– Ésta al parecer no era de aquí o desaparecía largas temporadas y luego volvía.

– Sí.

– ¿Se la proporcionaste tú?

– Es posible. Ella desde luego ha pasado por aquí. Desaparecía y volvía cada tres o cuatro meses. Nunca me dijo por qué. Tal vez porque tenía que pagar letras que le vencían cada noventa días y necesitaba ayuda económica.

– ¿Cómo se la localiza?

– Tengo un teléfono.

Los ojos estudiaban a Carvalho y le aguantaron la devolución de mirada.

– ¿Me lo darás?

– No es una mujer barata.

– No es que yo tenga mucho dinero, pero en fin, tengo para un capricho y si la mujer lo vale.

Una mano se posó sobre la mesa y garabateó un número junto a los que había escrito previamente.

– Tal vez no la encuentres. Me llamó hace, eso, tres o cuatro meses y no ha vuelto a hacerlo. Pero ahora le toca. No falla desde hace dos años.

Antes no sé lo que haría. Yo tengo esto montado aquí desde hace dos años.

Te lo repito. Esto es como una agencia matrimonial. Yo relaciono a personas con necesidad de relacionarse.

Lo que hagan después es asunto de ellas, no mío. Esto que quede claro.

– Está clarísimo.

– No sé. No sé. Eres un cliente complicado. ¿Te quedas a esa que espera?

– Bueno. La invitaré a una copa de momento.

– Bien hecho. No hay que perder las formas. Aquí viene mucho que se cree que todo consiste en llegar y catacric catacrec. Llámame dentro de dos o tres días si no te han ido bien los contactos que te he dado. Ya sabes. Lo que has pagado te da derecho a dos meses de información.

Se alzó dando por terminada la audiencia y se anticipó a Carvalho para explicarle a la muchacha que aquel señor quería salir de allí con ella. Bajó la chica la escalera por delante del detective con una cierta elegancia en sus movimientos de joven esqueleto y se dejó invitar a un cortado en el bar de la esquina. Le contó a Carvalho que vendía por las casas aparatos para hacer sorbetes.

– No sabía que había tanta afición al sorbete.

– Bueno, el aparato sirve también para hacer mayonesas, amasar, incluso para hacer embutidos y si eres aficionado le puedes aplicar una serie de piezas que de hecho te eliminan toda la cantidad de aparatos y aparatitos eléctricos de una cocina.

– ¿Sale muy caro?

– Antes era carísimo. Ahora han sacado este que vendo yo y te sale por unas treinta mil.

– ¿Vendes muchos?

– No. Acabo de empezar. Por eso sigo viniendo por aquí. A propósito.

¿Quieres que vayamos a alguna parte?

Terminarían hablando del hijo o de la hija sin padre o con mal padre o con padre parado que la esperaba en casa y contándole las costillas enrojecidas por la luz afrodisíaca de un “meublè” mal ventilado. Carvalho dejó caer dos mil pesetas en el bolso entreabierto del que ella había sacado un catálogo del batidor eléctrico mágico.

– No me apetece hoy. Quizá otro día. Dame un catálogo. El aparato me parece muy útil.

– Lo es. Lo es.

Y se le enfrió el cortado mientras cantaba las excelencias batidoras del artefacto. Las preguntas de Carvalho sobre el sistema empleado para contactar con la alcahueta tuvieron respuestas obvias. Por teléfono. Con las páginas de relax y contactos de “El Periódico” o “La Vanguardia” como punto de referencia. El catálogo en el bolsillo y un pie ya en dirección hacia la puerta, era ahora la muchacha la que insistía en prolongar una conversación sobre el trabajo y la vida.

En un momento dado metió la mano en el bolso para sacar de él un libro folleto.

– ¿Has leído esto?

“La senda hacia ti mismo”, por el yogui Madhasharti. Los ojos serpénticos de la muchacha ya no pedían dinero ni conversación. Pedían la comunión de los santos.

– Ya no parezco un limpiabotas, Pepe. Parezco un mendigo, uno de esos mendigos modernos, Pepe, que ya ni los mendigos son como los de antes. ¿Recuerdas aquellos mendigos de puta madre que había después de la guerra? Mancos, cojos, sin piernas, ciegos, tuertos, pero de una pieza, Pepe, y no esta mierda de mendigos que hay ahora que se hacen perdonar la limosna que te piden fingiendo que te limpian el cristal del coche o diciéndote que están parados y se les mueren los hijos de hambre. Ésos no son mendigos, son modernos. Y yo un antiguo, Pepiño, que cuando la gente me ve con la caja en la mano se piensan que acabo de salir de un museo. Todo el mundo tiene en su casa un desodorante de esos para limpiar zapatos y ha desaparecido el amor por los zapatos limpios que había antes. ¿Has visto tú qué calza la juventud? “Wambas” o como se llamen. ¿Cómo se limpia eso, Pepe?

– ¿Tú puedes enterarte de una dirección a partir de un número de teléfono?

“Bromuro” detuvo el arco de violín de su cepillo embetunado y ofreció a Carvalho la amenaza visual de sus dientes mellados y podridos, de sus ojos amarillos, caídos, lagrimeantes, de su calva llena de posos de contaminación atmosférica y de espinillas enquistadas como clavos.

– Ahora te escucho, macho. Ésa es una pregunta de los viejos tiempos.

Así se iba a las cosas. Y puede que te sea útil, porque aún conservo mis contactos, y para algunas personas, muy pocas, el caballero legionario Francisco Melgar sigue siendo el caballero legionario Francisco Melgar.

– ¿Y quién es ése?

– Yo.

– No sabía que te habías cambiado de nombre.

– ¿Tú te crees que yo nací llamándome “Bromuro”? ¿Tú te crees que mi padre y mi abuelo ya se llamaban “Bromuro”? ¿Tú te estás quedando conmigo, Pepe? Venga el número ese.

Carvalho le entregó un papel y “Bromuro” lo cogió con cuidado para no ensuciarlo demasiado con sus manos mugrientas. Alejó el papel de sus ojos para conseguir leer los números.

– ¿Llevas unas gafas encima, Pepe?

– No.

– Pues yo he perdido unas que me compré hace años y no veo nada. He de comprarme otras, pero no tengo nunca tiempo de ir a los encantes de la plaza de las Glorias, allí hay gafas para todos, en un montón. Has de tener paciencia. Te las vas probando hasta que encuentras las que te van bien. Son cojonudas, más baratas y te ahorras el oculista.

Carvalho le dejó dos mil pesetas sobre la caja de madera, amarronada, lustrosa en su vejez y condición de muleta para la moral del penúltimo limpiabotas del sur de las Ramblas.

– Generoso. Que eres un generoso.

Ya no quedan señores como tú, Pepe.

Da gusto echarte una mano. Tú y cuatro zapatos. Eso es todo. Menos mal que yo con vino y una tapita de calamares carburo.

– ¿Por qué no te arreglas lo de la jubilación?

– No he cotizado como limpiabotas.

– ¿Y como caballero legionario?

¿Como divisionario, de la División Azul?

– Como legionario me inscribí con el nombre de un tío mío y como divisionario no creo que se cobre retiro y además no consto.

– ¿Cómo que no constas?

– Que no, Pepe. Que fui a pedir el carnet hace unos años y me dijeron que me había muerto atravesando un río ruso. Yo que no sé nadar. Si no sé nadar ¿cómo me voy a meter en un río ruso? Tú lo entiendes, pero el tío aquel de la oficina no. Usted se ahogó precisamente por eso, porque no sabía nadar, me decía, tal como te lo digo, con dos cojones. Oiga, usted, le contestaba yo, ¿usted cree que yo tengo cara de muerto? ¿Usted cree que si yo me hubiera ahogado estaría aquí?

No. Evidentemente. Y si estoy aquí es porque, al no saber nadar, a mí no me hacía cruzar un río, y menos un río ruso, ni el mismísimo general Muñoz Grandes en persona, con todo el respeto que yo le tenía, porque ha sido el general más grande que ha habido en España desde Napoleón. Tú lo entiendes. Pero el chupatintas aquel se quedó convencido de que yo me había muerto porque no sabía nadar. Tal vez los socialistas me lo arreglen ahora, Pepe. ¿Cómo les caerá a los socialistas un ex divisionario de la División Azul?

– Muy bien. Quieren reconciliarse contigo.

– Yo no les he hecho nada. Le voy a escribir a Alfonso Guerra, que es el que me cae mejor. Mira, tú, Pepe, tiene cosas el Guerra que me recuerdan al general Muñoz Grandes.