Era el crepúsculo quien manchaba color de sangre seca los muros de los colegios, incluso a la chiquillería que recuperaba la pretensión de ser libre, las madres regaladas con el quehacer de chófer, los autocares paquidérmicos sorprendidos en el instante en que no sabían si avanzar o retroceder, quedarse o devolver su carga de niños repatriados. Y unos metros más arriba, pensaba Carvalho, probablemente, el lugar del crimen.

Creció en su interior la sensación del tiempo doblemente aprovechado.

Como si le llevaran el trabajo a su misma casa. El número anotado respondía a un pequeño chalet de aspecto exterior abandonado, situado a pocos metros del apeadero del Peu del Funicular. Una guardia urbano ordenaba la salida de un colegio, como un reguerillo de hormigas infantiles que iban desde el edificio hasta la estación del tren, y el mismo urbano le indicó con gestos enérgicos que no podía aparcar en la carretera. Tomó pues el puente inmediatamente anterior al apeadero y dejó el coche en una calle solitaria al pie de los altos muros de una residencia. Anduvo hacia la casa y llegó ante una alta verja metálica sobre la que se había clavado una ya vieja plancha de zinc para ocultar el jardín. Empujó la puerta y cedió. Le esperaba una extensión de grava y un pasillo central de ladrillos hacia la escalinata central de una casita con pretensiones neoclásicas. Pero no estaba vacío el jardín.

Los dos hombres se le vinieron encima. Uno se detuvo a un palmo de su cara y el otro le marcó el flanco derecho. Tal vez reconoció sus rostros, en cualquier caso les reconoció el gesto.

– Identifíquese, por favor.

– ¿Y ustedes?

La placa le fue ofrecida desde la más estricta asepsia profesional. El que se le enfrentaba no necesitaba el carnet para reconocer a Carvalho, de hecho apenas lo miró.

– Acompáñenos para unas diligencias.

La puerta de la casa se había abierto y en el dintel se movieron otros dos policías y se adivinaban otras presencias en el interior. La casa estaba tomada y era una trampa en la que había caído como un novato. No opuso reparos legales y prefirió ir en el coche policial que en el suyo.

– Es difícil aparcar por allí.

Durante el trayecto revisó todos los pliegues de su cerebro para adivinar cuándo y por qué la policía iniciaba movimientos primero paralelos y luego coincidentes con los suyos. O seguían a los Abellán desde hacía tiempo o a él mismo o todo lo había desencadenado la sospecha de la alcahueta. Jugaste demasiado con ella.

Te comportaste como un detective aficionado o como un detective de película.

– ¿Contreras?

– Sí. Esto lo lleva Contreras.

Cuando le hemos dicho por teléfono que el mismísimo Carvalho se había metido en la cueva, un poco más y se muere del ataque de risa.

– ¿Se ríe?

– De vez en cuando.

– Yo pensaba que había hecho voto de tristeza desde la muerte de Franco.

– No se pase.

Contreras aparecía detrás de un Manhattan de expedientes, algunos con aspecto de estar allí desde los tiempos de Jack el Destripador.

– Hombre, qué raro. El Superman privado. A usted es inútil que se le recite la cartilla. De ésta pierde el carnet. Y dése por contento si sólo tiene que cambiar de oficio. No tengo tiempo que perder y saldrá ganando si larga pronto y bien. Lo quiero todo.

Quién coño le ha metido en esta carnicería, porque ya sabe usted que esto no es un caso de asesinato, sino una carnicería.

– Estoy tentado a negarme a dar el nombre de mis clientes, y si se pone pesado y me considera detenido tengo derecho a llamar a un abogado.

– Ah, claro, a uno, a dos, a tres, a los que quiera. Y yo también. Hay que ayudar a que se gane la vida todo el mundo. ¿Se acoge usted al secreto profesional, no?

– Digamos que sí.

– Digamos que sí. Tú, Renduelas, tráeme a los secretos profesionales de este señor.

Renduelas estaba cansado o de su oficio o de la vida, la cuestión es que se alejó con lentitud agónica hacia la puerta de cristal ahumado que separaba el despacho de Contreras del contiguo. La dejó abierta, y medio minuto después, bajo el marco, estaban Andrés y el autodidacta. Andrés abatido, el autodidacta aguantando una media sonrisa cínica cubierta por el rubor de las mejillas, era un rubor inconfundible, era un rubor producto de dos bofetadas que el autodidacta habría provocado previa la utilización del diccionario enciclopédico que llevaba en el cerebro.

– Carvalho, vaya…

– ¡Tú a callar!

El rugido de Contreras enmudeció al sietesabios.

¿Éstos son sus secretos profesionales? Pues ya han dejado de serlo.

Llévatelos.

Contreras se recostó en el sillón y ojeó distraídamente expedientes que no había revisado en los últimos treinta años. De vez en cuando arqueaba una ceja para dejar sitio al ojo que dirigía a Carvalho.

– ¿Y bien? ¿Seguimos jugando al escondite?

Se abrió otra vez la puerta de cristal. Renduelas, algo más despierto:

– Reclaman un abogado.

– ¿los dos?

– No. El gafas. El listillo. Al otro le da todo igual.

– Tráelos. Ahora, Carvalho, verá usted cómo trabaja la policía democrática. Renduelas, ¿qué han reconocido hasta ahora?

Renduelas miró a Carvalho.

– Larga, larga, que el señor es como si fuera de la plantilla.

– El gafas dice que la casa es suya y que se la alquilaba a ella para encontrarse con un novio. Pero que no sabía nada de que hubiera muerto. Y el chorvo insiste en que no sabía que su tía se reunía en la casa con el novio.

– El nombre del novio.

– Ginés Larios Pérez. Marino.

Va embarcado. No sabían qué barco, pero ya lo hemos averiguado, “La Rosa de Alejandría”, mercante.

– ¿Dónde está ahora?

– En el Atlántico, camino de Barcelona.

– Negocia con Comandancia de Marina y enviad un cable. Que ese Ginés quede detenido en su camarote bajo responsabilidad del capitán del barco.

¿Cuándo llegan a Barcelona?

– Cuatro o cinco días.

– Tráeme a esos dos.

El abatimiento de Andrés había rebasado los niveles del suelo. El autodidacta aparentaba naturalidad y buscaba una silla para sentarse como si le asistiera el derecho.

– Te sentarás cuando yo lo diga.

Bueno. A ver si acabamos este coñazo cuanto antes. Ya tenemos al asesino y ahora me explicaréis por qué habéis actuado como encubridores de ese tío asqueroso que destripó a una mujer como si fuera una res.

– Yo, en cualquier caso, he sido encubridor de una historia de amor.

Carvalho temió por la suerte de aquella cara del autodidacta en la que había reaparecido la sorna.

– Asumo toda la responsabilidad.

Mi amigo Andrés no sabía que yo prestaba mi casa a su tía.

Andrés cabeceaba afirmativamente, pero como si se lo afirmase a sí mismo.

– Tu amigo Andrés es el que trabaja de puto en una casa de masajes.

Los ojos de Andrés resumían su indignación y dio un paso hacia donde se hallaba el comisario, paso que le fue pisoteado por Renduelas.

– Quieto, chorvo, que no estás en el cine.

– Yo no trabajo de puto. De puto trabajará su…

– Tranquilo, chico, no te busques dos hostias que están volando por aquí. De acuerdo, de acuerdo, te creemos. Trabajas de palanganero.

Pero reconocerás que no es un sitio muy decente.

– No hay donde escoger.

– Claro. El paro. La reconversión industrial. La crisis económica. Es el rollo de cada día, pero lo admito.

Muy bien. Tú te ganas la vida honradamente limpiando un prostíbulo. Alguien tiene que hacerlo. Tu tía resulta que es una señora bien de Albacete que tiene un novio marino con el que se encuentra en Barcelona y, no contenta con esto, ejerce la prostitución ocasional en una casa de tu mejor amigo y bajo el seudónimo de Carol.

Y tú sin saber nada.

– Le juro que él no sabía nada.

Para mí era como un juego, se lo juro. Aunque sea mi amigo no sabe todo lo que hago yo a lo largo de un día.