– Y el marido no sospechaba nada.

– El marido tenía su vida. Es un golfo que se ha pasado medio matrimonio entre Madrid y donde sea, pero bien poco con Encarna.

– Y el marino volvía, una y otra vez.

– Vaya si volvía. Nunca se había quitado a Encarna de la cabeza. Mi primo es un chico fuera de serie, demasiado sentimental para mi gusto, porque no se puede ir por el mundo con el corazón en la mano. Yo se lo advertí ya entonces, cuando éramos unos críos: cuidado con la Encarna que va a la suya. Y cuidado que yo me he querido a la Encarna, que más que yo sólo la ha querido su madre, pero sufría por mi primo.

– Y no se planteaban dejarlo todo.

Vivir juntos.

– No. Encarna no. Pero mi primo sí.

– Y Encarna no quería.

– Ha pasado por todo. Al principio no, luego sí, y últimamente le pedía paciencia, que dejara pasar el tiempo.

Que diera tiempo al tiempo para que acabara de pudrir los huesos de un marido definitivamente fracasado.

– Y de pronto las cartas dejaron de llegarle.

– Sí. Tampoco era para alarmarse, porque Encarna era muy arbitraria y a veces dos cartas por semana y otras meses y meses. Yo siempre esperaba a que ella me escribiera o me llamara, aunque llamar llamaba pocas veces porque decía que las paredes oían.

– Usted le escribía a Albacete.

– Sobre todo a Barcelona.

– ¿A qué señas de Barcelona?

La mujer calculaba sus próximos movimientos. Por fin se decidió y dedicó a Carvalho la misma mirada que sin duda había dirigido a su marido en el momento de meterse en la cama con él por primera vez. Sale de la habitación con majestad y deja a Carvalho con el nombre de “La Rosa de Alejandría” en los labios silenciosos de la memoria:

“Eres como la rosa de Alejandría, morena salada, de Alejandría, colorada de noche blanca de día, morena salada, blanca de día”.

Es una voz infantil la que la canta y a continuación crece un coro que impone una extraña tristeza oscura de fondo en torno de una canción aparentemente de amor. Pero volvía doña Paca con un papel en la mano y se lo tendía.

– Éstas eran las señas que me dio para que le escribiera en Barcelona.

Y en el sobre tenía que poner: a la atención personal de Carol.

– ¿Siempre la misma?

– Desde que me la dio, sí. Fue hace unos dos años. Uno después de empezar a encontrarse con mi primo cada tres meses.

– ¿Esto es todo?

– Todo.

La mujer tenía ganas de saber detalles, apartaba la cabeza con los ojos cerrados cuando Carvalho le repetía el despiece de la víctima. Pobrecita.

Pobrecita. ¿Y lo sabe mi primo? ¿Lo sabe mi primo? Carvalho se encogió de hombros ya en la puerta, con el espectáculo al fondo del mar perezoso bajo un sol consolador.

– ¿Y ahora vendrá la policía a interrogarme?

– Es su problema.

Y la mujer se quedó sin saber si era un problema de la policía o suyo.

– ¿Tiene alguna foto reciente de ella?

– De hace tres o cuatro años.

Por fin Encarnación Abellán adquiría el rostro de su muerte. La adolescente de “La niña de Puerto Rico” había dejado crecer sus facciones y había acabado su cuerpo en los límites de una presencia agresiva, imposible no mirar la belleza madura y airada de mujer que seguía estando sin estar en aquella fotografía sin sonrisa.

Oyó voces familiares que hablaban sobre su fiebre, y entre ellas la del capitán, partidario del frenol y mucho calor.

– Que lo sude, que lo sude.

Y más allá de los ojos abiertos, Germán o Basora o Martín y, en ocasiones, Tourón contemplándole desde su estatura de capitán con conocimientos médicos.

– Está usted en buenas manos. Es un enfriamiento de caballo. Se sale del Trópico en mangas de camisa y luego viene lo que viene.

Le dolían las junturas del cuerpo y estaba a gusto arrebujado por las sábanas.

– Caldos, muchas naranjas, pescado a la plancha -ordenaba Tourón al camarero que tomaba apuntes.

– Y pensar poco -añadía el capitán.

– No le vicien la atmósfera.

Los tres oficiales jugaban a las cartas junto a su camastro y el capitán les arrojaba del tugurio como si fueran tres tahúres.

– Le estamos haciendo compañía.

– No fumen y mantengan la puerta abierta. Se ven volar los virus.

Sólo faltaría ahora que todos la pilláramos.

– No se preocupe, capitán, haremos calceta un rato y cantaremos villancicos. Yo le he prometido un jersey a mi novia.

El capitán pasó por encima de la ironía de Basora y luego aprovechaba la soledad del enfermo para introducirse en la estancia y examinarle sin decir nada, reprimido por los ojos que Ginés apretaba para no propiciar la conversación.

– ¿Duerme? ¿Está dormido, Larios?

Siempre duerme.

Por la ranura de los párpados, Ginés veía cómo se le acercaba aquel rostro blanco, aquellas lentes sólidas como de cuarzo al fondo de las cuales aparecían los ojos sumergidos. A partir del tercer día fue imposible fingir, y el capitán se pasaba los ratos muertos sentado a su lado, las piernas encabalgadas, los brazos cruzados sobre el respaldo de la silla, la mirada divagante o pendiente de un punto concreto del camarote que le hipnotizaba.

– Tiene mejor color.

– Es posible.

– El color de la cara es un síntoma de la salud. Un organismo que funciona bien se expresa a través de la tonalidad de la piel y especialmente de la piel de la cara. En las personas morenas, como usted, se nota menos, pero en las blancas la comprobación es exacta, de manual. Ha sido una gripe, creo, y usted ha hecho todo lo demás. Tenía el cuerpo en malas condiciones. No le sentaron bien las vacaciones en Trinidad.

– Por lo visto.

Le había pedido a Germán que no le dejara a solas con el capitán y el compañero hacía lo imposible para estar atento a las idas y venidas de Tourón por el barco, no fuera a infiltrarse en el camarote de Ginés.

Las entradas de Germán ponían nervioso a Tourón, que no tardaba en marcharse o trataba de enviar a Germán a cumplir funciones que ya estaban cumplidas.

– Es como una clueca. Le gusta sentirse necesario, y en cuanto puede exhibir sus conocimientos de medicina se corre. Pero para recetar frenol y zumo de naranja no hace falta ni ser veterinario.

Al cuarto día Ginés subió a cubierta porque hacía sol y encontró a los marineros en el lance de tender un pasamanos especial de proa a popa.

– ¿Qué están haciendo?

– Es en tu honor. Tourón lo ha ordenado. Para que no te caigas.

– ¿No lo dirás en serio?

– Totalmente en serio. El mar ni se mueve. Viento fuerza tres, marejadilla. El pasamanos es para ti, todo para ti. A esto se le llama amor. Te lleva como una reina.

El cuerpo se le había quedado especialmente sensible al sol y al viento y notaba que le inoculaban nuevos ánimos, ganas de moverse y de relacionarse con los demás. La travesía estaba en el momento dulce, al decir de Basora, ese momento en que queda más camino por detrás que por delante y la promesa del puerto de llegada despierta los apetitos. Además hacía un día espléndido y los inocentes cúmulos indicadores del buen tiempo pasaban como borregos tímidos, sobrecogidos por la soledad del arco del cielo sobre la laguna atlántica. Se sintió aquella tarde a gusto escuchando el programa de Radio Nacional de España “Directo-Directo” y luego se trasladó al salón del vídeo adonde Martín había preparado el pase de “Lo que el viento se llevó”.

– ¡Qué guapa era esta tía, la Vivien Leigh! ¡En cambio la Olivia de Havilland no valía ni un pimiento!

– Aún vive.

– Pues imagínate cómo estará ahora.

A mí nunca me había gustado Olivia de Havilland, era como una niña o como una madre. Te la encuentras en una isla desierta, en pelota, y no te la tiras porque te da un respeto, una cosa, no sé.

– En una isla desierta te tiras hasta a la Thatcher.

– Pues no está tan mal la Thatcher para sus años.

– Hace falta ser de derechas para decir que la Thatcher tiene un polvo.