con muelle férrico que seguía conservando un carácter singular de escenario de un progreso muerto, y a la derecha, la carretera hacia Almería escapando de un litoral bravo y desolado. Entre Los Jurados y Pilar de Jaravía, no tiene pérdida, le habían orientado los asfaltadores, verá usted un camino con un “Prohibido el paso, propiedad particular”, y allá en lo alto, una mancha de vegetación y una casa grande, como un palacio. La carretera hilvanaba invernaderos, y una vegetación de oasis se impuso como una mancha polícroma en el paisaje de geología implacable. El coche apuntó hacia el camino prohibido y subió por el asfalto corroído hasta llegar a una verja con el minio a la espera de una nueva capa de pintura. Dos monjas jóvenes recién salidas del jardín de la casa se apartaron para dejar paso al coche de Carvalho con la cara vuelta, como si no tuvieran ninguna curiosidad por el conductor. Tras la verja, un patio con el suelo de roquiza, en el centro un macizo de ficus brotaba de un pequeño estanque enmarcado en rocalla y una escalinata de granito al pie de una fachada en la que aún florecía buganvilia.

– ¡Señora! ¡Señora! Ha llegado un coche -gritó una criadita de bigotillo moreno, con la cara vuelta hacia el interior de la casa y el cuerpo tenso por los tirones de un bulldog que vomitaba ladridos contra el recién llegado-. No se acerque, señor, que muerde. Las ha mordido a las monjas que pedían caridad.

– ¿A ti también te muerde?

– A mí no porque le doy de comer.

Pero a los que no le dan de comer les muerde.

– Este perro sabe lo que se hace.

Primero llegó la voz.

– ¡Pero es que nunca ha visto un coche esta niña!

Y luego apareció la dueña, ochenta kilos de ancho por cuarenta años de alto y las cejas marrones dibujadas tan al norte de la cara que se habían salido de órbita.

– En la casa hay tres coches y tienes que armar la marimorena cuando llega uno.

– Es que el perro no me dejaba decírselo.

– Pues ya está dicho.

Y eran grandes aquellos ojos enriquecidos por las pestañas postizas y la curiosidad.

– ¿Qué se le ofrece?

– He hablado en Águilas con sus parientes y me han enviado aquí.

– Lleva el coche hecho un asco -dijo la mujer examinando con desagrado el aspecto de viejo caballo cansado que tenía el Ford Fiesta de Carvalho-. Lucita, pásale un trapo al coche del señor que no tiene ni por dónde mirar.

– No se moleste.

Pero era inútil.

– Es que hay un polvo por estos caminos. Desde hace meses que no cae agüica recalaera y sólo de vez en cuando un poco de matapolvillo que hace más mal que bien. ¿Pero usted no es de Águilas?

Los grandes ojos se habían fijado en la matrícula.

– Vengo desde Barcelona. Es por un asunto relacionado con Encarna, Encarna Abellán.

– ¡Encarna, mi Encarna! Ya era hora que supiera algo de ella. Vaya lunática. Tan pronto me manda cartas que no puedo acabar de leer ni en un mes como no me dice ni pío. Pase. Y tú, niña, deja a “Bronco” y pásale un trapo y agua por el coche del señor, sobre todo por el parabrisas. No puedo soportar los coches sucios, y además son un peligro, para el que conduce y para los otros.

Mientras Carvalho la seguía a través de un recibidor excesivo en todo y aceptaba un butacón almenado en el salón con piano y un enorme televisor acondicionado para que durmieran dentro los presentadores, pensaba en cómo comunicarle a la castellana la noticia de la muerte de su amiga.

– ¿Dónde se ha metido esa descastada?

– Creía que usted ya lo sabía.

– ¿Saber qué? ¿Qué ha pasado?

Alguna vez en su vida Carvalho había descubierto que la expresión más adecuada y simple para comunicar la noticia de una muerte es abatir la mirada y dejarla en el suelo, como si fuera incapaz de remontar el vuelo.

Así lo hizo.

– ¿No me dirá usted que Encarna…?

La mirada seguía obstinadamente abatida y el estallido de sollozos la puso en movimiento para acoger con solidaridad las convulsiones de aquel rostro incontrolado, en el que las lágrimas, los parpadeos, los rugidos narinales y las crueles frotaciones de las yemas de los dedos habían provocado el desastre de la congoja más desesperada.