– ”La Rosa de Alejandría”, carguero general polivalente, de la Compañía Obregón, tiene su llegada anunciada para el siete de febrero. Capitán, Luis Tourón.

– Mire si figuran los nombres de los oficiales.

– Seguro, como es un barco de llegadas regulares, seguro. ¿Qué nombre me dice? Ginés Larios, sí, señor.

Oficial de primera.

Pensó por un momento en mandarle un mensaje pero se contuvo, necesitaba llegar a alguna parte y de momento apenas si estaba de vuelta de las fuentes del hecho, sin nada en las manos o casi nada, la historia de un reencuentro amoroso y una dirección donde Encarna “Carol” domiciliaba las cartas que le enviaba Paquita.

Se cruzó con Biscuter en la escalera del despacho. Iba el hombrecillo dormido y tardó media escalera en darse cuenta que había dado los buenos días a un Carvalho ausente durante días.

– ¡Osti, jefe, pasaba sin saludar!

– Sigue tu camino, Biscuter. Estaré un rato arriba.

– Le traeré “cruasans” calientes.

Mariquita estaba en casa. Se emocionó ante las noticias de Águilas, casi las únicas que le dio Carvalho junto a los recuerdos de Paca Larios y se sorprendió ante el nombre de Ginés.

– Vaya por Dios, de quién me habla usted. No sé nada de él desde que era un niño.

– ¿Usted sabía si su hermana y él volvieron a verse después?

– ¿Cómo iban a verse, ella en Albacete y él por ahí embarcado?

– Barcelona tiene un puerto, a los puertos llegan barcos, y su hermana, por lo que hemos sabido, venía por aquí con frecuencia.

– Pero era una mujer casada.

– Ah, eso sí.

La conversación con el autodidacta casi no existió. Carvalho habló como se habla a un cliente, dándole detalles que luego justificarían la factura. El autodidacta iba diciéndole sí, ya, bien, bueno, como si todo cuanto le estuviera contando fuera material de segunda o escalones en una ascensión o en un descenso hacia lo que verdaderamente contaba, y sólo cuando Carvalho ya estaba en Águilas y contaba su seguimiento de Paca Larios, la atención del invisible interlocutor se concentraba y su silencio era una prueba de que deseaba el relato de Carvalho.

– Ginés Larios, ha dicho usted ¿su novio?

– No habían llegado a ser novios.

Era un pretendiente. “Se hablaban”, como decía la prima. Pero luego se encontraron en Barcelona, por casualidad primero y luego aquello se convirtió en una serie de encuentros puntuales, en cada una de las llegadas del marino. De hecho a partir de una fecha determinada deben coincidir las visitas de Encarna, supuestamente visitas a los médicos, y los atraques de “La Rosa de Alejandría”.

– ”La Rosa de Alejandría”. Es un nombre sugerente.

– Si usted lo dice.

– ¿Y ahora qué?

– Tengo esa dirección a la que escribía Paca Larios y ese nombre, “Carol”. Ah, y una fotografía reciente.

– La cosa se pone bien. “Carol” También tiene su encanto el nombre.

Reconozca que es más sugestivo que si se hubiera puesto Conchita.

– No lo niego. Voy a ver qué encuentro en esa dirección.

– Me parece muy bien.

– Lo de Albacete es más bien sórdido y descarta al marido. Me extraña que ese hombre incluso pudiera moverse para trasladarse a Barcelona y reconocer el cadáver.

– Estuvo pocas horas. La policía ya le dijo a la familia que no estaba muy bien de salud, pero lo interpretamos como un malestar transitorio. Muy bien, Carvalho siga como hasta ahora.

Cuanto antes llegue al final más barato nos saldrá.

– Siempre velo por los intereses de mis clientes. Así otro día también recurrirá a mí.

– Estadísticamente es casi imposible que en una misma familia o grupo de personas se produzcan hechos de este tipo a lo largo de una generación.

– Por su boca habla la lógica.

En cuanto a Charo hubiera sido una crueldad llamarla a aquellas horas y ocupó el centro de la mañana comiéndose los tres croisans crujientes que Biscuter dejó a su alcance y bebiéndose dos tazas de chocolate ligero con el que su ayudante había querido conmemorar el regreso y paliar los efectos de su despistado encuentro en la escalera. Luego, Charo no se conformó con las explicaciones telefónicas y le pidió dos minutos para arreglarse e ir hacia el despacho.

– Si quieres voy yo.

– No. Que está todo desordenado.

Seguro que aún conservaba huellas del trabajo nocturno o un compañero retardado, insistente o simplemente dormido. Los dos minutos se convirtieron en una hora y Charo se predispuso a escuchar toda la historia del viaje, pero especialmente el recorrido por Águilas, con preguntas que trataban de cotejar las postales mentales heredadas de su madre con las que Carvalho traía de tan reciente viaje.

Las destrucciones y desapariciones la entristecieron y las supervivencias le hacían exigir de Carvalho descripciones meticulosas por si las estampas coincidían.

– Te quise traer un libro pero estaba agotado.

– Qué ilusión me habría hecho. ¿La Casita Verde cómo es?

– Es una casa muy especial, como de juguete, sola, delante del mar, pero ya se le acercan los bloques de pisos, no sé cuánto tiempo sobrevivirá.

– ¿Y Terreros? ¿Y las salinas?

– Ya no hay salinas.

– ¡No hay salinas!

¿Para qué necesitaba Charo las salinas de Terreros? Para conservar un recuerdo prestado de dunas de sal terrosa agredidas por el sol.

– Y lo del marino qué bonito. Pobre chico. Va a volver y se va a encontrar con todo el pastel.

A Carvalho se le cerraban los párpados. Biscuter le ofreció su camastro para que atendiera la llamada del sueño y del cansancio aplazado y Carvalho penetró por primera vez en muchos años en aquel pequeño dominio de su asistente, cinco o seis metros cuadrados ocupados por un camastro, una vieja cama turca que Biscuter había comprado en la plaza de las Glorias.

– El año de lo de Carrero, jefe, recuerde.

Un armario de plástico azul cerrado con cremallera, un póster de Sydne Rome desnuda, un calendario de la Caixa 1984, y una pequeña fotografía callejera, con el canto acanalado, en la que aparecía una mujer en traje de paseo deslumbrante y mirando a la cámara con el morro algo canalla. El adjetivo canalla, aunque lo hubiera pronunciado mentalmente, le molestó a Carvalho y se arrepintió. Al fin y al cabo aquella mujer había sido la madre de Biscuter y la había velado hacía poco más de un año, en compañía de su hijo. El camastro parecía construido a la medida de Biscuter y Carvalho notó su alma de metal en las esquinas del cuerpo, pero era tal la agresión del cansancio que se quedó dormido y abrió los ojos a la tarde ya caída. En el reloj mental, la urgencia de una búsqueda. Un salto brusco para recuperar conciencia del lugar y luego el despacho donde Biscuter permanecía con la luz del flexo encendida, las manos cruzadas sobre el regazo y ensimismado o pendiente de un recuerdo pequeño, como su cabeza, como él mismo.

Ganó Carvalho la calle y ni siquiera fue en busca de su coche.

Cogió un taxi que le dejó en las puertas de la dirección escrita por Paquita. Una vieja casa de vecinos en un edificio convencional del Ensanche, portería con luz mortecina, portera con aspecto de no haber salido de allí desde el final de la última guerra y mala gana en el momento de contestarle.

– Aquí no vive ninguna Carol. Está la señora Nisa, pero bueno, a veces ha llegado alguna carta a ese nombre, es verdad. Hable con ella.

Yo no sé nada. Y quiero seguir sin saber nada.

No eran buenas las relaciones entre la señorita o señora Nisa y la portera, dedujo, y subió los escalones que le separaban del entresuelo. Le abrió la puerta un viejo pulcro en traje de pésame y un olor a guiso profundo y pesado.

– ¿Viene a lo del anuncio?

– Es posible. Le hizo pasar a un recibidor semiiluminado y se asomó a un despachito con poca luz donde dos mujeres cuchicheaban. Dijo algo el viejo, volvió sobre sus pasos, olisqueó a Carvalho de refilón y se refugió en un comedor envejecido y por los suelos viejos mosaicos ornamentales.