Salió del despacho una de las coloquiantes, con aspecto de tener algo que ver con el viejo, por edad y por maneras y se fue en su seguimiento.

Quedó Carvalho en compañía de un gruñido de saludo y de una gordita risueña y morena que le saludaba con una corrección de encuentro tripartito o cuatripartito en la cumbre y le invitaba a entrar en un despacho presidido por una hornacina con una virgen disfrazada con traje regional de difícil identificación.

– ¿Vienes por lo del anuncio del diario, verdad, majo?

Tuvo ante sí más una imagen recordada que una imagen actual. Era un piso de barrio, más de barrio que éste, quizá, pero la misma luz economizada, la misma penumbra, un misterio equivalente, como equivalente era el bisbiseo o la sordina en la voz de la mujer que le atendía, sacerdotisa de un poder desconocido. En aquella ocasión había sido una santera con la virtud de quitar el mal de ojo y el mal de los celos, y eran celos lo que la madre de Carvalho quería quitarle a su hijo, celos que ponían melancolía en sus posturas y una inapetencia que la buena mujer no sabía atribuir a las gachas de posguerra con tocino rancio o no quería atribuir quizá, porque hubiera sido admitir una cierta responsabilidad en la cotidiana derrota de la esperanza. Recordaba Carvalho confusamente a qué o a quién le atribuían la causa de los celos, probablemente a otro niño, un pariente, más acomodado que tenía bicicleta en unos años y en una clase social en que nadie tenía casi nada. La santera rezó ante una inmensa virgen en hornacina, llenó al niño Carvalho de signos de la Cruz y de un aroma especial de ama de casa recién salida de la cocina, donde sin duda guisaba algo con laurel y vino, porque la santera olía a laurel y vino. Los recuerdos huelen y suenan, tienen paisaje musical. Con el tiempo y la cultura, antes de perder lo uno y la otra, Carvalho había descubierto que tuvo celos de su padre, de aquel padre casi desconocido, recién salido de la cárcel, que se metía en una alcoba que durante años y años había sido un santuario de tibieza y confianza para él y su madre.

Y allí estaba otra santera gordita y no vieja y una imagen de la virgen de no sé qué o de no sé dónde en un rincón de aquella sede de la alcahuetería postindustrial, una alcahuetería fin de siglo, fin de milenio.

– ¿Qué quieres? Has de explicarme qué quieres.

– Lo que quiere todo el mundo que viene aquí.

– Primer error. No todos los que vienen aquí quieren lo mismo.

Había triunfo del especialista sobre el lego en los ojos sonrientes y brillantes de la gordita encantadora.

– Cada hombre es un caso y cada una de las mujeres que yo puedo proporcionarte también. Para empezar.

¿Cómo te llamas?

– Ricardo. Siempre me ha gustado llamarme Ricardo.

– Muy bien. Ricardo. ¿Eres casado o soltero?

– Casado.

– ¿Te interesa discreción o no te interesa?

– Toda discreción es poca. Mi mujer me odia y no quiere perderme.

– Me parece que va a ser muy complicado. Eres muy complicado.

Tal vez había empleado un sistema de razonamiento demasiado elaborado.

Se le ocurrió que podía ayudarla recitando un verso que había aprendido en aquellos tiempos en que aprendía versos: ¿quién no teme perder lo que no ama? Pero pensó que aún alarmaría más a la santera.

– No sé. No sé. Yo no quiero perder el tiempo.

– ¿Cuánto cuesta tu información?

– Seis mil quinientas pesetas y te daré nombres y teléfonos de mujeres o contactos aquí, sólo contactos, repito, durante dos meses.

Carvalho puso dos billetes de cinco mil pesetas sobre la mesa y la santera los cogió con eficacia y justeza de tiempo, ni poco ni mucho y devolvió el cambio como un cajero generoso.

– Las cosas cambian. Ahora sé que no pierdo el tiempo. No pienses mal de mí, es que hay muchos que vienen aquí, se enrollan, te hacen perder el tiempo y luego nada de nada. Volvamos a tu asunto. Casado. Contactos discretos. Te interesan, pues, mujeres casadas y con necesidad de ser discretas. Voy a serte sincera, puedo proporcionarte mujeres que se meten en esto por necesidad económica, no por vicio, o por necesidad de afecto.

Casadas cuyos maridos ganan poco o están parados. También hay alguna que lo hace porque su marido no la satisface o están a la greña. Pero éstas quieren entonces una relación estable, que un hombre casado como tú no puede darles. Tú no vas a dejar a tu mujer los fines de semana.

– Ni hablar. Tenemos una casita en una urbanización de Montserrat y todos los fines de semana vamos a regar el árbol y a hacer una paella.

– ¿Lo ves? Por lo tanto tú necesitas mujeres con la misma necesidad de discreción que tú.

Se levantó porque había sonado el timbre, cerró la puerta a sus espaldas, conversó con alguien recién llegado y volvió junto a Carvalho con aún más satisfacción en el rostro de la que tenía unos minutos antes.

– Ha llegado una chica que tal vez te interese. Asómate y dime qué te parece.

Carvalho se asomó bajo la mirada de la virgen y la santera y pegó un ojo a la rendija que separaba las dos alas de la puerta, una flaca con botas y aspecto de vender enciclopedias por los pisos, pulcra, sentada, con los ojos fijos en la rendija desde donde sabía que iba a ser examinada.

– Muy delgada.

– ¿No te gustan las delgadas?

– Hay delgadas y delgadas. Pero en fin. Es una posibilidad. Tendrás más.

La santera escribía números y nombres sobre un papel como si estuviera escribiendo una receta médica.

– Con ésta, sobre todo, mucha discreción. Sólo por las tardes.

Números de teléfonos y nombres de mujeres.

– Y una vez contactadas ¿dónde las llevo?

– Yo sólo facilito el contacto.

– ¿Pero no podemos venir aquí? ¿No tienen un sitio?

– Esto es una oficina de contactos.

No un “meublè”. A tu edad ya tendrías que saber a dónde llevar a una mujer.

– Parezco mayor de lo que soy.

– Cerca de aquí, en la plaza de España, hay un “meublè”, el Magoria.

Si quieres puedes empezar con la que acaba de llegar. Pero primero toma una copa con ella. Hay que tener una cierta delicadeza.

– ¿Me costará muy cara? No llevo dinero encima, casi. El cambio que me has dado. Si he de pagar la habitación.

– La habitación te costará unas setecientas pesetas y con el resto te basta. Está muy necesitada esta chica.

– La verdad es que yo he venido a verte porque me lo recomendó un amigo.

– ¿Cómo se llamaba tu amigo?

– Le conocí en una sauna. Tampoco es que le tratara demasiado. Pero ya sabes de qué hablan los hombres. De mujeres. Siempre hablamos de mujeres.

Yo le conté mi caso y él me recomendó que viniera a verte. Y que preguntara por una tal Carol. Una que tú le habías proporcionado y que era muy guapa.

Se había recostado en el respaldo, con las manos apoyadas en el sobre de la mesa, los brazos tensos para mantener la distancia. Los ojos de la santera habían dejado de ser risueños.

Calculaban la estatura de verdad y mentira que había en el cliente.

– No recuerdo a ninguna Carol.

– No es un nombre fácil de olvidar.

Mi amigo, bueno, mi amigo, mi informante incluso me dio una fotografía que ella le había dado.

La foto de Encarna facilitada por Paca quedó ante la mujer, la escasa luz de una lamparilla de mesa la sumergía en un charco amarillo y desmerecedor. La santera parecía emplear un solo ojo en la contemplación de la propuesta y el otro seguía fijo en Carvalho.

– No me gusta que mis clientes se pasen las chicas. Me parece poco delicado y además pierdo la comisión.

– Es que a él ya no le interesaba porque se iba fuera de España o de Barcelona. No recuerdo muy bien. La verdad es que he tardado en decidirme.

Tengo la foto desde hace más de tres meses y él me dijo que esta mujer no estaba siempre disponible.

– Tengo muchas clientas así. Lo hacen por rachas. Una época de necesidad.